Artículos y reportajes
AutógrafosEl escritor
como espectáculo

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—¿Por qué lo leen? ¿Por qué compran sus libros?

—Es por el estilo simple que tiene. Esa falta de profundidad les da confianza.

—Bueno, a nosotros nos recordarán 100 años después de que él haya muerto...

—PERO ¿NO TE DAS CUENTA? ¡AHORA LAS COSAS SON DISTINTAS! ¡ES POSIBLE QUE PARA ENTONCES EL MUNDO HAYA VOLADO EN PEDAZOS! ¡NO SEREMOS APRECIADOS NUNCA!

Los escritores, Charles Bukowski

Bastaría hacer una breve visita por las librerías, dar un recorrido por unos cuantos estantes y echar una ojeada a algunos libros; para comprobar la tendencia cada vez más marcada de poner la foto del autor, ya no en la solapa, sino como ilustración en la portada. No es un asunto exclusivo de escritores vanidosos y pedantes; no, escritores considerados como “serios” también lo están haciendo.

Puede que se trate de un capricho de las editoriales (al menos en el caso de las reediciones de autores muertos); o tal vez de un íntimo deseo de figuración de los mismos autores, quienes quizás como los actores de cine o las estrellas de la música, sientan la necesidad de exhibirse, de que decenas de admiradores los reconozcan, los paren en las calles para hacerlos firmar un autógrafo o tan sólo crean merecer la oportunidad de poder despreciarlos.

Hace años escuché una anécdota sobre un escritor de la costa norte colombiana que tenía la costumbre de hacerse llamar a sí mismo por los altavoces en los aeropuertos para causar expectación, y en la contraportada del libro de cuentos de un neófito escritor dominicano, acompañado de una pequeña fotografía, se puede leer lo siguiente: “el autor fue seleccionado por Newsweek como uno de los diez nuevos rostros para el noventa y seis”.

Fue al editor español Manuel Borrás a quien le escuché decir en una de sus visitas a Cartagena de Indias (donde había al menos una veintena de escritores, con material bajo el brazo), refiriéndose al complejo oficio editorial, que “Nadie echa de menos a un desconocido”. Esto sucede en la era de la imagen, con la misma certeza que en un callejón oscuro. Si incluso para un editor la imagen del escritor se sobrepone a la obra, qué se puede esperar del grueso de los lectores, que acuden a los libros queriendo saber de antemano quién los escribió y cuántos lo han comprado, buscando la foto en la portada o en la solapa y luego se van a la parte de atrás en busca del ya conocido catálogo de falacias biográficas o de una real galería de miserias, donde esperan hallar toda suerte de sobrevivientes: al alcohol, al hambre, a las bombas, a la pobreza, al exilio, a las drogas, al terrorismo. Es paradójico, pero tanto caras rozagantes como vidas destrozadas obtienen el mismo efecto de ventas.

Esta tendencia tal vez ha conllevado una consecuencia que encontró su cumbre en el malditismo del siglo diecinueve y que es inherente a escritores como Villón (el asesino), Baudelaire (el inmoral), Verlaine y Rimbaud (los amantes), Genet (el ladrón), Sade (el degenerado), entre otros; que con frecuencia son comentados pero difícilmente leídos, ya que el influjo de su imagen y sus vidas opacó al de sus obras; y cuando algún lector se acerca a sus libros la mayoría de las veces es motivado por una curiosidad morbosa de hallar en ellos evidencia de sus actos.

 

La tendencia del escritor como espectáculo en el siglo veinte surgió, posiblemente, de la mano de la primera generación de escritores profesionales norteamericanos (es decir la primera generación de escritores que pudo vivir de su trabajo literario) en cabeza de Ernest Hemingway, quien pese a haber llevado una vida llena de aventuras y ser un icono de aquella tendencia denominada como escritor de acción, se esforzó por mitificarse inventando de cuantas patrañas, como aquella en donde aseguraba haber tenido relaciones con Mata Hari y que ésta le había resultado pesada de caderas; la historia no tendría nada de raro de no ser porque Hemingway llegó a Europa tiempo después de que ésta fuera ejecutada. Cosa bastante contraria hiciera su contemporáneo William Faulkner, quien a duras penas concedía una entrevista y vivió casi toda su vida aislado en su casa de Oxford. Una anécdota de poco creer (para dar rienda suelta al apetito por asuntos epidérmicos) es la de que después del suicidio de Hemingway (“debido a que reconoció que era un mal escritor”) encontraron un cuaderno donde insultaba repetidas veces a Faulkner.

Del escritor norteamericano Charles Bukowski son conocidos sus avatares con el alcohol, y las contraportadas de sus libros advierten que no se sabe si es un escritor que bebe o un bebedor que escribe; Bukowski junto con Henry Miller fue quien mejor entendió el interés del público por el dolor ajeno, e hizo de sí un personaje de tal factura, que no tardó en engendrar cientos de seguidores. Del escritor Truman Capote, consagrado con su monumental novela A sangre fría, algunos comentaristas sólo resaltan su homosexualidad, irreverencia y el roce social con conocidas figuras de la farándula de su época. Precisamente Capote, en el muy conocido prefacio de Música para camaleones, recuerda que al publicar en 1948 su primera novela Otras voces, otros ámbitos, que fuera un gran éxito de ventas, el haber incluido una fotografía suya en la portada le proporcionó, de paso, cierta notoriedad que no disminuyó con el paso de los años, y agrega: “En efecto, mucha gente atribuyó el éxito comercial de la novela a aquella fotografía”.

No es un secreto que el desgastado mito del artista hambriento no resulta atractivo para nadie sensato que se inicie en la escritura y que cualquiera que se respete sabe que no sólo el pequeño García Márquez (a quien podemos ver en las vitrinas de las librerías en una reproducción tamaño natural con botines negros motado sobre una piedra) merece vivir a sus anchas de lo que escribe; no debe serlo tampoco, el hecho de que muchos de ellos, e incluso algunos escritores consagrados, parecieran dar mayor importancia a la foto que aparecerá en la solapa o en la portada y a la leyenda en el respaldo; que a la obra misma. Son famosas las fotos de escritores posando frente a la máquina o de espaldas a una voluminosa biblioteca, escritores con grandes lentes o barbados, con el dedo en el mentón simulando un estado reflexivo, con un revolver apuntándose en la sien, y la del escritor fumando o sosteniendo cigarrillo es ya un clásico. Estás poses ejercidas durante años por algunos buenos escritores (sumadas a algunas anécdotas) construyeron el estereotipo de lo que se cree debe ser un escritor; de allí que abunden quienes, queriendo ser escritores, se hayan olvidado de la escritura y se limiten a emular insistentemente a sus “maestros” tan sólo en los aspectos superficiales. De la foto del cigarrillo, por ejemplo, se ha abusado tanto que una página de Internet, www.fumerias.com/literatura.html, organiza una campaña en contra del consumo de cigarrillo echando mano a cerca de un centenar de fotos de escritores fumando, y en una famosa revista de circulación en Colombia, se reseñó la nueva novela de un joven escritor en breves líneas; la reseña, que más que una bienvenida parecía una burla, dice refiriéndose al fulano: “Fuma, sí, fuma, eso está claro en las dos fotos...”, y por supuesto no dedica una sola línea a comentar el contenido de la novela.

Otros escritores como J. D. Salinger, autor de la novela de culto El guardián entre el centeno (promocionada en algunos casos como el libro que portaba Mark David Chapman cuando asesinó a John Lennon), y Thomas Pynchon, autor entre otras de La subasta del lote 49, han optado, al contrario, por hacerse invisibles, hasta el punto que a duras penas se conocen algunas fotografías suyas. En el caso de Pynchon tanto sus expedientes académicos como militares han desaparecido. Contrario a lo que se pudiera pensar esta tendencia al mutismo les ha hecho ganar renombre, ha hecho que sobre sus desconocidas figuras caiga un chorro de luz potente. La representante de Salinger recientemente se vio en la necesidad de prohibir todos los sitios piratas que se han abierto con su nombre en la red, y Pynchon apareció caricaturizado con una bolsa de papel en el rostro en un capítulo de Los Simpson. Ocultándose se han hecho visibles, como dijera Oscar Wilde: “Ser natural también es una pose”. Sobra decir que esta conducta también ha reclutado a cientos de fanáticos e imitadores y que algunos medios han reseñado a éstos y a otros autores incógnitos bajo el apelativo de “La hermandad del silencio”. Es paradójico pero tanto grandes exhibiciones como conductas ermitañas pueden llegar a tener el mismo efecto en las ventas.

Es cierto que el éxito en las ventas de un libro no garantiza su calidad, pero tampoco es un hecho que esa relación sea proporcionalmente inversa. Hay quienes a priori rechazan cualquier síntoma de espectacularidad para promocionar la obra de un escritor tachándolo como un recurso banal que va en contravía con “el arte verdadero”, olvidando que el hecho de que una obra se pudra en los estantes no constituye ningún mérito. Pero qué importa si un escritor se hace llamar por los altavoces de los aeropuertos, si inventa romances imposibles y penurias, si aparece fumando en las portadas de sus libros o elige desaparecer aunque (claro está) asegurándose de dejar ciertas pistas. Ninguna acción, por estúpida que sea, puede perjudicar la obra de un hombre si ésta es una obra esencial, de calidad. Si no lo es, aunque venda millones de libros o muera desangrado en la más amarga de las miserias, no habrá mucho que la ayude.