Letras
Tres cuentos

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Cuento Nº 1

—No me mires.

Claudio se resignó y cerró los ojos. De todos modos la seguía viendo; podía dibujar con exactitud aquél cuadro aunque sus ojos estuvieran cerrados: Laura llorando en el inodoro fumando el quinto cigarrillo de una serie que acompañaba hora y media de monólogo.

Los cuatro sentidos restantes de Claudio lo absorbían todo, ahondando en él un hueco de tristeza.

Respiró el hedor de lo rancio y descuidado. Un olor de cariño que supo ser fresco y se dejó estar.

Saboreó el dulzor de una lágrima que no pudo derramar. Lamió cada rincón de su locura y tragó con asco aquello que algún día le quitó el hambre.

Oyó impasible el reproche que faltaba y el grito del hastío y contó el número de veces que el eco del bañó se los recordó.

Acarició el cabello que un sudor abrazaba a una frente que ya no le pedía besos y bajó hasta unos labios que destilaban congoja, descendiendo al valle al cual se prendió con fuerza, para llevársela consigo en una despedida, al país de los amores pasados.

Cuando abrió los ojos, su mano la había dibujado muerta.

 

El inútil

El Sr. Ordóñez no sabe si regar las plantas ahora que su esposa lo ha dejado. No merecen vivir sin ella. Por otro lado merecen vivir por su recuerdo. Ordóñez cree que realmente se está preocupando por cosas superfluas desde que nadie apaga la luz. Para qué, si siempre está apagada ahora. Qué necesita ver después de todo si su cara de desgraciado la conoce de sobra. Y esas plantas le dan bronca a Ordóñez y ternura a la vez y una sensación de impotencia que le dan ganas de romper una por una las hojas de malvones, potus, ficus y helechos. Aunque quisiera conservarlas no sabe ni siquiera cuánta agua hay que ponerles y si van a la luz o a la sombra. Tampoco sabe si el arroz va antes o después de que hierva el agua y ya hace tres días que sólo come criollitas con foie gras. Tampoco tiene hambre. Qué falta hacen la morocha y sus caderas vestidas con delantal floreado. Y ese cuerpo que se hacía gigante al lado de su pobres huesos en la cama. Qué vacía la cama, qué silenciosa la casa, qué flaco él, qué tetas las de Paula, qué buenos inviernos.

Las plantas definitivamente lo miran y sin duda le gritan el nombre de la dueña de las caderas, del abrigo de sus huesos, con esa voz chillona, insoportable, que sólo los malvones, potus, ficus y helechos pueden tener cuando al unísono se ensañan con alguien. Ordóñez va al lavadero donde la ropa se ha ido acumulando desde hace días y busca el kerosén. Toma al potus de rehén y amenaza asesinarlo. Con la lata de kerosén a las raíces, la pobre planta parece mirar a sus compañeras, que dejan de gritar el nombre de Paula para suplicar por el potus y odiar a Ordóñez. Ordóñez sabe que han aprendido la lección pero ya no puede volver atrás. No, el instinto criminal está encerrado en cada uno de nosotros y Ordóñez es nosotros y es despecho y es soledad y derrama el kerosén en la tierra del potus que gime suavemente, se convulsiona un poco y perece ante el horror del ficus, el helecho y el malvón. Ordóñez es ahora Judas, Hitler, Chapman y hasta el más débil saca fuerzas extraordinarias en situaciones límites. Raíces, tallos, hojas lo envuelven hasta asfixiarlo y desintegrarlo con ácidos de clorofila y un poco por qué no de su propio kerosén justo a tiempo para dejar todo impecable cuando Paula abre la puerta con su valija, renovada por esos cinco días en las termas de Río Hondo con amigas.

—¿Sobreviviste, Julio?

 

Cuento de la plaza I

Vuelve atormentado el poeta a su casa. Los hechos se sucedieron de esta forma:

domingo sin nada que lo haga menos depresivo que los comunes ahora que Soledad lo ha dejado en casa y se ha ido al cine con la bocina escuálida de su amiga, decide abandonar su casa para no enterarse de que nadie lo va llamar para ir a comer un asadito o tomar unos mates. Calle derecha, calle derecha, calle derecha, calle derecha, calle torcida derechito hasta la plaza sin más riqueza que su libretita, un lápiz y su oportunismo. Detesta a los niños pero se ama a sí mismo y por lo tanto va a intentar darles una oportunidad, aunque apenas logra convencerse de que un enano mocoso y embarrado pueda hacerle quebrar el silencio de su libreta estos últimos meses en que los demasiados años de él y los escasos años de Soledad se enemistan. Pues bien, este poeta se acomoda en un banco epicéntrico, estratégico, desde el cual madres, perros y niños parecieran dar una función para él, único espectador, ávido de ese verso que lo salve del anonimato, mucho pedir, o que le salve siquiera este domingo que lo discrimina, menos pedir.

Se dirige contento Tobías a la plaza de la mano de su madre bulldog de pocos amigos, harta de que suex marido le encaje siempre el chico los fines de semana para irse con su novia 20 años más joven de campamento orgiástico a General Belgrano y luego traiga algún bicho canasto y se postule como Superman, Batman, Aquaman y toda la Liga de la Justicia y la reconcha de su hermana frente al nene. No importa: Tobías llega a la plaza y se absuelve de la madre de su mano para recorrer las instalaciones y marcar territorio. Se planta en medio de la zona de juegos y pega una vuelta entera observando minuciosamente a cada una de las personas que en ese momento se encuentran allí y qué va, que se detiene en un punto, observa más detenidamente, planta una sonrisa diabólica y se dirige hacia su presa sin escrúpulos.

El poeta se da vuelta cuando alguien lo llama con un golpecito en la espalda. La mano que sale de detrás del banco pertenece a un piojo repugnante lleno de mocos secos en los orificios nasales y mejillas rosadas como el culo de un cerdo. No trata de sonreír y por tanto no lo hace; siquiera se digna a hacer un gesto tan asqueroso como es necesario para indicarle al chico que es domingo y Soledad prefiere pasar tiempo con amigas total él es un viejo fracasado que ya ni puede escribir un puto verso y qué querés pendejito.

Tobías se queda embobado con una mariposa posada en una espalda que resulta llevar un mono con cara de malhumorado en el envés. Saca la lengua y sale corriendo detrás de un árbol, cuando el simio mueve sus ojos como Mojo Jojo. Luego de diez segundos detrás del árbol vuelve hacia esa espalda que ahora tiene dueño y se ha convertido en un juego.

Nuestro poeta se despabila y empieza a mirar al borrego con otros ojos; saca la libretita y el lápiz y garabatea como un intelectual así y asá y pone cara seria y saca apenas la puntita de la lengua.

Tobías está muy divertido con esta nueva clase de zoológico. Se atreve a tocar la nariz del mono que tiene delante y se ríe cuando logra esquivar el tarascón que éste le tira. Le arrebata su banana y sale corriendo.

—Señora: su hijo me robó mi lápiz... Dígale que me lo devuelva.

Vuelve a su banco indignadísimo pero con su lápiz y orgulloso del solemne discurso que acaba de dar a la madre del engendro ese.

Tobías se enfrenta al macaco nuevamente y esta vez sólo lo mira como buscando revancha. El mono a su vez lo mira y come banana, lo vuelve a mirar y vuelve a comer como si el pobre Tobías le diera hambre.

El poeta no logra entender por qué entonces mira a su alrededor cuando ese infante mugriento se lo señala.

La plaza está vacía: ni madres, ni perros, ni prole, ni pochoclos. Eso sí, el subibaja sube y baja, la hamaca se hamaca, la calesita calesitea, y el tobogán parece reírse de él. Tobías desapareció también

Vuelve atormentado el poeta a su casa.

—Perfecto, Sole. ¿Te pensás que no puedo arreglármelas solo?