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Pájaros

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Era un pájaro que trabajaba en una fábrica de jaulas.

El dueño de la fábrica era un dinosaurio, obviamente.

Pájaros y dinosaurios son parientes, pero no se llevan muy bien. Para los últimos, las aves son una rama inútil de la familia, un defecto del árbol genealógico que quisieran borrar a toda costa.

Para las primeras, los reptiles en general son un antecedente vergonzoso.

Pero están emparentados, como he dicho. Muchos saurios quisieran volar, y no pocas aves desearían garras monumentales y mandíbulas poderosas para imponer su voluntad y sentirse importantes. Porque, ¿qué importancia tiene un pájaro? Muchos los envidian, pero pocos les prestan atención. Cuando su color o su canto los hacen deseables, se los enjaula, con lo que se demuestra el desprecio que el arte de volar produce.

Es más, casi nadie piensa que volar sea un arte. La opinión general es que se trata de un don, de una circunstancia, de un azar en el proceso evolutivo.

Dominada la técnica de la aerodinámica se construyeron pájaros de hierro, que son como jaulas volantes. Ventanillas diminutas, asientos estrechos. Todo lo necesario para que los pasajeros se percaten lo menos posible de que están volando. Al llegar al aeropuerto, escaleras, pasajes, túneles que recuerdan la caverna para aliviar la desazón que el cielo produce.

Volviendo a nuestra historia, el problema comenzó cuando llegó la noticia de que los dinosaurios se extinguirían irremediablemente.

El sindicato de aves convocó a una huelga. No se construirían más jaulas, la mano de obra se emplearía en fabricar sarcófagos monumentales. Los dueños reaccionaron con violencia, en eso seguían siendo los mejores. Se produjo una masacre de pájaros de grandes proporciones.

Los que sobrevivieron se refugiaron en las montañas. El ala extrema del movimiento se entrenó para el contraataque. Se formaron varios grupos: halcones, lechuzas, gavilanes, cóndores. Las águilas calvas se autoproclamaron líderes.

El pájaro del que hablaba, el protagonista de esta fábula, se entusiasmó con los discursos incendiarios de los rebeldes. Era un pájaro cantor, y decidió que su destino sería el de cantar la revolución que estaba cambiando la historia del mundo. Pero las rapaces no creían en canciones, sino en gritos de guerra. Pronto lo excluyeron de los cónclaves. Tuvo que retirarse a los bosques, donde encontró pareja e hizo nido.

A raíz de la rebelión, los dinosaurios cambiaron, lentamente como es propio de ellos, su actitud. Pasados los primeros enfrentamientos cruentos, su política fue la de relativizar lo sucedido, adoptar formas de conducta liberales, propugnar la concordia entre aves y reptiles y hacer ver que el asunto de la extinción no era más que una falsa alarma, un delirio utópico y nada más.

Durante un tiempo las cosas retornaron a la normalidad. La fábrica de jaulas reinició sus labores con nuevos criterios de producción y con relaciones laborales más flexibles. El catálogo de modelos cambió radicalmente. Se pusieron de moda las jaulas sin puerta, con barrotes de diseño novedoso e interior confortable.

Nuestra ave empleó su talento para componer melodías que se usaron para impulsar las ventas, con mucho éxito.

La mayor parte de los pájaros había abandonado la rebelión. La convivencia con los dinosaurios era conveniente para ambas especies.

Los tiempos de la discriminación habían quedado atrás. Las costumbres de los saurios, después de todo, no eran tan malas como parecían. Las nuevas jaulas resultaban más gratas que las ramas de los árboles.

Mientras tanto, el proceso de extinción continuaba, lenta e inevitablemente.

No había suficiente alimento. Proliferaron los conflictos territoriales y pronto comenzaron a devorarse unos a otros. A medida que se entregaban más a la guerra iban perdiendo el control de la sociedad. Los servicios fallaban, la criminalidad aumentaba, el hambre crecía exponencialmente.

Los pájaros volvieron al ataque.

Al principio retomaron las viejas consignas, en las que hacía mucho ya nadie creía. Fueron tildados de retrógrados y de trasnochados. Se dividieron en dos grandes bandos. En uno, los llamados extincionistas, que proclamaban el apocalipsis inmediato. En el otro, los permanentistas, quienes sostenían que el modelo existente se impondría y se mantendría en el planeta entero.

De hecho, ese modelo se había ya impuesto y mantenido en todo el mundo por varios siglos, pero se caía a pedazos. Por otra parte, la extinción violenta podía acabar con la vida de todas las especies.

Con este telón de fondo, nuestro pájaro decidió retirarse a meditar. Abandonó su empleo y su jaula, y regresó al bosquecillo que le había servido de refugio una vez, en la falda de la montaña.

Poco a poco, recuperó sus hábitos de ave solitaria.

“Las condiciones del pájaro solitario son cinco. La primera, que se va a lo más alto; la segunda, que no sufre compañía aunque sea de su naturaleza; la tercera, que pone el pico al aire; la cuarta que no tiene determinado color; la quinta, que canta suavemente”.*

Pero el nuestro era un pájaro ambiguo.

Todas las aves son delicadas y aprehensivas. Eso es lo que las hace diferentes de los dinosaurios. Y como la nuestra lo sabía, decidió protegerse ante la hecatombe que se anunciaba. Si los dinosaurios estaban destinados a desaparecer, era preciso que las aves sobrevivieran.

Pero, ¿cómo? Sólo los solitarios como él conocían el secreto. Los demás, adheridos a uno y a otro bando, perecerían en la batalla. ¿Habría otros que lo supieran, que pensaran como él, que se prepararan con lucidez para el desastre? Cuántos era la pregunta equivocada. Una especie puede inundar el planeta a partir de unos pocos ejemplares, si éstos son suficientemente aptos. ¿Y qué significa apto? En este caso, pensó, no podía significar otra cosa que consciente.

La pregunta correcta era cómo localizar a los otros, o hacerse localizable para ellos. Paradójicamente, esta vez el canto no sería suficiente. ¿O sí? El problema era que ya ninguna manera de cantar podía distinguirse realmente de las otras. Las notas y sus combinaciones estaban agotadas. Era preciso encontrar nuevos sonidos. No más fuertes; más débiles, quizás, más sutiles.

Para esa época, el canto de los pájaros (nuestro protagonista no tenía forma de saberlo) se parecía a lo que hoy llamamos graznido. Todo el esfuerzo en el arte de cantar estaba dirigido a producir sonidos intensos y notorios, que fuesen capaces de llegar lo más lejos posible. Era, tal vez, la necesidad de hacerse oír en un mundo donde el rugido del dinosaurio lo dominaba todo. Lo ensordecedor había hecho sordos incluso a los músicos.

Pasó años en silencio, buscando un lenguaje nuevo, hecho de frases mínimas, apenas audibles. Parecido a lo que hoy conocemos por piar.

Conoció a otros pájaros que también hablaban bajito. Eran pocos, pero su bosque no era muy grande. Cabía pensar que un pequeño grupo como ese podría estar formándose en cada bosque.

Y había muchos bosques.

* San Juan de la Cruz.