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Mentiras

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Un violinista se puede dedicar a muchas cosas. Yo, por ejemplo, redacto la página de necrológicas para el periódico con más tirada de la ciudad y, de vez en cuando, me invento alguna muerte.

La última decía: “NOMEOLVIDES. El recuerdo siempre empequeñece al ser amado. Salvador Morente murió el 23 de abril de 2005, asesinado a sangre fría por un desconocido. El funeral tendrá lugar el martes a las 17:00 en la calle Vitaura, 25. Se servirá ágape”.

Vivo en una casa no lejos de la carretera, en la calle Vitaura, 25. Junto a esa carretera, a la entrada de la curva, crece un árbol. El martes por la tarde me senté debajo del árbol y me quedé mirando la línea que dibuja el horizonte, con el violín bajo el brazo.

Diez minutos antes de lo previsto llegaron los primeros invitados. Andaban cabizbajos y al saludarme desviaron la mirada. Les abrí la puerta de casa. Enseguida cogieron alguna cosilla de comer, se sirvieron un poco de vino y comenzaron a susurrarse algo entre ellos.

Siguió llegando gente. Generalmente cruzo unas palabras de pésame con ellos. “Qué pena, el bueno de Salvador”. “Sí, una verdadera lástima”. “Lo echaremos de menos”. Y entonces empiezo a tocar el violín. Sólo tengo público cuando me invento estas muertes imposibles y me gusta cerrar los ojos y pensar que todos están en mi casa para oírme.

Siempre viene la misma gente a estos funerales imaginarios. Una y otra vez. A comer algo, porque nadie reconoce que pasa hambre, pero se pasa hambre y la astucia sustituye a la dignidad cuando se tiene el estómago vacío. Y yo sólo soy violinista cuando soborno a indigentes para llorar a un muerto. Ese secreto despiadado hace que nos una un pacto de silencio, ligeramente triste y desencantado.

Pasan un buen rato en mi casa. Se saludan con apretones de manos acompañados de expresiones como “mucho gusto”, “encantado” y mantienen conversaciones interrumpidas por “¿un poco más de ensaladilla?”. Después el ambiente se vuelve distendido y animado. Yo sigo tocando el violín y nadie menciona más al muerto.

Quizá, lo único que me molesta es su falta de disimulo cuando se acaba la bebida y la comida. Entonces se dan media vuelta y se vuelven por donde han venido. Y yo recojo el violín y salgo a sentarme bajo el árbol a ver cómo se pierden sus figuritas entre el gris de los edificios de la ciudad.

A las seis en punto entró una muchacha, que no había visto nunca, llorando y vestida de negro. Pensé que debía ser actriz. Y muy buena por cierto.

Era tal la melancolía que transmitía que no me pude concentrar en la melodía que estaba tocando y sólo tenía ojos para mirar los suyos. Se sentó en el sofá con la espalda bien recta y las manos cogidas sobre el regazo y continuó llorando. Ni siquiera miró la comida. Ni siquiera intentó servirse una copa de vino.

No pude menos que acercarme. Le llevé un poco de pan con salmón por si su debilidad se disfrazaba en tristeza. Lo rechazó.

Me senté a su lado y estuvimos un par de minutos mirando a la lejanía que prometía el cuadro que estaba sobre la chimenea. “Es una tragedia”, dijo.

¡Esta sí que es buena! Pero parecía sincera.

“Salvador era lo único que me quedaba en el mundo”.

Parpadeé sin salir de mi asombro. ¿Me lo estaba diciendo en serio? No, era imposible. Sin embargo, le creía.

Me contó su desgraciada infancia. Su padre le pegaba y con tan sólo trece años se escapó de casa. Se dio al alcohol y empezaba a meterse en pequeños robos cuando Salvador le rescató. Le ayudó. Le dio amor, seguridad y confianza.

Le creía. Aquello no podía ser un cuento. Quizá por casualidad había matado en mi sección a alguien que existía realmente. Y había alarmado sin motivo a sus personas queridas. Y ahora Salvador Morente estaría recibiendo llamadas. “¿Cómo? ¿Qué no estas muerto? Pues si lo he visto en el periódico”. En fin, creí que había cometido un despiste intolerable.

Leire, que así se llamaba la muchacha, continuó hablando con la mirada perdida. “Estudié historia en la universidad. Viví con Salvador durante tres años hasta que pude pagarme un apartamento. Y ahora volver aquí, a esta casa, me trae tantos buenos recuerdos...”.

La gente empezaba a marcharse y yo estaba paralizado. ¡Impostora!

Leire se había casado y había enviudado el año pasado. Ahora quería instalarse aquí, en la casa de Salvador, porque sabía muy bien que él no tenía más familia que ella.

Me fijé que llevaba una maletita, que había instalado con mucho cuidado entre sus pies.

¿Cómo decirle que la broma había durado ya suficiente? ¿Qué aquello no era un chiste?

Fui hacia la ventana. Ya no había nadie. Sólo restos de comida, ceniceros llenos de colillas y un violín sobre el sofá.

Cuando me giré, Leire no estaba.

Oí ruidos al final del pasillo y me la encontré en la cocina. ¿Se queda a cenar esta noche conmigo?, me preguntó.

Y me quedé. Y le di las gracias.

Ya no he vuelto a inventar más muertes.