Artículos y reportajes
Alberto Salcedo Ramos
Brillante para la literatura,
impecable para el periodismo
Prólogo a El oro y la oscuridad

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Si usted lo ve, no creería que se trata de él. Quiero decir: si usted ve que es un tipo de jeans, tan tranquilo, tan desprevenido ante su propio ingenio, creería que no está hablando con Alberto Salcedo Ramos, el mejor cronista de la nueva generación que tiene Colombia, sino con cualquiera: tampoco como uno de esos personajes ordinarios que él vuelve extraordinarios con su insuperable destreza para hacer del periodismo una experiencia literaria como pocas: un futbolista del peor equipo de la segunda división, un trabajador de circo, un ex árbitro de fútbol. Pero sí con un tipo apacible, sereno. Porque, encima de su maestría periodística, Salcedo tiene el raro don de ser un tipo cuyo talento es proporcional a su sencillez. Apacible, sereno. Buena gente. Como si las obras que ha escrito no fueran suyas.

Pero son suyas, y es el más claro promotor del periodismo literario en Colombia. Porque sus crónicas responden a la tradición de las que irrumpieron en la década de los sesenta en Estados Unidos, confeccionadas con retazos literarios para poder narrar la complejidad de los hechos que estallaban por todas partes: la exploración espacial, la guerra de Vietnam, el hipismo, el asesinato de Kennedy.

Pasaban demasiadas cosas, y cada una de esas explosiones tenía un oleaje menor que llegaba a la vida cotidiana de la gente. Y había que contar ese fenómeno. Y por eso, escritores como Norman Mailer, Tom Wolfe o Gay Talese, decidieron dar cuenta de toda esa realidad echando mano de las herramientas que habían obtenido de la literatura: utilizando estructuras narrativas más próximas a la novela que al reportaje ortodoxo; acudiendo a los diálogos, a los monólogos interiores, a las narraciones en círculo. Y todo ello sin que los hechos fueran falseados: la literatura podía estar en la forma, pero no en el fondo. En el fondo estaban los hechos. La verdad.

Bien: ese movimiento, que se conoció como Nuevo Periodismo, arrancó con una crónica concreta, publicada en Esquire y escrita por Gay Talese. El tema era un boxeador retirado. Hablo de Joe Louis, el rey hecho hombre en edad madura, aparecida en la edición de octubre de 1962, que quebró para siempre un equilibrio que hasta entonces existía en la prensa. Por primera vez aparecía un personaje brillante pero en su momento de deterioro: por fuera de los reflectores, alejado de la gloria. Era el campeón Joe Louis pero cuando ya no era campeón. Cuando estaba viejo. Y cuando estaba triste: cuando, dicho en otras palabras, para cualquier reportero había dejado de ser noticia.

Pero Talese descubrió que un campeón sometido a la intemperie del olvido podría tener un jugo periodístico como pocos, y que para encontrarlo era preciso alumbrarlo con los reflectores de la literatura. Desde entonces, hubo una manera de hacer periodismo con una nueva sensibilidad. O dicho al revés: apareció una nueva forma de hacer literatura, con elementos extraídos únicamente de la realidad. Y también con una nueva extensión, pues desde entonces las revistas especializadas, concretamente las de hombres, como Esquire y Playboy, se convirtieron en perfectas para ofrecer el paginaje que cada trabajo exigía, y que los periódicos no estaban en condiciones de ceder.

Así nació toda una generación de escritores de revista, un matrimonio maravilloso entre la crónica y la literatura que empezó en Estados Unidos pero que también llegó a Colombia.

Y llegó antecedido por la década de los cuarenta, cuando Juan Lozano y Lozano se aventuraba a escribir perfiles en tono íntimo de sus contemporáneos, el cronista Ximénez se sobreactuaba acudiendo a retóricas literarias para narrar noticias y Emilia Pardo Umaña entrevistaba a su mamá con conciencia de novelista para ambientar lo que escribía; llegó precedido por todos ellos, pero tomó forma cuando García Márquez, y su generación, empezaron a escribir desde las salas de redacción.

Fue una generación de novelistas desplazados al periodismo: García Márquez, Álvaro Cepeda, Eduardo Zalamea, Germán Vargas. Todos ellos eran unos apasionados de la literatura, pero también de formas de narración más vanguardistas, como el cine, que les permitían jugar con las secuencias, alterar los tiempos, romper los esquemas ortodoxos de la crónica y narrar de una forma más moderna que las que hasta entonces se leían.

Más adelante, en el periodismo colombiano se presentó un maridaje parecido pero al revés: se trata de la generación posterior a esa, todavía vigente, en la que personajes como Juan Gossaín, Daniel Samper Pizano, Antonio Caballero y Germán Santamaría, entre otros, acabaron siendo periodistas desplazados a la novela.

 

Alberto Salcedo RamosNo ha sido el caso de Alberto Salcedo Ramos. Él es un periodista literario pura sangre. Su mayor obra literaria es la periodística, y con ella se ha ganado muchas distinciones. No hay una sola antología de periodismo colombiano que lo omita. Tres veces se ha ganado el Premio Nacional de Periodismo Simón Bolívar, y una el premio de periodismo Rey de España. Pero lo mejor de Salcedo es que es muy joven, y está muy vivo: nació en 1963, apenas. Y toda su creación literaria está en un delicioso momento de madurez. No creo que sea aventurado decir que, hoy por hoy, Salcedo es el mejor exponente del periodismo literario de Colombia, y uno de los más grandes que ha tenido a lo largo de la historia. Y tampoco creo que sea arriesgado pensar que hay dos trabajos suyos que se estudiarán de por vida en las facultades, y que constituyen desde ya uno de los patrimonios periodísticos más importantes de nuestra historia. El primero apareció en febrero de 2002, en la revista colombiana El Malpensante. Allí, sus editores tuvieron la grandeza de darle casi todas las páginas de la edición a una crónica extensa titulada “El testamento del viejo Mile”. Es un trabajo sideral, tan bien investigado como bellamente escrito, en el que Salcedo pone en 41 cuartillas, redactadas durante tres meses, un perfil inolvidable de Emiliano Zuleta, el célebre compositor vallenato que dijo que las mujeres de ahora no le gustan porque se pueden agarrar muy fácil: “son mangos bajitos”.

Fue un trabajo impecable: inolvidable. Tanto como su otra gran obra, este libro: una crónica extensa sobre Antonio Cervantes, Pambelé, el deportista más importante que Colombia ha tenido en toda su historia.

La primera crónica sobre el tema —que después le dio origen a este libro— apareció publicada en SoHo, revista de la que soy director desde hace un tiempo, y fue el gran regalo de la edición de diciembre del 2004. Fue un proyecto que trabajó durante dos años para el cual entrevistó a 52 personas; grabó más de treinta cassettes; acumuló más de tres carpetas gigantes, repletas de recortes clasificados. Hizo un ejercicio de reportería lento y seguro, metódico y vivo: viajó a la tierra de Pambelé, habló con todos los que tenían que ver con él; lo buscó; lo encontró. Y hoy en día, como lo verán en uno de los capítulos que Salcedo no escribió para la crónica pero sí para este libro, se lo ganó: todavía tiene encima a Pambelé como una sombra que se le atraviesa para pedirle lo que sea: desde un diálogo con el que pueda esquivar su profunda soledad de ex campeón, hasta un dinero para apaciguar sus declives personales.

Salcedo investigó esta crónica con una minuciosa lentitud, pero la escribió pronto: como lo exige el oficio. En la medida en que se cerraban los pliegues de la revista, él iba enviando el material. Era su pelea personal: él contra su crónica; él contra toda la información que había recogido, contra toda la cercanía caliente que aún tenía de su entrevistado, contra todas las palabras que debía utilizar para plasmarlo de verdad en su trabajo. Y también él contra el tiempo.

Una noche, en medio de la escritura febril a la que se había entregado para que la revista no perdiera los turnos de impresión, se tuvo que bañar un par de veces en agua helada, como si de irse a su esquina se tratara, para tomar impulso nuevamente.

Sufrió mucho escribiendo esta pieza, que para mí hace parte del repertorio de los clásicos que tiene el periodismo moderno colombiano. Nunca se descompuso, eso sí. Los miembros del equipo de SoHo tuvieron la dignidad de verlo trabajar de cerca: de ver, por ejemplo, que nunca perdía la compostura, la amabilidad y el buen genio, en el campo personal; y los detalles y la responsabilidad, en el laboral. Llegaba a la sala de redacción, después de sus jornadas de escritura, y celebraba como niño con balón nuevo las fotos y la diagramación, y él mismo se sentaba y escribía los pies de fotos. Una vez llegó emocionado, con un autógrafo que le había pedido a Pambelé para los lectores de la revista. Otra vez se quedó mirando unas fotos que un miembro de la revista había conseguido. Las miraba con el asombro más puro que he visto tener a adulto alguno, y sólo se atrevía a decir: “hijueputas fotos; hijueputas fotos; hijueputas fotos”. Dejaba lecciones sin querer: así como se entregaba a la destreza del gran oficio, no descuidaba las minucias periodísticas de las pequeñas cosas. Nunca dejó de sentir pasión por lo que hacía: porque el trabajo quedara bien desde cualquier perspectiva, porque no hubiera fallas de ningún tipo. Cuando llegó con todos los cartapacios, carpetas, recortes, grabaciones y cassettes que tenía, nos enseñó sin tener que decirlo que el periodismo literario tiene más de periodismo que de literario. Y a lo largo de toda la experiencia, y después de haberlo tenido en la sala de redacción, para todos quedó claro que los grandes arquitectos también son los más miserables carpinteros; que el gran escritor diseña el plano, monta las paredes, firma la casa, pero también se entrega el tiempo suficiente a lija, a cargar ladrillos, a sacudir el polvo por el simple placer de ver que su obra alcance la altura que merece.

El parto más difícil fue el último. Salcedo tenía que entregar la totalidad del trabajo un viernes. Le faltaba el final. Y no le salía. Fue necesario esperar un día más para que entregara el texto con el último párrafo, breve y contundente, resplandeciendo al final de esa crónica que se publicó en 42 páginas, abiertas tras una ilustración en lienzo que pintó para la ocasión el artista Nicolás Uribe. En ese final todavía se lee: “entonces tuve la impresión de que ya no avanzaba a pie sino encaramado en lo más alto del camión de bomberos, donde jamás de los jamases volvería a alcanzarlo la derrota. Lo vi desamparado en su quimera, pero dispuesto a defender hasta el final el único trono que le queda”.

 

Me perdonan la facilidad de la comparación, pero creo que Alberto Salcedo es nuestro Gay Talese, del mismo modo que Joe Louis es nuestro Pambelé; me perdonan la comparación, que es fácil, pero la digo por lo evidente: no creo que sea en vano el hecho de que las dos crónicas tengan tanto sustento literario, coincidan en que sus personajes han dejado la punta de la gloria y ahora padecen el desastre terrenal de haberla perdido, y están derrotados ya no por el rival sino por la vida.

Me perdonan la comparación pero no en vano la antología más importante de la obra de Talese se llama Fama y oscuridad, y la de este trabajo de Salcedo, haciéndole un guiño frontal a su maestro, es El oro y la oscuridad.

No en vano, sigo diciendo, los dos son maestros del oficio de celebrar los tréboles de tres hojas. En un país como Colombia, epiléptico, tembloroso, que no para de boquear sobre su propia sangre, como un toro muerto, la prensa quedó confinada a la noticia. Los periódicos apenas dan unos pocos centímetros para que un redactor apurado escriba el qué, el cómo, el cuándo y el dónde hubo un asesinato o estalló una bomba.

Mientras todo eso pasa, la necesidad de narrar el país que vive bajo esa costra de violencia crece en la misma medida en que nadie aparece para narrarlo. Alguien debe decir que acá seguimos vivos, aunque nadie nos haya dicho nada. Alguien: un narrador como Salcedo, que alguna vez escribió un libro memorable, de diez crónicas de personajes anónimos que nos recuerdan permanentemente eso: que hay más noticias de las que vemos, y que las mejores están dormidas en el sopor de la vida cotidiana.

Por eso el trabajo que hace Salcedo es tan importante. Su pluma tiene una conciencia de patrimonio cultural que ayuda a que nos descifremos. Nos habla de nuestro juglar vallenato y de nuestro boxeador derrotado porque somos eso. Somos el patrimonio que nos han dejado nuestros músicos; también somos unas glorias deportivas pasajeras que se nos quedaron por dentro, y que siempre recordamos. No somos mucho más que este recuerdo que nos va quedando, y que Salcedo organiza para la posteridad.

Ahí está Alberto Salcedo Ramos para contarnos el alma que hemos ido tejiendo. En la medida en que nos narra, nos rescata. En una misma cabeza tuvo la suerte inaudita de ser brillante para la literatura, impecable para el periodismo. Sin duda es el maestro que necesitamos. Y si usted lo ve, es de verdad que nunca creería que se trata de él. Tan apacible, tan tranquilo. Tan desprevenido ante su talento infinito. No creería que se trata de él: de Alberto Salcedo Ramos, el mejor cronista literario que tiene este país, uno de sus mejores seres humanos, y uno de los pocos impulsos que nos quedan a los periodistas que venimos detrás suyo, que reconocemos en él a un nuestro maestro, y para quienes él representa un soplido feliz en la esperanza sin viento que nos lleva.