Letras
La lágrima

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Fue tan grande el dolor por el fallecimiento de mi sombra, que toda la angustia se congeló en mi pecho. El mar de lágrimas que pugnaba por brotar inundó mi garganta y mis mucosas con un sabor salado que luego fue creciendo hasta convertirse en salmuera; me quemaba como el ácido sin ninguna lástima. Mis pupilas ardían del mismo modo que si un limón se hubiera exprimido en ellas.

No pude soltar el llanto. No pude llorar. Las lágrimas se habían condensado en una sola. Sentí una presión desgarradora en el lagrimal izquierdo mientras éste se abría, pariendo una gota inmensa, cristalina y dura que se deslizó por la mejilla, se demoró en el pecho como acariciando el corazón, y ahí sí, por el vértice puntiagudo y estrecho, lloró pequeñas lagrimitas que mojaron mi blusa. Luego cayó en mi regazo y me sorprendí al descubrir que no se había roto. Permaneció intacta como si fuera un cristal. O un diamante. La recogí y la miré, alucinada. Aunque su fulgor me encandiló, pude ver a través de ella, tan pura era. La guardé en un pequeño estuche de terciopelo dentro de mi mesa de luz.

Esa noche mi sueño fue invadido por escenas de extraña puerilidad. En la ensoñación, mis ojos vieron un desfile de innumerables tortugas azules con tacos altos que marchaban por una vasta avenida en perfecta sincronía. Cubriendo sus cabezas, sendas capelinas coloradas en cuya ala relucía la gota, la lágrima. Luego me vi batallando, entre anonadada y dubitativa, con una araña verde, de guantes blancos, larguísimas y negras pestañas. Entre ceja y ceja, relucía la gota, la lágrima. Daba grandes zancadas tratando de alcanzarme pues yo huía despavorida. De pronto un sonido muy particular me despertó, arrancándome de las delicias de mi pequeño zoológico policromo: alguien orinaba en el baño. Me asusté, yo vivo sola. Me levanté a esa hora insólita, temerosa, precavida, caminando en silencio como sobre algodones, para ver quién estaba usurpando mi inodoro. ¡Oh, sorpresa! Era la lágrima. Sí, la lágrima de cristal que yo había guardado amorosamente en el estuche de terciopelo. Dado el cuadro de situación, no pude asociar la escena anterior, cuando lloraba sobre mi pecho, con la de ahora, instalada en el water y derramando un chorrito sonoroso color topacio, y llegué a una sola e insólita conclusión: estaba orinando. Una cosa es segura: nadie va al inodoro a llorar salvo que tenga una razón muy justificada. Cuando terminó, la guardé nuevamente en el lugar acordado para ella.

Logré conciliar el sueño nuevamente pero resultó inútil el intento por reencontrarme con las tortugas y la araña. Principalmente con esta última, pues nunca sabré si la araña me perseguía con fines bélicos o idílicos. Recuerdo su mirada vehemente, caída de párpados y rítmico pestañeo, pero como no estoy acostumbrada a que me persigan las arañas, me asusté. Sentí que era víctima del acoso y su actitud me amedrentó.

Ya casi repuntando el alba, otro sonido como a lluvia que moja la tierra me despertó. “Otro día de lluvia, ¡qué mufa!”, dije rezongando. Me desperecé, me calcé la bata, las chinelas y me aproximé al ventanal del living para otear la mañana “lluviosa”. En medio de un profundo bostezo, descubrí a la lágrima regando las aralias del patio. ¡Insólito! pero servicial. Aproveché para indicarle otras macetas que tengo por la casa para que completara la labor de jardinera. No lo hacía mal, lavaba las hojas y humedecía la tierra sin ensuciar ni salpicar. Era más hábil que Dora, la mucama, quien siempre se las arreglaba para dejar las macetas chorreando.

Descubrí en mi lágrima cualidades insospechadas, que ponían en evidencia determinados estados de ánimo y un meritorio espíritu solidario. Me ayudaba tanto a lavar los platos, dejando caer una tenue lluvia de agua cristalina sobre la vajilla, como a llenar la piscina cuando tocaba el recambio y desinfección. Lo cierto es que su capacidad hídrica era inagotable. Me había acostumbrado a su presencia. Dondequiera que yo iba o estaba, allí se encontraba ella; ya sea metida en un bolsillo, apoyada en la frutera mientras exprimía las naranjas, encima de la jabonera del baño esperando que terminara mi ducha, en el reloj que marca el nivel de combustible de mi auto mientras manejaba, o simplemente permanecía quietecita sobre el pupitre, aguardando que finalizara mi clase de literatura en la universidad. Hasta llegué a pensar que escuchaba y aprendía las lecciones, tal era su concentración.

 

Aquella madrugada del lunes me dirigía a la universidad conduciendo mi pequeño sedán. Había tomado la precaución de trabar las puertas y subir los vidrios ya que cargaba, en mi bolso, con el sueldo cobrado el viernes anterior, para depositarlo en mi cuenta bancaria. El trámite era urgente, estaba en descubierto. Prácticamente era la única que transitaba por la avenida a esas horas. El semáforo en rojo me obligó a frenar y, mientras sintonizaba la radio en busca de noticias, me sobresalté ante la abrupta presencia de un hombre en mi ventanilla apuntándome con un arma de fuego. De un culatazo rompió el vidrio y apoyó la pistola en mi cabeza. Exigía que le entregara mi bolso. Yo intentaba resistirme implorándole que me dejara, al menos, los documentos y la foto de mi hijita fallecida. El energúmeno ni se inmutó y empezó a manotearme apoyándome el arma en la sien. Yo me agaché para alcanzar el bolso y entregárselo cuando vi, de repente, que la lágrima dio un brinco y descargó, con todas sus fuerzas, un chorro de agua, a presión, sobre los ojos del forajido, encegueciéndolo. El malandra se llevó las dos manos a la cara dejando caer el arma y empezó a gritar restregándose los ojos con desesperación, como si le hubieran fumigado con veneno. Aproveché para acelerar a fondo y huir mientras espiaba, por el espejo retrovisor, al hombre que se retorcía sobre el pavimento. No lograba entender el alcance de aquel ataque perpetrado por mi lágrima. Si era sólo eso, una lágrima que le lloró encima. Con bastante de fuerza, es cierto, pero tampoco era para tanto. Ante la duda, decidí probar las salpicaduras, resto del chorro que le lanzara en la cara y que escurría por el parabrisas. No lo podía creer, sabía a algo muy salado y peligrosamente ácido a la vez. Recordé un artículo que había leído en la sección científica de la revista del Reader’s Digest respecto a la concentración de lisozima en las lágrimas; cuando éstas son vertidas por emociones felices tales como el amor, la concentración de lisozima es baja, su sabor es dulce o levemente salobre, y las pupilas no sufren la picazón. Cuando son vertidas por el sufrimiento, el dolor, la frustración, el tenor de lisozima aumenta provocando sensación ácida y muy salada con el respectivo daño ocasionado en las pupilas. No sólo acababa de certificar el dato leído, sino que, además, llamativamente magnificado.

La lágrima acababa de salvar mi vida y mi sueldo. Con un acto de salvataje como este, se hacía acreedora a todo mi respeto. La miré con profundo agradecimiento y murmuré: “Bien hecho, amiga”.

 

Por la tarde nos dispusimos —ahora hablo en plural, pues ya la tengo incorporada a mi vida—, a hacer las compras en el supermercado. Mientras recorría las góndolas en busca de los artículos de almacén, noté que la lágrima se sentía de muy buen humor, saltaba y brincaba entre los estantes como llamando la atención. Entonces descubrí la presencia de tres hermanitos junto a su madre y muy cerca de nosotros, en torno de los cuales la lágrima rondaba con cierto donaire. De pronto estaba sobre sus hombros, o parada encima de una golosina, o fluctuando sobre sus cabecitas mientras vertía una fina lluvia que mojaba sus cabellos. Los niños no cabían en sí de la emoción. Jugaban a las escondidas correteando alrededor de las góndolas. La lágrima se ocultaba detrás del agua mineral, de los pañales descartables, en las pilas de chocolate, en los paquetes de harina, en los vasos de yogur o en los detergentes de cocina. Los unía un espíritu lúdico delicioso. Como si se hubiera escabullido de un libro de historias fantásticas. De pronto, se posó sobre el cucurucho de helado que sostenía el más pequeño y permaneció inmutable por unos instantes ante las miradas enternecidas de los hermanos. Pocos segundos bastaron para que el helado desapareciera y el cucurucho quedara vacío. Se lo había tomado todo. El pequeño se puso a llorar y yo tomé distancia llevándome a mi lágrima.

Cuando regresaba a casa, decidí cambiar de ruta y elegí dar un breve paseo por el parque donde yacía cautiva, bajo la mole de cemento del monobloc, mi añorada sombra. Como quien visita la tumba de un ser querido, enfilé hacia allá cautivada por el magnetismo de la añoranza. No era mi intención visitar ningún muerto, ya que mi sombra vive intacta en mi memoria, a pesar de las preocupaciones y los sobresaltos que me generaba casi a diario. Pero se había transformado en una mascota difícil de sustituir. De hecho, jamás lo hice. Polifacética, extrovertida, caprichosa, para definirla de algún modo. Dueña de una simpatía singular, se hizo querer sin vueltas. Despojada de ella, me había convertido en un extraño ser humano que transitaba la vida sin su sombra. Era como perder un referente, la proyección de uno mismo. La soledad. Y aquella patética sensación de no encontrar el equilibrio.

Ese día era tranquilo, no tenía clase en la facultad y necesitaba respirar aire puro. Me senté en un banco y alcancé a ver, a lo lejos, una mancha oscura que se extendía como una alfombra bajo el edificio. Era ella, mi sombra. Estaba intacta, a la distancia. Luego, como atraída por una fuerza sobrenatural, me encaminé hacia ella y me detuve a un costado, melancólica, nostálgica por los gratos recuerdos que afloraban a mi mente. Deteriorada y reseca. Así la vi. Rendida a los avatares del tiempo y las circunstancias. ¡Cuánta gente le habrá caminado encima! ¡Cuántos perros y gatos la habrán orinado! ¡Cuántos niños con sus juguetes la habrán fustigado! Me invadió un extraño sentimiento de culpa.

Mientras tanto, la lágrima permanecía muy quietecita en mi hombro, silenciosa, concentrada; como si adivinara mi nostalgia. De pronto, dio un brinco y se posó sobre el busto de bronce de Manuel Belgrano que se levantaba muy cerca de la sombra y, como si le hubiera transferido mi estado emocional, empezó a llorar. Primero suavemente, lluvia fina, etérea, casi intangible. Garúa. Luego fue aumentando, creciendo en caudal y en fuerza hasta transformarse en algo parecido a una canilla abierta, tal era el chorro que emitía. Traté de calmarla, de consolarla. Era inútil. Escapaba a mis posibilidades volverla a la cordura. El llanto continuó in crescendo hasta convertirse en algo imposible de controlar; como si un río hubiera desbordado el cauce inundando todo el parque, y el nivel subía, subía, subía. A continuación, curiosamente, las aguas fueron ascendiendo sólo en torno del edificio opresor ante las miradas atónitas de los transeúntes que se detenían a presenciar el fenómeno. Entendí que la inundación quedaba circunscripta al área del monobloc. Un rigor de catástrofe se podía adivinar en sus rostros despavoridos. No era para menos. Pocos minutos bastaron para que el edificio quedara sumergido bajo el agua. La lágrima, inagotable, lloraba, lloraba, lloraba sin pausa. Los bancos de la plaza, los árboles, los autos cercanos y todo cuanto había rodeando a la construcción quedó sumergido. Las hojas otoñales se deslizaban como pececillos dorados, verdes, amarillos, y las rosas abrían y cerraban sus pétalos en delicado vaivén. Sólo el rostro de Manuel Belgrano permanecía inalterable, fiel testimonio de la historia que fue. El nivel del agua continuaba subiendo varios metros por encima de la azotea. De pronto, ocurrió lo inesperado: la enorme mole de cemento empezó a elevarse. Se desprendió de su base y quedó flotando como un cubo inmenso en medio del agua. Lentamente, la sombra, que no tan en paz descansaba hasta ese instante, se movió desperezándose. Un leve sacudimiento le devolvió su antigua forma. Entre ondulantes zigzagueos se deslizó, como una manta raya, por las aguas mansas y vino a mí. Se esparció a mis pies, como antaño, sumisa y regalona, mientras la gota, diligente y presurosa, recuperaba su lugar sobre mi hombro y cesaba de llorar.