Letras
Tres relatos

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Ante el espejo

Me llamaron a servir como jurado, y fui.

Fui preguntado algunas preguntas, como por ejemplo si era machista, lo cual me sorprendió. Respondí que no, al menos no era consciente de serlo. Ante la pregunta de qué pensaba de la infidelidad, respondí que era un pecado, una infidelidad. Entonces, el señor que luego resultó ser el abogado de la defensa, me contó esta historia que formaba parte de su formulario:

“Señor”, me dijo, “un marido trabaja mucho y se queda siempre hasta muy tarde en casa, con lo que su mujer se siente sola; un día, sintiéndose tan sola porque su marido no volvía a casa, decidió salir con una amiga; entonces, la esposa de este hombre tan trabajador se encuentra con un hombre en un bar y, sin saber cómo ni por qué, acaba acostándose con él. Días más tarde, comienza un romance con él. Su esposo, una noche que se suponía que estaba de viaje lejos, la llama para decirle que vuelve a casa porque el viaje se ha cancelado. Ella está en la cama con su amante. Coge su coche y conduce rápido de vuelta a casa. Al momento llega a un puente en donde hay un loco que no la deja pasar. Ella lo intenta, pero el loco la mata. En su opinión, ¿quién tiene la culpa de la muerte? ¿El marido por trabajar mucho, o ella por ser infiel?”.

Contesté que la culpa era del manicomio, porque el loco que había cometido el crimen era un inimputable y que la responsabilidad de custodia del loco recaía sobre el centro sanitario. Aquello parece que convenció sobremanera al abogado de la defensa. Dos días después me volvieron a llamar como parte del jurado, y fui.

Allí fuimos informados todo el jurado, que se trataba de un caso de asesinato pasional. Al parecer un marido había quemado a su esposa porque éste le había sido infiel con otro hombre. Vi al acusado; no parecía estar afectado. Los días pasaron y todo el jurado se reunió para ofrecer nuestra sentencia.

Un hombre de cuarenta años dijo que no estaba demostrado que el acusado lo hubiera hecho. “Al fin y al cabo”, dijo, “existe la duda razonable”.

Una joven que había llamado bastante mi atención porque era muy guapa, contestó que ella pensaba que la duda razonable no existía, porque el acusado había sido encontrado con la gasolina en su coche.

Otro hombre repuso que mucha gente tenía gasolina en el coche, para cualquier caso de emergencia, pero que él creía que era culpable. Cuando le preguntó el presidente del jurado por qué pensaba eso, contestó con una evasiva y se calló.

Para mí era culpable. Al final, fue a la cárcel con una pena de veinte años. Un año después se suicidó. Después, me enteré por las noticias de que la mujer había sido asesinada por otro amante suyo, el cual se había presentado personalmente en una comisaría.

Al escuchar esto me miré en el espejo y bajé mi mirada hasta mis manos. Me senté en el sofá, frente a la televisión. Las manos empezaron a temblarme. Me encendí un cigarrillo. Cerré los ojos pero tuve que abrirlos rápidamente porque la cara del acusado se me venía a la mente como un cuadro en un museo vacío con la sola presencia de mí mismo. Sentí vértigo. Claustrofobia.

Él y yo, culpable contra inocente. Evité mirarme al espejo del salón al ir a la cocina a ponerme un café.

El bebé de los vecinos comenzó a llorar y a chillar entonces. Me tapé los oídos. Estaba volviéndome loco, pero a mí nadie me tenía bajo custodia. Somos libres para elegir el mal o el bien, pero, ¿y si uno ha obrado con buena fe..?

Al pasar al salón me miré en el espejo. Lo que vi me asustó...

“Eres tú mismo; multitud en soledad”, murmuré.

 

El ocaso

Hace dos meses que me diagnosticaron cáncer de pulmón. Entonces mi hijo mayor se volvió conmiserativo, casi caritativo diría. Se acercaba a mi cama a escucharme lo que hace tanto tiempo quería haberle dicho, pero él no había tenido tiempo de escuchar ni yo de hacerle comprender.

Yo, viendo su cambio entonces, comprendí que las últimas palabras son siempre, como el ocaso del sol, las que nunca dejan de escucharse. Porque son las últimas, porque “se suele escuchar a quien pronto ya no dirá nada”, como dijo Shakespeare.

Las entrañas me ardían, mi cuerpo languidecía como una flor secándose sin agua en primavera. Comprender y poner los ojos en lo pequeño del universo es la vía para comprender lo grande, recordé que dijo Rilke. Comprendí que yo mismo era ahora esa flor que muere rodeada de vida.

Me consumía. Ante el pequeño espejo de mano, los huesos de mi cara me facilitaban ver claramente cómo sería mi calavera. Me vi muerto. Cerré los ojos y escuché el mundo a mi alrededor; yéndose, deslizándose, alejándose y luego entrando en mí. Rememoré entonces este cuento de mi infancia que escribió Chesterton:

“A un niño le dijeron que tenía todo el jardín para jugar y todas las flores, menos una, esa no podría tocarla porque era sagrada y capital.

”Pero el niño, cansado de jugar con todas, llegó un día hasta a esa flor y, al verla tan bonita y tan fresca, tan solitaria y tan perfecta, comenzó a tirar de ella para arrancarla. Entonces, escuchó cómo a lo lejos una casa se derrumbó. El muchacho asustado, entró en casa. La flor seguía allí, perfecta y fresca.

”Otro día, el niño volvió a acercarse a la flor y a intentar arrancarla, tirando de ella. Pero la flor no se movía, porque estaba bien enraizada a la tierra. Al seguir tirando con todas sus fuerzas, vio cómo su propia casa caía y se derrumbaba a sus espaldas. Entonces el niño le dijo a su padre conforme éste se acercaba a él:

”—Me diste varias razones complicadas e inútiles por las que no debía arrancar esta mata de raíz. ¿Por qué no me diste las dos mejores; primero, que no puedo, y segundo, que causaría daño a todo lo demás si lo intentaba?”.

Abrí los ojos al rememorar este cuento de mi infancia y vi a mi hijo a mi lado mirándome, con su cara plegada por el miedo. Le sonreí. Le di la mano porque quería que se acercase y me escuchase decirle las últimas palabras. Mi hijo se acercó asustado.

—Me voy, pero estaré contigo, ¿entiendes?

Pero él sólo pudo articular una pequeña mueca de complacencia. Lo entendí, entendí que la muerte sólo la entiende en toda su complejidad el que la sufre.

“Has malgastado el tiempo y ahora el tiempo te malgasta a ti”, pensé rememorando las palabras de Shakespeare. Allí estaba mi hijo delante de mí, tenso, timorato, esperando cualquier pretexto para salir de aquellas tinieblas en donde me estaba consumiendo. Cerré los ojos y me hice el dormido.

Al sentir cómo mi hijo se marchaba creyendo que yo estaba dormido, no pude contener dos lágrimas que, calientes, descendían quemándome, abrasándome, calcinando mis resecas mejillas cadavéricas. Y me acordé de la flor.

 

En el Hades

Después de tres fracasos inútiles por conquistar la ciudad junto al río Durius conocida por todos como Numantia por parte de los cónsules Q. Pompeyo, M. Popilio Laenas y C. Hostilio Mancino, el cual no sólo no pudo conquistar la ciudad, sino que fue rodeado por los numantinos, por lo que tuvo que pedir la capitulación, lo que produjo en el Senado de Roma, y conforme al derecho fecial, que el mismísimo cónsul fuese desnudado, atadas sus manos y presentado ante las puertas de las mismas puertas de Numantia, sin que los indígenas aceptaran esta rendición ignominiosa, han pasado tres años de tregua en los que Roma ha resuelto otros temas más importantes, como la lucha contra los vacceos.

Pasados los tres años después de la humillante exposición del cónsul Mancino, hemos llegado a Hispania bajo las órdenes del cónsul P. Cornelio Escipión Emiliano, el vencedor de Cartago. Su imagen es, pese a su fama, pacífica y serena, sin ningún rastro de belicosidad o de fiereza. Su presencia ha llenado de gozo mi anhelante para la lucha pecho. Al llegar al campamento junto a la ciudad, el verano se nos ha echado encima; pero los 50.000 soldados, ávidos de lucha, hemos sido movilizados sin pausa para castigar a los vacceos, territorio que queda a la espalda de Numantia. Polibio, un soldado con el que he trabado una íntima amistad, se ha destacado por su fiereza. Cuando llegó al campamento, venía cubierto de sangre. Avisado por un soldado, se quitó un trozo de oreja enemiga que se le había quedado pegada al pelo. Aquello fue divertido.

Nuestro cónsul ha sabido cortar el suministro de víveres a la ciudad e impedir que ésta reciba ayuda por el río Durius, para lo cual ha mandado cortar el paso del río mediante la construcción de presas. Hasta ahora el tiempo ha sido benévolo con nosotros. Júpiter nos guía con recta mano.

Tras quince meses de sitio, en los cuales los habitantes de Numantia han intentado llegar con nosotros a una paz sin resultados, pues Escipión Emiliano sólo ha aceptado la paz sin condiciones, nos aburrimos. Mañana el cónsul nos ha ordenado entrar al asalto.

Hoy hemos entrado. Ahora que arde la ciudad y Escipión Emiliano yace en su tienda, cuando Apolo recoge el sol con su carro y el trigo se adormece bajo tranquilas oleadas mecidas por el suave Céfiro, ahora en mi tienda intento ordenar mis pensamientos. Lo que he visto ha dejado honda huella en mi pecho.

A la mañana, cuando soplaba un poco el Bóreas y las armaduras restallaban con sus metálicos sonidos, las espadas envainadas y el cuero de nuestras sandalias se empapaba con el polvo del reseco campamento, fuimos ordenados entrar en la ciudad fantasma.

Utilizados los arietes, entré bajo el mando del tribuno C. Claudio, pariente del cónsul. Pasamos el pórtico desértico a través del cual pude ver dos ratas a la carrera zigzagueando hasta llegar a la fuente de la plaza de la ciudad. Allí encontramos un cementerio humano. Sus bocas abiertas, sus pechos desnudos, sus heridas abiertas bajo las dagas durmientes y ensangrentadas. El eco a muerte asoló mis oídos. Nadie hablaba. Un soldado a mi derecha comenzó a vomitar, pues el hedor a putrefacción era hiriente a los ojos. Aquello era un festín que las ratas no estaban dejando pasar fácilmente.

Entonces, penetramos por la calle principal hasta que fui ordenado, junto con otros dos soldados, entrar en una de las casas junto a lo que antes fuera una fragua. El que iba por delante mía empujó la puerta y entramos hasta la sala principal, pero no vimos nada. Podíamos escuchar los gritos de las órdenes que se daban para asaltar la ciudad espectral. Yo, presa de la turbación, subí hasta la planta superior; las piedras de las paredes parecían insultarme mascullando. Al empujar la puerta de la primera habitación, me encontré con una madre y su bebé muertos en la cama. El bebé había muerto de hambre, sus labios estaban desgarrados por el dolor de la agonía. La madre, su pierna derecha enrollada entre las blancas sábanas, era la viva imagen de la desesperación y del horror.

Me acerqué a ella magnetizado por el espanto. Rodeé la cama hasta enfrentarme al cuerpo de la mujer, cuyo pelo negro alborotado le caía hasta el pecho blanquecino, en donde tenía clavado una daga cuyo puño estaba decorado con signos celtíberos simbolizando dos ojos grandes y fieros. En medio del silencio de la muerte, una rata salió desde debajo de la cama y se cruzó bajo mis pies, por lo cual exhalé un desgarrador grito de pánico. Mi querido Casio subió pertrechado para la lucha al escuchar mi grito. Entró en las estancias y se tapó la boca. Ambos nos miramos. Luego, escuchamos cómo el tribuno daba orden de incendiar la ciudad. Estábamos en el mismo infierno. Como el mismísimo Ulises, habíamos entrado vivos en el infierno pero, nosotros, nunca más volveríamos a ser los mismos. Viviremos con las ratas y veremos cómo ellas vendrán a devorarnos a nosotros, pobres mortales orgullosos.

Nunca saldremos de esta Troya ibérica.