Letras
Dos relatos

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El maniquí

Una de las acepciones que da la Real Academia Española de la palabra maniquí es la siguiente: “m. Figura movible que puede ser colocada en diversas actitudes. Tiene varios usos...”.

Esta es la historia de un maniquí que era exhibido en el escaparate de una céntrica y afamada tienda de modas de la ciudad. Tenía figura de mujer. Siempre armoniosamente vestida, de continuo en la misma elegante posición, con los brazos abiertos y una expresión facial congelada. A su compañero maniquí le ocurría lo mismo. Hacían buena pareja.

Un día se cansó de estar allí y le propuso al compañero dar ya avanzada la noche un paseo por la ciudad. Su compañero era tímido y al principio se resistió, pero logró convencerle.

Y en una de las noches, ya de madrugada, salieron y pasearon a la luz de la luna por entre los árboles de una gran alameda, se acercaron a fuentes de cristalinas aguas, deambularon bajo farolas encendidas, respiraron el aire fresco hasta el amanecer y les gustó. ¿Y si lo hacían más veces? Cuando se cansaron, regresaron a su escaparate.

Pero tuvieron un problema. No recordaban cuál era la posición corporal exacta que tenían en el escaparate antes de partir. ¡Bueno, qué importancia tenía esa cuestión!

A la mañana siguiente cuando la tienda abrió sus puertas al público, una niña y su madre se detuvieron ante la amplia cristalera del escaparate y la niña dijo a su madre:

—¡Mamá, mamá!

—Dime, hija.

—Ese maniquí no está igual que ayer.

—Hija, le habrán movido los brazos o el cuerpo. A veces lo hacen.

—No, mamá. No, no son los brazos ni el cuerpo.

—¡Ah! Entonces, ¿qué?

—Hoy tiene una sonrisa en los labios y ayer no se reía, mamá.

 

Charlie, el fantasma

Carlos —Charlie para sus amigos— estaba decidido a hacerlo...

Carlos y Diana son dos personas a las que gusta mucho la diversión y las bromas. Empezaron sus relaciones como pareja hace tres años. Ella tiene veintiocho años y él treinta. Él vive en la buhardilla de un barrio periférico de una gran ciudad española y ella con sus padres.

Carlos dejó en los primeros años sus estudios de psicólogo en una universidad y trabaja ahora como mecánico de motores de coches de carreras. Le gusta mucho la música. Olvidó ya la canción protesta y tiene ahora como ídolo musical a Bruce Springsteen. Es un amante apasionado del rock y cada vez que puede escucha “Born in the U.S.A.” y “Thunder Road”, dos de sus canciones preferidas, a todo volumen, en su casa o en el coche. Lleva pendientes en ambas orejas y un tatuaje en la espalda, a la altura de un omoplato. Uno diría, a la vista de su aspecto externo, que está de vuelta de muchas cosas en la vida.

Diana es una hermosa mujer. También abandonó los estudios de Letras en la Facultad, pero siguió por su cuenta indagando en bellos mundos escondidos entre las páginas de los libros de los escritores más conocidos y no tanto. Le agrada leer de todo. En ocasiones le preguntaba a Carlos que por qué no leía algo, por ejemplo, a Charles Bukowski. ¡Te encantará! —le decía, añadiendo a continuación: “un día te voy a dar a leer ‘Deje de mirarme las tetas, señor’, y ya me dirás. En un aspecto que yo me sé te pareces a Big Bart, el protagonista”. La lectura no entusiasmaba a Carlos.

Diana ama además la música. La salsa es su pasión. Se sumerge en el mundo de la salsa, el latin jazz y otros ritmos de origen africano. Todos estos bailables la excitan. Tiene compactos de los grandes cantantes de estos ritmos: Celia Cruz, Fania, Ray Barretto, Tito Puente, Cachao, Lavoe, Willie Colón, Rubén Blades... Estuvo tomando clases de salsa durante dos años y la baila con la desenvoltura de una potranca caribeña. Es supervisora de personal en un centro comercial de gran extensión.

Los padres de Diana pertenecen a otro mundo aparte. Viven en una zona residencial de alto nivel en la misma ciudad y poseen una casa en el campo, a la que escapan cada vez que pueden. Tienen además tres hijos varones, con sus vidas ya organizadas e independientes. También aman la música. Sus compositores preferidos son Mozart, Beethoven y Schubert. Al padre le encanta escuchar las sinfonías de Beethoven, sobre todo la “Pastoral” y la “Coral”, y de Mozart, las números 40 y 41. La madre prefiere, sin embargo, a Schubert y sus impromptus y momentos musicales.

Con dos mundos tan dispares, uno clásico y conservador y el otro moderno y liberal, no es de extrañar que los padres de Diana no hayan admitido todavía en la familia a Carlos. No le conocen personalmente siquiera, aunque tienen referencias de él, para ellos nada gratas. No quieren saber nada de su persona.

Ante esta situación, a Carlos —Charlie para Diana— se le ocurrió, una tarde en que hacían el amor en su buhardilla, una idea que expuso a su novia: hacerse pasar por un fantasma en el caserón campestre de los padres en uno de los fines de semana y asustar un poco a los que para él eran unos señores “estirados” y además, para más inri, hacer el amor en la habitación de Diana durante toda la noche como si se tratase de la luna de miel de unos recién desposados. ¡Toma ya! —terminó diciendo Carlos.

Al principio a Diana le pareció una idea descabellada e infantil. ¿Y si te cogen? ¿Y si están mis hermanos pasando también allí el fin de semana? ¿No crees que resultaría excesivo? ¿Todo eso se merecen mis padres? Charlie tenía respuesta para todas las preguntas. Parecía que el rugir poderoso de los motores de coches en su profesión se había transmitido a su sangre. A veces también su sangre rugía o a él se lo parecía. Tuvo la habilidad de convencer a Diana con palabras sutiles y acariciadoras. ¡Si es una broma inocente! ¡Ni siquiera voy a hablar! ¡Me verán sólo fugazmente envuelto en una sábana! ¡Si cuando todo esté en silencio será cuando estaremos tú y yo, mi cielo, solitos en tu habitación! ¡Ni se van a enterar!

Tras varios cambios de impresiones y después de discutir detalladamente todos los extremos del plan, Diana, a la que excitaban las bromas como a Carlos o más, quedó convencida, aunque a duras penas.

Se escogió un fin de semana en que estaría en la casa de campo la familia al completo, incluidas las esposas y novia de los hermanos de Diana.

Diana procuró calcular bien la hora de llegada en el coche de Charlie. Creía más conveniente que todos estuviesen ya en el salón, listos para la cena. Lo más a propósito era telefonear antes de la llegada para anunciar que llegaría algo tarde debido a problemas en el trabajo. Y así lo hizo. Se aseguró de que todos estarían reunidos para cenar.

El caserón campestre estaba rodeado en todo su perímetro por un gran y espeso seto de plantas, superior a la altura de una persona, perfectamente cuidado. La puerta de acceso desde el jardín a la casa era una gran cancela de hierro bellamente forjado, de la que partía una senda de unos diez metros de longitud por la que se llegaba al portón de la vivienda.

Carlos y Diana llegaron alrededor de las doce de la noche. Ésta entró y se dirigió al salón para saludar a sus padres, hermanos y cuñadas. Y Carlos quedó en el coche, que ocultó tras los árboles de un bosquecillo cercano, a unos treinta metros, volviendo a pie y agazapándose tras la parte externa del seto, en espera de que Diana abriese la puerta de la cocina que daba al jardín para poder entrar en la vivienda.

Pasados diez minutos, Carlos oyó abrirse la puerta de la cocina y vio a Diana que le hacía señas con una mano. Saltando el seto por la parte convenida y preparada de antemano, se introdujo en la casa y se dirigió, según el plan previsto, a la habitación de su novia, en la planta baja, en un extremo de la vivienda. Y allí quedó oculto mientras Diana regresaba al salón con su familia, que ya estaba casi a mitad de la cena.

Cuando hubo acabado la cena, los hermanos y cuñadas de Diana se retiraron a sus habitaciones en la planta segunda del edificio. Y Diana hizo lo propio a la suya. Charlie estaba oculto tras un mueble del dormitorio. En el salón habían quedado los padres.

Charlie esperó una hora. Reinaba un silencio profundo en la casa. Desde el bosquecillo cercano llegaban claramente los cantos de los grillos y las cigarras. Se enfundó la sábana cubriendo todo su cuerpo, dejando libres los ojos por dos orificios practicados en ella y salió descalzo al pasillo, pasando lentamente una vez en cada sentido ante las puertas abiertas de par en par del salón. Con el rabillo del ojo pudo observar a los padres de Diana.

El padre dormía con la cabeza hacia atrás, girada hacia un lado, sentado en un gran sillón de cuero, junto a una lámpara de mesa, con un libro abandonado entre las piernas. La madre, también sentada en otro sillón, tenía unos cascos en las orejas por los que escuchaba al parecer música en ese momento. Seguramente sería a Schubert.

Y la madre vio al fantasma. ¡Vaya si le vio..! Abrió los ojos con enorme sorpresa y pavor, pero no pudo gritar a pesar de sus esfuerzos.

Charlie aceleró precipitadamente los pasos y desapareció.

Una hora más tarde todavía seguía la madre sentada en la misma posición, inmóvil, con los cascos puestos, la cara desencajada y los ojos desmesuradamente abiertos...

Diana y Charlie vivían a esa hora una loca noche de amor.