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“Beethoven”, Andy WarholPenélope

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Ludwig van Beethoven va una tarde lluviosa a dar una clase a Giulietta Giocordi, adolescente condesa italiana afincada en Viena, y mientras aguarda que ella salga de sus aposentos, él apoya su oído mermado en la tapa del piano, percibe las vibraciones que produce su entraña, cierra los ojos en una meditación honda, roza las teclas a punta de dedos, como se acaricia a quien se ama y, de semejante cuadro grisáceo, nace la Sonata 14, op. 27, número 2, Quasi una fantasía, a la que viene en llamar Mondschein, Claro de Luna. La escena termina en desconcierto porque, exprimiendo las últimas notas, descubre que la alumna lo ha estado observando en silencio escondida tras unas cortinas, situación que lo lleva a cortar bruscamente el discurso de la obra y a huir indignado del palacio por haber sido sorprendido en su intimidad creadora.

Este pasaje beethoveniano está al alcance de quien desee emplearlo. Pero lo que nadie podrá encontrar nunca en las páginas de ningún manual al uso será el viaje mágico hecho por aquel Claro de Luna a través de los siglos desde la habitación vienesa hasta la Igreja da Misericordia de la ciudad portuguesa de Tavira —antaño Capital del Algarve—, a la que llega un hermoso día de 2005.

Esa noche el templo ha matizado sus naves con luces tenues para convertirse por unas horas en sala de conciertos. Ocurre como colofón a un encuentro de escritores de Portugal y España. Arte sobre arte. Y las manos que tallan el milagro sonoro viajero son las de una intérprete de diez años de edad y dos de estudios pianísticos, llamada Penélope, que aborda la obra con la entrega que lo hubiera hecho la lejana Giulietta de no haber huido confuso Beethoven del palacio.

Penélope acomoda el taburete a su estatura y mientras puebla el hermoso templo algarvío, que es monumento nacional, de claros y de lunas, me invade la sensación de que unos ojos emocionados la observan ocultos tras un cortinón del coro, y que la nueva promesa pianística, sin pronunciar una sola palabra, está diciendo al maestro: “Quiero que sepa usted que lo único que pretendía entonces era aprenderme la obra”. Lo cual, sin ella saberlo, arranca del enojado genio una sonrisa de agrado que borra de su gesto el disgusto de la tarde lluviosa.

Todo intento por sorprender al posible observador me resulta inútil porque, en realidad, sus ojos y su emoción son sólo el reflejo virtual de una alegría que ha estado retenida durante siglos hasta que la gracia interpretativa de Penélope la ha forzado a abrirse. Gracia que transmite al auditorio como un toque de esperanza que viene a significar que la belleza es una antorcha que cada generación ha de tomar para seguir iluminando el camino común.

Mi imaginario me pone a escribir que Ludwig van Beethoven ha retornado a la sala del palacio vienés que abandonó una tarde lluviosa para invertir los papeles. Ahora es él quien se oculta tras la cortina para comprobar cómo su alumna —otra, o siempre la misma— recoge nota a nota e interpreta, con el aire fresco del sur de Europa, aquel Claro de Luna inacabado.