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Felino

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Sacó el fragmento de espejo e hizo un esfuerzo por fijar la visión del ojo derecho. —Luzco mal. Hace tres días recibió visita, con ella trapos y comida en descargo de conciencia. Pasó la mirada turbia por el corredor largo y en silencio; techo de madera y caña brava, pilares blancos con base cuadrangular; del techo pende una araña con un solo bombillo. La mecedora traquea con cada movimiento. Nada que decir, menos que hacer. Los días y las noches transcurren planos, sin imaginario de nunca. No hay sueños, ni pesadillas siquiera. De más allá llega intermitente el olor a carburo que se mezcla con el rancio de los cuerpos.

—Heme aquí... Guardianes cierran el paso.

Comparte el recinto con veinte figuras encogidas entre sesenta y ochenta años. Ninguna parece estar ni sentir. No hay hombres, es decir, sólo aquél jardinero sordo de paso torpe con el que cruza a veces la mirada. Son mil quinientos años, aproximadamente. Lleva cinco de ellos repitiendo el ciclo del letargo, evitando tomar las gotas blancas (prepago de la muerte). Espera con el ahogo instalado entre pecho y espalda, la pasión reprimida que en línea espiral sube y baja y aquella sed abrasante quemando adentro. Inmóvil, abandonada al desgano, espera la señal de no sé qué, de no sé cuándo. Cada minuto deteriora sus facultades. ¡Maldita sea..! El ojo derecho parpadea más y la piel cuelga como trapo deshilachado; los senos flácidos arropan parte del estómago y las nalgas casi desaparecidas dan paso a huesos forrados con piel.

—Soy un despojo.

Nada interrumpe el proceso de vegetación. Ninguna posibilidad de alteración. Nunca sucede nada. Jamás ocurre algo. La clepsidra marca invariablemente los instantes.

—Paso lento. Tiempo lento.

Por las noches, al apagarse el único bombillo se inicia el ciclo de terror esperando la llegada de algo presentido. Noche tras noche aquel maullido espeluznante y el casi imperceptible paso detrás del animal. No sabía a ciencia cierta si era verdad o ficción, se habían borrado las fronteras. Quizás era la tarjeta de presentación de la muerte.

—Lenta muerte... Sé que vendrá entre sábanas negras y aullidos de lobo solitario en luna llena. Vendrá enmantada de grises con olores sombríos y aliento escalofriante. No hay espacio. Se agotó mi tiempo.

Esa noche cuando la campana dio un toque y el aguacero golpeaba fuerte paredes y techo, sintió la corriente helada filtrándose por las rendijas. Giró el ojo hacia la ventana, con el relámpago percibió la silueta del gato agazapada en el marco, después se asomó el hombre.

—Debo gritar.

Ningún sonido escapó de la garganta reseca; el temor y la repulsión la paralizaron aun más y un frío intenso le recorrió la espina dorsal. Desgarbado, el pelo lacio tapándole media cara, un tic nervioso instalado en el ojo verde. Le impresionaron las manos descarnadas aferradas al marco de la ventana. A un tiempo ambos saltaron. El hombre se despojó de la chaqueta y del resto de la ropa antes de entrar en el camastro; los alambres chirriaron con el peso.

Apenas podía distinguir una piel macilenta olorosa a carburo y una pelambre hirsuta. Eulogia estaba tensa, al principio dominada por el temor, luego la angustia se trastocó en ansiedad y deseos incipientes por las mil noches inundadas de soledad. El golpeteo de sienes, las mariposas en el estómago, y el estallido en las venas aumentaba cada vez que los garfios recorrían su cuerpo. Arriba-abajo, Abajo-arriba.

—Estoy viva.

Los ojos verdes se clavaron en su ojo derecho, ¿hombre o gato? Algo viscoso y maloliente mojaba sus encías antes de sumergirse en la espiral vertiginosa; ni asfixia, ni ahogo, aun cuando aquella lengua se le enredaba en la campanilla impidiendo la respiración y el agitado cabalgar trasponiendo precipicios le quitara el aliento.

—Llegó la nueva hora. Mataré la inanición en volcán de tormentas...

En la oscuridad una masa comienza a perfilarse, veinte pares de ojos casi ciegos espían y sorben los movimientos del camastro. Arriba-abajo. Abajo-arriba. Lentamente se van acercando. Han aprendido a moverse con sigilo; sin embargo, algunas siluetas ya muestran signos de agitación, como si vieran una película pornográfica y cada una se sintiera protagonista. ¿Por qué no? A un tiempo se encendieron las pasiones y se dispararon los deseos tapiados entre cuatro paredes. A un tiempo se arrancaron los vestidos, a manotazos se despojaban de faldas y blusas, se desabotonaban unas a otras; atrás quedaba el reguero de trapos, sábanas y cobijas. No hacía falta nada de aquello. El ejército ardoroso emergía desnudo, los restos de senos y nalgas al aire libre, con la pasión desbordada instalada en cada víscera, la sed incandescente quemando las entrañas y un pensamiento fijo calcinando el cerebro: hundirse como Eulogia en volcán de tormentas.

—¡A la carga..!

El gato saltó a la ventana al presentir el torbellino, sus maullidos trataban de alertar sobre el peligro inminente. El hombre una vez satisfecho se separó del cuerpo de Eulogia, quien quedó hundida en el camastro, desgonzada, inerte casi. Él se dispuso a alejarse sin presentir ni por un instante aquella avalancha de garfios, muñones, dedos descarnados, uñas de rapiña, colmillos torcidos, encías sangrantes, esqueletos andantes provistos de muletas y bastones, quienes cual ejército infernal y exacerbadamente erótico, como masa furiosa y enervada se abalanzaba sobre su cuerpo haciéndolo trastabillar y caer, en su afán por satisfacer la pasión desbordada de un cauce milenario de esperas. La jauría lo arañaba, mordía y estrujaba, partía sus huesos, desprendía sus carnes buscando asirse de algo: pelos, piel, miembro, tratando de apoderarse de él, de poseerlo simultáneamente, de colectivizar la cópula en una confusión de pieles, babas, alientos y humedades pestilentes mezclados con el olor a carburo y orines. El hombre perdió el conocimiento cuando Angustias y Genoveva saltaron sobre el montón de huesos gritando eufóricas al mostrar el emblemático trofeo conquistado. Cada una aferraba por un lado el miembro sanguinolento y flácido del hombre-gato y comenzaban a lanzarlo en juego de ping pong hasta caer extenuadas y agónicas.

—¡Estaaamos vivaaas!

Llovió hasta el amanecer. La salida del sol calmó las tempestades; por la tarde, el viento balanceaba una tosca cruz de madera sobre la colina. Otro jardinero, casi ciego, se ocupa de plantar matas de ruda. El gato lo guía. Ahora, noche tras noche, Eulogia y su tropa espían convulsionadas el salto del felino y el fuerte olor a ruda.

—¡Hasta la muerte!