Artículos y reportajes
Ernest HemingwayHemingway:
vida, pasiones y muerte entre
libros, guerras y periódicos

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“Nadie es una isla completo en sí mismo; cada hombre es un pedazo del continente, una parte de la tierra; (...); la muerte de cualquier hombre me disminuye, porque estoy ligado a la humanidad; y por consiguiente, nunca preguntes por quién doblan las campanas; doblan por ti”.
John Donne, poeta inglés (1572-1631).

Un hombre con barbas blancas se toma un vino en la esquina más solitaria del bar, el humo del cigarro es el camuflaje de mil historias vividas, escritas, soñadas, que me seducen y quiero penetrar en su isla; habitar un pedazo de su continente. No pretendo molestarlo.

Podría ser aquel hombre el espíritu de un gran escritor o un periodista aventurero. Una nube apalabrada en el tiempo... Desde safaris africanos hasta La Habana, París, la Guerra Civil española y los encierros de San Fermín, o desde la vida como corresponsal de guerra, periodista de sangre y palabras, escritor de novelas tan exitosas como El viejo y el mar(premio Pulitzer, 1953), Adiós a las armas(1929), Hombres sin mujeres (1927), Cuando nazca el sol (1926) o Por quién doblan las campanas (1940), hasta el premio Nobel de Literatura en 1954. Trato de hablarle silente a ese hombre, de ver a través de sus ojos, quizás piensa en sus aventuras pasadas, los toros, las guerras, las bohemias literarias, o su paranoia y el suicidio; Ernest Hemingway voltea su rostro y me hace una señal de silencio: “Se necesitan dos años para aprender a hablar y sesenta para aprender a callar”.

Tres guerras, tres hijos, cuatro matrimonios y una pasión por vivir y testimoniar, un hombre que optó por aprender de la propia vida antes que ir a la universidad. Ernest Hemingway (1899-1961) es considerado uno de los escritores norteamericanos más emblemáticos de la llamada “generación perdida” entre las dos guerras mundiales, junto a Francis Scott Fitzgerald, William Faulkner, John Steinbeck, con quienes compartió junto a Ezra Pound y GertrudeStein, también Pablo Picasso y Henry Matisse. Unidos en el París de los años veinte entre bohemias, disputas y pasiones, desde las que aprendió a enfocar aun más su vocación literaria, de aquí nació su libro París era una fiesta, publicado póstumamente en 1964. En realidad siempre odió los círculos literarios, aun más a los críticos literarios, opinando que ninguno de éstos le había enseñado nada.

¿Por quién doblarán las campanas? Así como la pesadilla de algunos puede ser el sueño de otros, Hemingway no quiso quedarse como un simple reportero; la vida era una divina aventura y trató de retratarla de esta manera en sus trabajos periodísticos y, aun más allá, en sus cuentos y novelas. No exageramos al citar al cubano Norberto Fuentes en el prólogo de su libro Un corresponsal llamado Hemingway (La Habana, Ed. Arte y Literatura, 1984), cuando expresa: “Una compañía norteamericana de seguros de vida informó en el año 1968 que el periodismo era el oficio más peligroso del mundo. Esto fue recibido como un agravio por personas ajenas al oficio. (...) Pero lo que se ofrecía era el resultado de una encuesta rigurosa. Las estadísticas decían eso. Un vocero de la compañía precisó que esos tipos —los periodistas— están en todas partes”. Ese es el carácter arriesgado de Hemingway, que huye de su casa a los quince años, aunque regresa poco después para seguir estudiando, y practicar el fútbol y boxeo, deporte que le provocó, además de una fractura en la nariz, la pérdida de la agudeza visual en un ojo.

Ernest Hemingway (1918)Kansas City Star, Toronto Star, Transatlantic Review y otros periódicos y revistas norteamericanos y europeos contaron con sus reportajes desde el lugar de la acción. A pesar de ese problema de visión le impidió enlistarse para la Primera Guerra Mundial, aun antes de Estados Unidos aliarse, por lo cual se unió como voluntario al servicio de ambulancias de la Cruz Roja italiana, resultando herido en una pierna, pero esa experiencia nutrió una de sus más importantes novelas, Adiós a las armas.

Un escritorio tranquilo no era el lugar paradisíaco para el joven Hemingway, prefirió ser corresponsal de guerra en los posteriores conflictos bélicos europeos. Así como grandes escritores hispanoamericanos como César Vallejo, participó en el bando republicano en la Guerra Civil española, en la cual se basa Por quién doblan las campanas.

Sigo observando al viejo del cigarro humeante y boina de cuadros en la esquina, de cuerpo grande; debió de ser muy atractivo en sus años de juventud; por las cicatrices, pleno de experiencias y pasiones; desvío la vista para no incomodarlo y retomo la lectura. Sobre Hemingway, Gabriel García Márquez comentó que era “un hombre azorado por la incertidumbre y la brevedad de la vida, que nunca tuvo más que un invitado en su mesa, y que logró descifrar como pocos en la historia humana los misterios prácticos del oficio más solitario del mundo”. Esto es refiriéndose al periodismo, pero si le añadimos la ocupación de escritor, sería doblemente solitario; paradoja en un hombre que celebró la vida desde su cenit y sumergido en tórridos romances, pero sí, es cierto, el mundo de los silencios es fundamental para la creación literaria. El autor de El verano peligroso (1960) lo sabía y era infalible en eso de no permitir testigos en sus manuscritos hasta que la obra no quedara culminada, llegó hasta corregir 39 veces Adiós a las armas antes de publicarla.

“Trabajo todas las mañanas tan pronto sale el sol. No hay nadie que moleste y está fresco y frío, uno entra en calor en la medida que escribe. Se escribe hasta que se llega a un lugar donde a uno todavía le queda jugo y donde sabe lo que va a suceder a continuación, entonces uno se detiene y trata de seguir viviendo hasta el día siguiente cuando vuelve a poner manos en la obra. Cuando uno se siente vacío y al mismo tiempo nunca totalmente vacío, es como un estar llenándose, cuando se ha hecho el amor con alguien a quien se ama: nada puede afectarlo a uno, nada puede suceder, nada significa nada hasta el día siguiente”... Le contestó Hemingway en una entrevista que le realizase George Plimpton en 1954, para su libro Hablan los escritores.

En esa misma ocasión le preguntaron si era necesaria la estabilidad emocional para escribir. Trato de contestarme esa pregunta, miro las sillas vacías alrededor de mi mesa y pienso en esos momentos de desesperación en los que uno escribe; luego relees el desastre. Sin embargo, una persona que ha estado inmersa en tantas situaciones límite, bombardeos, toros (escribió sobre los grandes toreros Antonio Ordónez y Luis Miguel Dominguín), cacerías, pesca... ¿Qué contestaría? El autor del famoso cuento Las nieves del Kilimanjaro responde “uno puede escribir bien en cualquier momento mientras la gente no interrumpa y se quede quieta. Pero cuando mejor se escribe, indudablemente es cuando se está enamorado”.

Entre amores, esposas, escritoras y actrices, viajes, África, Cuba, París, España, la artillería de la Primera y Segunda Guerra Mundial, de la Guerra Civil Española, de la peligrosidad de los encierros de San Fermín y las corridas de toros, representa una plenitud vital impresionante. Increíble de un hombre —como el autor de A través del río y entre los árboles (dedicada a un amor otoñal a los 19 años, platónico, con una bella joven italiana)— que haya expresado: “Quédate siempre detrás del hombre que dispara y delante del hombre que está cagando. Así estás a salvo de las balas y de la mierda”. Quizás ahí fue cuando descubrió que las campanas doblaban por él.

Suenan las campanas la madrugada del 2 de julio de 1961. Se levantó muy cauteloso, sin despertar a nadie, sin sospechas; fueron sus cómplices los silencios de los primeros rayos del sol; tomó una escopeta de cacería Boss —de dos cañones—, la cargó con varios cartuchos, se apoyó contra una de las pareces y apretó los dos gatillos, su rostro desfigurado y la sangre en las paredes fue su última escena. Las sombras dicen que sonreía aliviado ante los fantasmas de la depresión, el cáncer, la gangrena de su pierna o el alcoholismo, o ante la noticia final o la novela inconclusa.

La mesa al final de la barra ahora está vacía, quizás nunca hubo nadie mientras escribía, quizás lo interrumpieron y me disminuyo ante su muerte o me multiplico ante la palabra. Me siento sola, pero no quiero que me interrumpan, sólo concentrarme en ese poema de John Donne. Aun así, sigo pensando en aquel hombre misterioso de barbas blancas que me recuerda la vida, pasiones y muerte entre libros y noticias de algún gran escritor perdido en la apatía de nuestro mundo, aún lleno de guerras y canibalismo social.