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Agite y precisión

Miren ustedes que una tarde escuchaba yo a un hombre contar el asesinato de un indigente, hecho ocurrido un barrio más abajo del corrillo en que nos encontrábamos unos cuantos transeúntes, yo por casualidad entre ellos.

Dos cosas me impresionaron de ese momento. El agite del contador del suceso y la precisión de su narración. Agite por la emoción que lo embargaba al contárnoslo, el gesto de sus manos, la expresión de sus ojos, las muecas de su cara, su pelo alborotado. Precisión frente a su relato, que no nos dejaba interrogantes acerca de su participación como testigo. No cabía duda alguna acerca de su testimonio, pues no nos transmitía algo escuchado alguna vez, como un cuentero de los que conocemos en corrillos parecidos, sino algo visto por él momentos antes. La precisión también tenía que ver con las imágenes que se formaban en nuestro interior al ritmo de sus palabras, a través de las cuales cada uno imaginaba sus propias víctimas y creaba sus propios escenarios. O al gesto afirmativo de muchos rostros, que avalaban inconscientes la verdad de lo dicho por el portador de la noticia.

No creo que a ninguno de los que estábamos presentes se le ocurriera ir al sitio del homicidio para corroborar la verdad de sus informaciones. Por lo menos yo no lo pensé siquiera. Tal vez alguno esperara escucharlas en la radio, sólo por costumbre o para sentirse más seguro. Lo cierto es que el difunto a tiros había sido retratado con precisión casi fotográfica por el informante y fijado luego en la retina y el cerebro de sus escuchas. Su narración era, pues, una verdad sin atenuantes.

Es probable que para los demás, no muchos en realidad, más allá de la fascinación de escuchar de viva voz un suceso que había incitado a un carro de policía bajar a toda velocidad por la calle, fuera común el incidente. Tampoco era extraordinario el acompañamiento de la sirena de una ambulancia, que se sumaba a las confirmaciones no pedidas sobre una tragedia de proporciones entonces imprecisas. Con seguridad ese muerto no era el primero que entraba a formar parte de sus registros cotidianos. Se advertía que algunos habitaban inconscientes en sus archivos mentales después de haberlos visto en vivo caídos en alguna calle, otros desde la pantalla de un televisor en cualquiera de los noticieros a la hora del almuerzo, muchos quizás en las páginas desechables de un periódico, en algunas páginas web en Internet o en el estruendo noticioso de la radio. Ahora este otro penetraba por nuestros oídos amortajado en una ráfaga de palabras que parecía imparable. Puro sonido y mímica, pero como si lo viéramos.

Pasado el impacto de la narración, el corrillo se dispersó en medio de murmuraciones: algo acerca de la inseguridad, el descuido del gobierno por lo social, el hambre y otras puyas semejantes, quejas casi tan tradicionales para todos como la muerte. Al poco tiempo ya no había nada, sólo gente que subía o bajaba entre risas o maldiciones, con el fardo a cuestas de esta vida que nos ha tocado vivir a nuestro pesar en estos tiempos.

En medio de la muerte, como ha sido nuestro transcurrir en los últimos años de nuestra vida en este territorio de mesías inútiles y bandidos, una más importa poco, tal vez sea un ingrediente adicional que posibilita el reinado de la indiferencia.

Después de escucharlo, siguió en mi interior el suceso contado y, como es usual en mí, comencé a fabularlo, a rodearlo de cierta teoría, no tanto acerca de las muertes violentas o los motivos sociales, económicos y hasta políticos de su ocurrencia casi a diario, sino en el poder de la palabra. Es una maravilla experimentarlo, así sea desde la tristeza de una defunción forzada. Ojalá ustedes hubieran visto el rostro anhelante de los oyentes, o escuchado los comentarios producidos después del relato del contador de noticias y de su desaparición de la escena, como si nunca hubiera existido en la esquina y el corrillo de ese día, atormentado por el calor. Lo cierto fue que algo cambió en todos después de la noticia, convertida en espectáculo callejero.

 

De lo oral a lo escrito

Y, fíjense ustedes, al día siguiente el diario dejaba constancia del suceso, un tanto fría por lo escueto y preciso de su redacción. Como podrán imaginarse, la noticia me decepcionó, comparada con la narración escuchada de viva voz el día anterior. El hecho era el mismo, pero no tenía la fuerza del contador o, mejor, de ese medio de comunicación primario o primitivo, como de hecho lo ha sido a través de la historia la narración oral. Y con sabor a chisme de corrillo. Una foto del occiso tirado en la acera sobre un charco de sangre evitaba, por ejemplo, la descripción de su vestuario, que para el contador había tenido su propia historia: dijo, palpándose el cuerpo, que había sido regalado al supuesto indigente por una piadosa señora que vivía en la misma cuadra donde sucedieran los hechos. No era robado, entonces, como pensaron algunos. Si hubiera querido, con seguridad el narrador nos hubiera informado la marca del vestido y los datos del almacén donde fuera comprado antes de ser desechado por desgaste, por los condicionamientos de la moda, por simple consumismo o por la generosidad de su propietario. Sólo se limitó a describir los agujeros manchados de sangre que habían ocasionado los disparos y habían echado a perder el vestido.

Entonces decidí escribir la historia, tal vez para darle la importancia que el contador había logrado imprimirle con su narración y borrar así mi decepción por la noticia impresa. Fue un reto personal, consecuencia directa de mi experiencia como escucha curioso y ocasional en esa tarde y esa calle, incendiada de sol, y de mi obsesión por escribir aquello que me impresiona de la vida. Debo confesar que no tuve necesidad de mayores esfuerzos para lograr mi escrito, los hechos fluyeron con la vertiginosidad del relato escuchado. Era como si me hubiera convertido en el contador, pero con la posibilidad de corregir, de revisar, de buscar mejores palabras para el cuento. Y sin espectadores, solo frente a la pantalla de mi computador. Sin embargo, sabía que tenía la obligación de darle la misma fluidez de vértigo y el mismo poder de cautivar a un esquivo y supuesto lector, tanto como él nos había cautivado a sus ocasionales escuchas el día anterior.

Me sentí libre con el tema. ¿Sentiría él la misma libertad cuando nos hablaba con tanta soltura y propiedad? ¿Fabularía como yo sobre la víctima? Por mi parte, imaginé, por ejemplo, un origen para el indigente, un móvil para el crimen, le puse nombre a cada testigo, uno de ellos con la estampa del narrador de marras, le inventé una procedencia y unos amores al occiso y en diez cuartillas dejé consignado ese suceso tan cotidiano para muchos, tan deprimente para mí.

 

El hecho comentado

Dos días después un columnista retomaba esa muerte y describía, con la misma precisión de la noticia, el asesinato del indigente. Pero el hecho le servía también para opinar sobre la pobreza creciente de la población, la impunidad, la falta de solidaridad humana que ensombrece nuestros días y concluía con su aporte de algunas soluciones para contrarrestar la inseguridad que, como un flagelo, avanza por el tejido social en un panorama apocalíptico, según sus palabras. Hacía comparaciones con otros hechos de la misma índole, un poco más subidos de estrato social o, por lo menos, en otros escenarios menos sórdidos. La muerte, según el columnista, no respeta condición social aunque haya sucedido en una esquina con jardines o en una acera convertida en basurero. Conclusión poco afortunada por lo obvia, aunque muy auténtica.

Como dije antes, haber estado en ese corrillo y haber escuchado semejante noticia me llevó a la reflexión y a la teoría. Sobre todo, me abrió a las múltiples posibilidades que se originan de un hecho de sangre como ese, tan común y corriente hoy en día. En primer lugar, pensé, la verdad nunca es absoluta. Un hecho como el descrito había posibilitado tres miradas distintas, cada una de ellas con su verdad indiscutible: una, oral, matizada con las imprecisiones del habla común, las repeticiones, las muletillas del lenguaje, las vulgaridades del lenguaje popular. Otra, escrita, en un texto de opinión, una crónica en la cual, además de la noticia escueta, precisa e incontrovertible, hubo espacio para el análisis y para escoger las palabras apropiadas. Y una literaria, también escrita, en que la imaginación adornaba lo sucedido e inventaba personajes e historias subyacentes, manejaba el lenguaje a su acomodo, aunque el hecho seguía siendo el mismo.

Y una más, la posibilidad hipotética de que ese incidente pasara a la historia, no tanto porque hubiera sido una tragedia colectiva, aunque debiera serlo, o un acontecimiento que fuera a transformar el comportamiento de la sociedad desde ese momento en adelante, sino por lo anónima, aunque tragedia al fin de cuentas, símbolo del comportamiento del hombre en una época precisa: la nuestra.

En segundo lugar, tuve que convencerme del poder de la oralidad, la cual requiere, como la escritura, de habilidades especiales para desarrollarse. Todos podemos hablar o escribir, qué duda cabe, pero hacerlo bien ya es otra cosa, requiere de mayores conocimientos y de una experiencia mental más desarrollada. También se puede agregar la habilidad, como en cualquier oficio que sea abordado por el hombre. Tal vez por ello la preponderancia de la radio en nuestro medio, su presencia en nuestros pueblos antes que el libro y la prensa escrita, su poder de penetración en las diversas capas de nuestra sociedad y su utilización para informar lo que se quiera informar y hacer pensar lo que se quiere hacer pensar.

La noticia se olvidará, como es obvio, y quizá el periódico se conserve en un archivo, que algún día será histórico. Cualquier investigador acucioso, varios días, meses o años después, necesitará incluir esa muerte en una estadística o demostrar, con ella y su suma, unas pautas de comportamiento de nuestra sociedad contemporánea. No se descarta tampoco que el columnista haya tocado las fibras sensibles de algunas damas de la sociedad y las haya influido de tal modo que se decidieran a crear una fundación, por ejemplo la Fundación del Indigente Desprotegido, FID, y con ella lavaran un poco su propensión a la culpa, o su deseo íntimo de demostrar en público su amor a la humanidad. Y el cuento, mi cuento, tal vez fuera publicado en una revista o en una antología del cuento fantástico, para que lectores imprevisibles se admiren de una época en que los habitantes de una ciudad del siglo XXI salían de sus casas para su trabajo pero no tenían la certeza de regresar en la noche, vigorosos y saludables, a la intimidad de sus hogares.

 

Posibilidades de escritura

La reflexión me sirvió para convencerme, además, de la existencia de varios géneros escriturales, de los cuales puede servirse el escritor como vehículo para dar testimonio de la vida que le ha tocado en suerte: la noticia, la crónica o la literatura. Cualquiera de las tres, habladas o escritas, siempre diversas y cautivantes, siempre en su labor esencial de comunicar a quien escribe con quien lee o a quien habla con quien escucha. En verdad, prefiero el cuento, ustedes me comprenderán, por la posibilidad de crear un mundo a partir de un mundo ya creado. No creo que pueda llegar a ser historiador, el que escudriña con minuciosidad de relojero los hechos del pasado y con la misma precisión los reconstruye, ni el que se afana en historiar el hecho reciente y deja constancia de él para el futuro en un texto escrito. Fuera del cuento me entusiasma también la crónica, por la posibilidad que tiene de usar el lenguaje literario y especular a partir de acontecimientos reales, pero sin desvirtuarlos.

 

Parecidos y diferencias

La noticia es un producto del periodismo informativo. La crónica, en cambio, es un híbrido entre el periodismo informativo y el periodismo interpretativo. El cuento es una reinvención de la realidad pero sin apegarse a ella, a mi juicio con mayor libertad que las otras posibilidades narrativas.

La crónica, entonces, es una forma de la historia cotidiana, una manera de reinventar los acontecimientos a través de la reelaboración cronológica de los hechos, vistos con la óptica personal del escritor o del periodista. Mirada que descubre detalles no contados en la noticia, posibilidades de profundizar, de opinar y moralizar, incluso de hacer juicios de valor, para entregar a quien la lea mayor riqueza sobre el caso que la haya motivado. Se escribe sobre hechos que ya fueron noticia y el escritor en ella, a diferencia del historiador, se apropia de los acontecimientos desde la subjetividad. Se solaza en suspenderse en la línea recta de la evocación o en la directa del acontecimiento para narrar, describir o demostrar su visión del mundo circundante. De ahí que la historia, tradicional y estática, según la cual el pasado es inmodificable —algo así como la verdad revelada e inamovible—, sea menos atractiva para el lector común y, por tanto, rebasada por la crónica, pues ésta es ficción y aquélla se viste con la etiqueta de la ciencia y su solemnidad. Ésta crece íntimamente ligada a la emoción en tanto la razón lo está de la historia y su ropaje de inviolabilidad. Sin olvidar, por supuesto, que la crónica no debe alejarse de la realidad en ningún momento, como pudieron advertirlo a raíz del asesinato del indigente con la narración oral, la noticia, la crónica y el cuento.

Así que la noticia es la manera de dejar constancia histórica de un suceso y la crónica una forma de recrearlo para hacerlo más cercano, mucho más convincente y agradable. En la crónica habrá siempre un apego al objeto comentado a partir del cual el escritor debe conducirse sin tomar partido, es decir, ser neutral frente a la sociedad y al hecho mismo. En la medida en que lo haga, podrá acercarse más al lenguaje y darle belleza a la narración, lo que emparenta la crónica con la literatura. De hecho, muchos consideran la crónica como un género literario.

 

¿Ocaso de la crónica en los medios?

La crónica, sin embargo, casi ha desaparecido en el periodismo de hoy en día. O ha sido desplazada a otros medios menos populares que los diarios, más exclusivos tal vez. Lo imperioso de la agilidad y de la brevedad ha hecho que se prefiera la noticia escueta a la opinión que, por lo general, estimula su ocurrencia. Y la brevedad noticiosa es enemiga de la crónica. Por ello ha sido sustituida en los diarios por la nota breve y las imágenes, muchas imágenes, que dicen lo que no dicen las palabras.

Sin embargo, es indudable que la necesidad del análisis, del detalle revelador que no se concreta en la noticia, haya hecho que la crónica sea asumida por los columnistas de opinión, aunque ellos no siempre manejen el lenguaje literario y también estén acosados por el síndrome del espacio y el tiempo de lectura de sus lectores.

Como ven, hay una gama de posibilidades para asumir un hecho concreto que conmueva las fibras de la sociedad o la sensibilidad de quien escriba. Ustedes pueden asumir la crónica, por ejemplo, pero deben recordar que los hechos no deben desvirtuarse aunque se escriban con el fluir narrativo que sobrepase la noticia escueta, la evocación, el recuerdo, los personajes, los lugares, los hechos o situaciones que conmuevan sus fibras interiores. Por eso, a partir del corrillo y del informante, aquel asesinato pudo ser noticia, crónica y literatura, esas alternativas que tenemos para comunicarnos y ser conscientes del mundo en que vivimos.

Como conclusión podría decirles que todo lo que sucede a nuestro alrededor es susceptible de ser contado, bien en forma escueta como en la noticia, bien con análisis y conclusiones como en la crónica o reinventado como en la literatura. Sea cual fuere la forma escogida, no hay en ella valores mayores que la sinceridad, la honestidad y la belleza para conectarnos con ese mundo que esperamos ha de ser mejor para bien de todos. Y que el poder de la palabra no destruya y empobrezca la vida sino que la haga entendible para que florezca hoy, cuando necesitamos más jardines que cementerios y más palabras justas que estruendo de fusiles y cañones.