Letras
Marina

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—¡Hola, Adolfo! ¿Cómo estás esta mañana? —saludó alegre como siempre—, voy a lavarte, afeitarte y perfumarte, quiero que estés guapo para cuando vengan a verte... —añadió, sin esperar respuesta.

Desde que recuperé la facultad de oír, esperaba ansioso su entrada en la habitación cada mañana. Últimamente, ella era lo único que me permitía no caer en la desesperación. En aquellos momentos, su presencia suponía la única razón de mi deseo de vivir. Sin sus cariñosas palabras, quizás no hubiese merecido la pena seguir atado a mi suplicio.

Con suaves movimientos y entre cánticos apenas susurrados, Marina fue aseando mi cuerpo inerte. Concluida su tarea abandonó el cuarto con la misma alegría y discreción con la que había entrado, cuidando de no hacer demasiado ruido al salir.

Ignoro cuánto tiempo habría transcurrido hasta que se abrió nuevamente la puerta de la habitación que ocupaba en aquel Hospital Universitario y penetraba en ella un grupo nutrido de personas que cuchicheaban entre sí.

—Aquí tenemos un caso irreversible de coma post-traumático —dijo imponiéndose sobre la concurrencia, a la que, sin duda, dirigía—. No, no teman, no nos oye en absoluto, tiene abolida toda su potencia cognoscitiva, ni siente ni padece —agregó arrogante el profesor, ante los comentarios alarmados y compasivos de una de las alumnas.

—Estamos, como les decía —continuó—, ante un caso de lo que podemos llamar vida vegetativa. Se trata de un varón de treinta años que, hace algo más de tres meses, ciento dos días para ser exactos, sufrió un traumatismo craneal severo, con fractura de la base del cráneo y aplastamiento parcial de la primera y segunda vértebra cervical. Fue necesaria una delicada y laboriosa intervención quirúrgica para aliviar la presión medular, reducir la hemorragia y restablecer el riego sanguíneo. Durante todo este tiempo se le ha mantenido sedado. Como pueden comprobar su estado de inconsciencia es total y su situación es irrecuperable.

—No obstante es preciso añadir —siguió con su disertación— que, hasta hace diez días, ha precisado respiración asistida, que inexplicablemente se ha hecho innecesaria tras unas maniobras erróneas de la enfermera que debía cambiarle una sonda.

Lamenté una enormidad no poder responder a aquel irresponsable. Era inconcebible el atrevimiento y la prepotencia con la que aquel fatuo se expresaba. Tenía que reconocer que había hecho un magnifico trabajo de cirugía. Sin duda debo mi vida a su habilidad manual y a sus conocimientos anatómicos, eso es una verdad incuestionable, pero me horrorizaba comprobar con qué jactancia e ignorancia daba por ciertas unas circunstancias, unos hechos, que el tiempo se encargaría de demostrar su desacierto.

Contra todo pronostico recobré la conciencia una vez superados los primeros momentos de la intervención. Aun cuando era incapaz de realizar ningún movimiento, pensaba. No podía responder a ningún estimulo, no sentía, pero recuperé la memoria al poco tiempo. Con absoluta claridad recordé, desde el principio, el accidente que había sufrido y todos los acontecimientos que le precedieron.

Comencé a oír apenas superada la anestesia. Me resultaban molestos, muy molestos, los gritos que enfermeras y médicos daban en la proximidad de mis oídos. Suponía una tortura y no podía hacer nada para evitarlo. Tampoco podía comprender por qué insistían en que les contestara y que lo hicieran de forma tan pertinaz. Daban por supuesto que estaba en coma y esperaban mi muerte como algo previsible, irreparable y deseado y a pesar de ello no cesaban de torturarme con sus estridentes y obstinadas preguntas a las que siquiera esperaban respuesta.

Transcurría lento el tiempo y, aunque cesó aquel tormento, comenzó otro indudablemente más atroz. Cuando desistieron de sus intentos de recibir respuestas a sus preguntas, comenzó un nuevo martirio: la especulación del tiempo que iba a tardar en morir. Erróneamente convencidos de la existencia de una lesión cerebral irreversible no se reprimían de opinar, aun de modo equivocado. No mostraban remilgos en hacer patentes las grandes limitaciones que tiene el hombre en el estudio de la mente y su parte material, el cerebro.

Sentí palpitar acelerado mi corazón la mañana en que, además de reconocer la voz de Marina, fui capaz de percibir su aroma. Resultaba evidente que mi cerebro estaba recuperando sus más importantes funciones. Desde aquel momento tenía un motivo más para la ilusión. La acariciante voz de Marina se veía reforzada por la fragancia que desprendía su piel, su cabello, todo su cuerpo. Me hizo añorar la primavera, los jardines en flor, los paseos en las tardes grises de una primavera lluviosa, las frescas veredas flanqueadas de floridos y aromáticos parterres.

Hice un esfuerzo por traer a mi mente aquella fragancia y no lo conseguí. Era algo nuevo y a la vez me transportaba a otros lugares. El perfume fresco, ligero y a la vez persistente evocaba otras situaciones. Clásico y profundo, no era en cambio nada pesado. Armonioso, alegre, amable, inspirador, seductor, nada empalagoso.

La combinación de la melodiosa voz de Marina y su perfume representaban para mí el mejor de los bálsamos. Me reconfortaba, me inspiraba, me ilusionaba, hacía avivar en mí la esperanza.

Cada vez que sus deberes la obligaban a entrar en aquella habitación, su aroma despertaba en mí idénticas sensaciones; el paso de las horas, el esfuerzo, el trabajo, no lo alteraban, al igual que no se afectaba su cariñosa atención, su dedicación, su trato esmerado, sus desvelos.

—Esencia de rosas —dijo, siguiendo con su trabajo y sin sorprenderse, cuando, después de varios intentos fallidos, conseguí articular palabra y le pregunté inexplicablemente, una mañana, por el nombre de aquel aroma que cada día hacía renacer mis nostalgias.

Han pasado ya muchos años y con el restablecimiento de mis facultades ha surgido el olvido. Ya no recuerdo la cara de Marina. No creo que hoy pudiera reconocer, siquiera, su armoniosa voz, y sin embargo los paseos por los jardines húmedos reviven su fragancia y regresa su perfume intenso, inolvidable, intacto.