Letras
La Mar

Comparte este contenido con tus amigos

Ese pájaro que me rozaba
los dedos,
burlándose de mis intentos
de atraparlo,
esa lengua de fuego
que incendiaba mi espalda
y mis costados,
ese ser que arrojó sus palabras
semillas
para que se reprodujeran
en el aire,
esa suave violencia
esa cadencia
ese andar sin saber cuándo
ni a dónde.
Cecilia Hynes

La Mar estaba serena. En medio de los cerros. Mirando alrededor, despaciosa recordando. Liberándose de pesos, de apuros de bocinas. Escuchando.

Serena estaba la Mar. Escuchando en medio del silencio los matices de su voz. Su voz pastosa, suave, viril, acariciando las entrañas. Sintió un estremecimiento. Y recordó sus labios, de dibujo curvilíneo.

La Mar estaba serena. Arriba los pájaros. Abajo el valle. Y las ondas del espíritu de él, llegando de quién sabe dónde, de allá abajo tal vez, llenándola de una sensación cálida, fortaleciéndola, levantándola como en volutas por el aire. Quizá a esta hora él estaría durmiendo.

Serena estaba la Mar. Sí. Entonces sintió sus brazos, que la tomaban por atrás delicadamente, sus manos firmes que le daban vuelta la cara, despacio. Una brisa suave, el beso fresco. Después, se durmió.

Claro. Ella lo miraba, nada más, pero era suficiente. Alejandro hablaba hasta por los codos. Marcela sintió que de algún modo oculto esa catarata de palabras y sentimientos iba dirigida a ella. Aunque en apariencia discutiera con el francés. Alejandro se lució. Para ella. A último momento, cuando ella vacilaba entre volver o no a San Isidro, él dijo: “¿Por qué no vamos a comer una pizza por ahí?”.

Debía terminar con Body. Definitivamente. La discusión de esta mañana había sido cruel, plagada de insultos camuflados y otros no tanto; Marcela había sentido el odio flotando, entre ella y su marido. Su ex marido. No. La supuesta reconciliación no había sido tal. Luego de seis meses de estar separados, parecía posible (“por los chicos”), pero sólo duró una semana. Todo dolía. No. Sintió que Alejandro la tomaba del brazo. Qué voz cálida —pensó. Y esa sonrisa. Alejandro es un diablillo o un ángel disfrazado de hombre. La tonada provinciana, tan marcada, no es más que un recurso magistral para hacerlo más dulce, más deseable.

Llovía y Alejandro dijo: “Tomemos un taxi”. “Pese a Martínez de Hoz”, se le ocurrió a Marcela. ¿Quién era este hombre, que parecía poderlo todo, que inspiraba tanta seguridad? Marcela se quedó conversando con Snipy mientras Alejandro y su hermano iban a comprar comida. Volvieron mojados, conversadores, con una caja, dos botellas de vino y dos de cerveza. Su hermano estaba chocho con Alejandro. Pobre. Creía que había venido por él, para hablar de cine y música dodecafónica. Marcela ya lo sabía. No volvería a San Isidro esa noche. Pero tampoco se regalaría. Este sentimiento indefinido no sabía a dónde apuntaba; tal vez fuera solamente la seducción de pasar un momento agradable con un tipo simpático, luego de un día negro.

Desde que se acostara, en el pequeño catre, frente a su puerta, Alejandro pensó en entrar a su habitación. Lo soñó: Marcela estaba boca arriba, parte de su cuerpo escapaba de las sábanas, su camisón celeste dejaba ver sus pezones rojos sobre los pechos nacarados, redondos, Alejandro se vio entrando en puntas de pie, se vio sentándose en la cama, al lado de Marcela, vio su mano avanzar hacia los pechos nacarados, percibió el tacto delicioso de aquella forma bajo su mano, Marcela abrió sus ojos lapislázuli, Alejandro sintió una oleada de placer; y despertó.

Estaba todo oscuro. La puerta de Marcela, cerrada. Al lado, dormía su hermano, con la puerta abierta. Alejandro se levantó, se puso el vaquero, fue en medias al baño. Miró ese rostro en el espejo: estaba pálido.

Cuando salió del baño se decidió a entrar. Antes cerró, con extremo cuidado, la puerta de su hermano. Marcela estaba boca abajo. Se había acostado con camisa, la sábana azul la tapaba hasta los hombros. Los primeros tañidos de la mañana trascendían unas cortinas rosadas. La tocó suavemente en el cuello; después apretó un poco. Por un tensarse de pequeños músculos comprendió que ella se había despertado. Demoró en volverse.

Cuando lo hizo, sus ojos increíbles le escudriñaron, asombrados e inteligentes. Pero sonreían.

—¿Qué hacés? —dijo.

Sin decir nada, él acercó su rostro y le dio un beso. Ella enseguida apoyó una mano en su pecho.

—No —dijo—, no avancés más.

—Ni pienso —contestó Alejandro, sin saber muy bien por qué lo decía—. No quiero perderte.

 

Marcela está desnuda sobre la cama dura de Alejandro, sentada frente a él, las piernas abiertas cruzándose en los pies, sus rodillas se tocan, se contemplan. Marcela es perfecta, piensa Alejandro, y por suerte, no tiene pudor de ser mirada; ella mira también. Recordando a la Olympia de Édouard Manet (con algo de Rubens, y más refinada en su belleza, se dice), Alejandro contempla la composición que forma su cuerpo blanco sobre el cubrecama bermellón y el ocre en sombras de la pared; por una vez, viéndola desnuda se olvida de sus ojos, sus pechos son como en el sueño, aunque un poco menos turgentes; a los veintinueve años, Marcela es casi perfecta. Ella lo mira y se enamora de él; sus pies se tocan, sus manos recorren los cuerpos, despacio, transmitiendo paz. Después se acuestan con la difusa luz prendida, se unen. Se duermen. Se despiertan, una encima del otro, y tornan a unirse. Así hasta la tercera vez. Cuando vuelven a abrir los ojos, el sol ya está fuerte. Son las diez de la mañana.

 

—Ella me mantiene —dice Alejandro—. ¿Qué podría hacer un director de cine en Salta?

—¿Por qué no te vienes a Buenos Aires?

La voz de Marcela se demora en tonos hondos.

—Imposible. Jamás abandonaría sus campos.

—Pero... puedes separarte...

Alejandro la miró como si hubiese dicho algo incongruente.

Ella comprendió. Pero dijo, con toda deliberación:

—O mátala.

 

La humillación de una cuenta millonaria cuyos cheques pueden ser firmados sólo por ella. La humillación de no ser ni patrón de estancia ni artista; para lo uno le falta convicción, para lo otro, tiempo: las tareas fútiles con que debe justificar su existencia le obligan a malgastar miserablemente los días, merodeando entre los peones, que se afanan en sus tareas y le miran con un dejo de ironía. Sin darse cuenta ha apretado de más el acelerador de la pick-up; una nube de polvo, como un humo blanco, cortada por las franjas de las luces, le tapa la noche adelante. “Marcela”, piensa. “Lo haré por vos”. Pero después se corrige. “No”, se dice. “Lo haré en realidad por mí”.

 

Durante una siesta calurosa, soñó:

Estaba junto a la ruta que pasa por Cerrillos, esperando la llegada de Marcela. Era un mediodía de sol intenso.

A lo lejos, vio el brillo del “Chevalier”, que avanzaba flotando, como un trasatlántico. Al fin la vería.

El colectivo se detuvo. Marcela apareció en la puerta. Alejandro le preguntó por su equipaje. Pero ella le dijo que había pedido al chofer detenerse sólo para decirle que seguiría viaje.

Quería estar sola. No es que tuviera nada contra él ni su cariño se hubiese enfriado. Nada más que deseaba estar sola.

Antes que él dijera nada, el colectivo arrancó. Lo vio alejarse; una congoja, irremediable, lo aplastó.

“La seguiré”, se dijo. “Adonde vaya la seguiré”. Pero recién cayó en la cuenta de que estaba sobre una silla de ruedas. No tenía piernas.

Por suerte, la silla tenía un pequeño motor. Lo puso en funcionamiento, y se lanzó a la ruta por tras del colectivo, en medio del sol. La velocidad del colectivo sería normal, tal vez, para su tipo; pero para Alejandro, que iba en silla de ruedas, resultaba alucinante.

El viento de fuego del mediodía, sumado al vapor del cemento, la tierra, los rayos del sol, le azotaban la cara.

En un momento dado, tuvo que seguir en una curva al coche que se le alejaba. Apenas pasó el colectivo, de atrás de él apareció un inmenso camión: no lo había visto.

Iba a chocarlo. El corazón se le apretó. Y despertó.

 

El único pariente que ella tenía era su padre, que estaba senil. Nadie notaría su ausencia. Para eso debía actuar rápido, y conseguir el certificado del doctor Berón. Por mil dólares lo haría.

Con la jeringa preparada dentro de la cajita de metal, entró a la pieza.

Muy bien. Allí estaba, y dormía. Como si le quisiera ayudar, distinguió su muslo, en la penumbra; había escapado de las sábanas. Con todo cuidado extrajo la jeringa, y depositó el estuche sobre la mesita. Se acercó.

En ese momento, se encendió la luz.

Su mujer le miraba con despectiva seriedad. La flanqueaban dos policías.

—Intuía que en algún momento ibas a intentar esto —le dijo ella—, pero me asquea comprobarlo.

En la cama, Zulema, la hija mayor del capataz, le miraba como pidiendo disculpas.

 

La Mar estaba serena. Un pájaro oscuro pasó volando por sobre los más altos picos. Marcela lo envidió.

¿Dónde estaría él? No había vuelto a escribirle ni llamar. Claro, se había arrepentido. En el fondo era un cobarde.

No es fácil poner en riesgo la comodidad, se dijo. Pero qué importa. Ya me resigné. Ya no siento nada. Una vez más.

La Mar estaba serena. Ya no volveré a amar, pensó. Pero se había jurado lo mismo la vez anterior.

El sol se escondió tras un pico. Una nube rojiza se unió con otra gris.

Marcela se adormeció. Serena estaba la Mar.