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Dos cuentos

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El círculo minoico

Hace una semana recibí la llamada de M., un amigo mío arqueólogo —un poco loco, pero muy querido por mí—: “Creo que he encontrado la clave del círculo minoico”, me dijo. Acepté quedar con él al día siguiente para que me explicase su descubrimiento.

M. es un arqueólogo apasionado por lo griego con una tesis a sus espaldas que ya le ha consumido parte de su sentido común —y parte de su sexto sentido—; en un viaje a Berlín y luego a Grecia hace un año, tuvo la oportunidad de confrontar sus tesis de investigación sobre la cultura de la civilización minoica surgida en Creta en el 2500 y desaparecida enigmáticamente en el 1600 a.C., con el profesor alemán Günter Stelt y con el profesor Nilsson. Sus análisis partían del hallazgo de la necrópolis por el arqueólogo alemán Schlienmann en 1876. La necrópolis en cuestión presentaba seis tumbas rectangulares bajo tierra, que contenían a dieciocho difuntos, y que estaban dispuestas en el interior de un círculo de piedra. Aquel hallazgo era el principio de toda su tesis.

A la muerte de Schlienmann en 1890, las excavaciones fueron continuadas por el profesor Evans, el cual demostró que ese enterramiento circular, aun siendo continental y estar anclado en Micenas, en pleno Peloponeso, presentaba claras influencias minoicas, pues las excavaciones demostraban que las tablillas encontradas en el ajuar funerario estaban inscritas en lineal B de Cnoso, la lengua minoica, hipótesis estudiada y confirmada por las tesis de Wace en 1952; pero lo que más impresionó a M. investigar a lo largo de todo aquel año en Alemania y Grecia fue que, en una de las tumbas de la necrópolis limitada por aquel círculo de piedra, se encontró, entre una gran cantidad de oro, cerámica y puñales, una copa en forma de cabeza de toro.

Al encontrarnos al día siguiente a la caída de la tarde, con un crepúsculo que ribeteaba de color persa el cielo, M. me habló de este modo mientras caminábamos hacia una cafetería junto al Guadalquivir:

—Hablé con el profesor Nilsson sobre los enterramientos circulares minoicos de Creta. Ambos compartimos la tesis de que Minos no era un rey particular, sino una especie de título parejo al de Faraón, un título teocrático, con lo que se explica su mención histórica en la Odisea de fecha tan posterior a la extinción de la civilización minoica primigenia. De ahí concluí que el origen de la necrópolis descubierta por Schlienmann era minoica y ello, además, por la razón de que, además de las tablillas, el oro y los puñales, se encontró una cornucopia en forma de toro junto al rey difunto. Eso evidenciaba que el rey era de la religión de los minoicos sin ninguna duda.

“La religión minoica se basaba en el naturismo, ¿entiendes?; los minoicos creían que la naturaleza era movida por la fuerza vital natural, con lo que el motor primero iniciaba una dimensión cíclica del universo eternamente recreada. Y la clave es la copa en forma de toro junto al rey; porque el toro representaba para los minoicos esa fuerza vital de la naturaleza que todo lo movía; por eso el toro celeste de los minoicos fue Zeus en su versión postminoica; por eso Zeus masculino rapta a Europa, su lado femenino, y por eso ambos fecundan al hijo, al hombre-dios, al Minotauro”.

—Pero, ¿a dónde quieres llegar? —le pregunté sin entender nada; a lo que mi amigo me contestó:

—¡Quiero llegar a que la clave de la necrópolis la había visto tantas veces que no la había visto! Porque no tenía perspectiva, porque había nacido viéndola todos los días como algo propio; porque la religión minoica, su paganismo cíclico representado por el padre, el rey teocrático Minos, la madre, la tierra Europa, y el hijo, el hombre-toro, el Minotauro, todo ese ritual pagano se representa hoy en día dentro de un círculo en donde a la muerte se la representa y se la diviniza en forma de sangre y sacrificio. ¡Aquí tienes la necrópolis circular de Minos! ¡Aquí se entierran a los muertos y se festeja al arcano paganismo minoico en donde el dios no es crucificado, sino rodeado por un círculo de piedra en donde sólo se sale siendo hombre-dios bebiendo de la copa ensangrentada en forma de toro! ¡Este es el círculo minoico, la necrópolis donde se entierra a los reyes héroes minoicos hoy día!

Miré frente a mí y vi la plaza de toros de Sevilla. Entonces todo aquel círculo de muerte y sangre y fuerza se abrió ante mí con todo su universo cíclico y toda su eternidad repetida. Y el crepúsculo color persa dio paso a la más oscura de las noches. Y me perdí en su laberinto.

 

Cámara oscura

Yo sólo estoy desarrollando un tema (...),
es decir, estoy adelantando la noción de
que la gente que lleve máscaras ha
cesado de ser una rareza, señor,
y que es difícil hoy día reconocer
al hombre bajo la máscara, señor...
F.M. Dostoyevski: El doble

Cuántas veces se había impuesto la ardua tarea de sentarse a escribir, José Jota no podría decirlo; pero ocurre en la vida de las personas tenaces y perseverantes como José Jota, lo mismo que les ocurre a los perros de presa: que no retroceden frente a nada y, al final, por suerte para muchos, o por justicia para otros, tanto el hombre como el perro acaban por conseguir lo que buscan.

No diremos que José Jota consiguió cazar su anhelada presa, porque eso sería dar rienda suelta a una cínica metáfora indeseable, pero sí es cierto que, tras muchos intentos, derrotas y sinsabores, José Jota se sentó un día y consiguió escribir un cuento cuyas consecuencias fueron conocidas y divulgadas por la prensa, de cuya noticia me hago yo ahora eco.

Así es que, aquel día, José Jota se sentó a la mesa de su pequeño cuarto y esperó hasta encontrar la inspiración.

Qué clase de inspiración era la que esperaba José Jota, joven de grandes principios y de fuertes ideales conservadores, no podemos asegurarlo; mas sí diremos que allí se sentó frente a la ventana que daba a la calle Lepanto y que allí estuvo sin moverse hasta que su mano derecha se movió para escribir este título: “Cámara oscura”. Un rayo cruzó su mente; se irguió en su silla como electrificado, rectificó su arqueada espalda para ponerla tensa como el arco antes de lanzar su flecha —y disparó. Esto fue lo que comenzó a escribir nuestro José Jota en estado de trance:

“Las voces se habían disipado cuando entró en la casa. Todo estaba silencioso. Max Medina sentía el corazón encogido. Había visto entrar a aquella figura en la casa; estaba seguro —se decía parado a la entrada de la casa abandonada—, estaba convencido de que aquella figura que le había estado espiando desde hacía una semana, de pie frente a su ventana, había entrado en la casa abandonada.

”—¡Piensa! ¡Piensa con calma! —se dijo mientras aleteaba su mano derecha nervioso; entonces decidió andar hacia la amplia escalera que subía desde el lado derecho del salón—. Ha subido..., creo..., creo que ha subido hasta arriba —se dijo; luego, aterido de frío y miedo, se cuestionó qué tenía que ver toda aquella absurda historia con él, porque, si de algo estaba seguro Max Medina, era de que era un cobarde.

”Prestando atención, Max Medina se paró frente al comienzo de la escalera; entonces llegó ese pensamiento a su cabeza que tantas veces le había guiado en la vida: su instinto de supervivencia le dijo que volviese a casa y que lo que había allí arriba no era de su incumbencia. De súbito, un crujido. Se dio la vuelta y vio que la puerta de la entrada se abría lentamente y que de ella procedían unos pasos cansinos, lentos, como ancianos.

”Allí se descubrió entonces una figura envuelta en lo que parecía una gabardina; aquella espalda, como si se esforzase por soportar un gran peso desproporcionado, dibujaba una extraña reverencia. La figura cerró la puerta tras de sí, bloqueando así el paso a la luz de la luna que había estado haciendo vívido el contorno de su cuerpo. El crujido de la puerta de madera acabó por morir justo en el momento en que se hizo la oscuridad en el salón.

”—¿Pensabas que te ibas a escapar, Max? —dijo quedamente la figura acercándosele y, dominando lo que parecía una gran cólera interior, diciéndole abruptamente con sarcasmo—: ¿Dónde has estado todo este tiempo, Max? ¿Por qué te escondes de mí, de la única persona que sabe cómo eres realmente, Max?

”En la planta de arriba se escuchó una puerta abrirse con lentitud, unos goznes chirriando; al instante el sonido de unos pasos rápidos se sucedieron a la apertura de otra puerta que restalló con un golpe seco. Un llanto de mujer recorrió la planta superior, apagándose luego. Afuera, un vecino abría la tapa de un contenedor para echar la basura. Ladraba un perro. Max comenzaba a sollozar.

”Ahí fue cuando la figura se desabrochó la gabardina y blandió un gran cuchillo con parte de su hoja serrada; alzó la mirada al piso de arriba desde donde habían provenido aquellos chirridos, aquellos pasos inquietos, aquel golpe final de una puerta y aquellos llantos de mujer y volvió a hablar de nuevo, esta vez quedamente:

”—Sólo el que tema salvar su vida la perderá, querido Max. No debes tener miedo de mí, porque sólo quiero ayudarte —le dijo sonriendo y achinando los ojos la figura—. ¿Crees en el destino, Max?”.

El bolígrafo de José Jota se paró y nuestro protagonista volvió a mirar a la calle Lepanto en busca de esa inspiración que siempre le abandonaba en el último momento.

En el salón podía escuchar las voces que salían de la televisión que tenía puesta su hermano; aquello le hizo perder la intensidad, esa intensidad que era la única catalizadora, la única capaz de obrar el milagro de la creación literaria original.

—Dios es intensidad —se dijo José Jota suspirando entonces, sus ojos cerrados—; la vida es intensidad, el amor es intensidad, el dolor es intensidad; todos los momentos monótonos son momentos muertos, lagunas de aguas estancadas donde se pudren nuestras existencias a la espera de otra ola, de otra tormenta, de un nuevo impulso refrescante del viento... ¡Necesito volver a conseguir la intensidad! —se dijo mirando la calle conteniendo lo que iba a ser un golpe súbito de su mano derecha, la cual quedó pendiente en el aire, indecisa, dudando entre caer o reposar tranquila y pacífica sobre la madera del escritorio.

Se calló. Volvió a quedarse en trance, absorto, quieto; su mente comenzó a perderse divagando a través de la calle, más allá del cine Central, más allá del Café de Indias donde solía ir con Paz no hace mucho, su Paz, su pequeña y frágil Paz que le pedía que se centrase en sus estudios y se calmase.

—Juntos —prorrumpió abruptamente entonces José Jota—; juntos..., juntos los dos en una sola casa para ser felices, en una casa para nosotros solos, una casa..., una casa a oscuras en donde tener..., donde meter nuestros recuerdos..., nuestro propio cuarto...

Y al terminar de balbucear aquellas palabras, el joven escritor volvió a recoger la flecha certera de la inspiración que estaba buscando. ¡La intensidad había vuelto! Una nueva ola recorría ya la laguna estancada. El viento había vuelto. Los muertos tiempos resucitaban más fuertes y violentos. Volvió a escribir:

“La figura alcanzó a Max que estaba apoyándose contra la pared, cerca del comienzo de la escalera en forma de media luna que llegaba hasta el tétrico y desconocido piso de arriba; los ojos cerrados y las manos en los oídos, el atormentado Max sollozaba e intentaba moverse sin éxito: estaba paralizado presa del pánico. Sintió al instante el golpe de una mano cadavérica en su hombro derecho.

”—¡Sube! ¡Te voy a llevar a donde siempre has querido ir! —comenzaron a subir los escalones, la figura empujándole con su mano en el hombro, Max Medina resistiéndose levemente. Pero la escalada no iba a ser fácil; Max comenzó a tropezarse, a trastabillar, a caerse una y otra vez. La figura le dio un corte en la cabeza con el cuchillo. Un hilo de sangre comenzó a descender por su frente hasta metérsele entre los ojos. Presa del pánico, Max perdió el conocimiento. Cayó desplomado en mitad de las escaleras. Un nuevo ladrido de perro volvió a sonar afuera en la calle”.

El hermano de José Jota apagó la televisión y se encendió un cigarrillo para pensar. De un tiempo a esta parte había notado que su hermano José no se comportaba de manera normal, de esa manera natural suya de hacer las cosas. Porque José siempre había sido una persona ordenada y muy cumplidora. Tanto en sus estudios de filosofía, como con su novia Paz, su hermano se había impuesto siempre esa rigurosa paciencia propia de los alemanes o de los judíos, que acaba por llevarle al que la sigue al éxito. Callado, de pocas palabras, un poco introvertido, su hermano José había acabado por volverse desordenado, iracundo y violento, “como si fuera otro” —pensaba Antonio dando una profunda calada a su cigarrillo. Se retrepó en el sofá encogiendo sus piernas; apoyó su barbilla en las rodillas y cerró los ojos para pensar mejor. Recordó entonces la bronca que creó su hermano José en frente de sus amigos.

Hace unos pocos días José había llegado a casa, encontrándose allí a su hermano y a sus amigos celebrando un cumpleaños; todos le invitaron entonces a que se uniera y José había aceptado una copa, “sólo una..., no puedo beber”. Aquello sorprendió a su hermano. José siempre había sido un alegre e irredento bebedor que aceptaba la bebida con estoicismo.

Dos o tres horas más tarde, José se había puesto violento. Antonio recordaba ahora cómo lo había mirado y le había gritado con aquellos ojos huidizos, erráticos, vidriosos por la cólera, en medio de todos los asistentes a la fiesta, que su vida estaba perdiéndose y yéndose al garete y que la vida era puro desperdicio. Todos le dijeron entonces que se calmara, que no era para tanto. Pero José no se aplacó; al revés, empeoró.

Comenzó a tirar vasos de la mesa, a empujar a los que intentaban pacificarlo, incluso había acabado por golpear a una de las chicas que le habían intentado coger de la mano para sentarlo. Ahí saltó entonces la chispa que acabó con la mesa por el suelo y con golpes, gritos e insultos. José estaba irreconocible, con la mirada nublada por la ira. No paraba de hablar de intensidad, de energía, de determinación, de la voluntad como poder, de luchar contra la mediocridad y la cobardía.

Todos se marcharon rápidamente. Un vecino llamó a la puerta y Antonio se vio obligado a salir y pedir disculpas. Para cuando Antonio volvió al salón, José se había metido en su cuarto, al final del pasillo. Un silencio sepulcral lo embargaba todo. La luz amarillenta de la cocina se comía parte del pasillo oscuro creando un charco de luz lánguido y alargado, a modo de tétrica laguna helada.

Decidió volver al salón. Se sentó en el sofá; un segundo después, no soportando el silencio, se había acabado por levantar y se había puesto a caminar para un lado del salón, llegando a parar frente a la pared donde estaba aquel cuadro tan horrendo de aquella mujer gitana, con aquella mirada tan incisiva y, a la vez, tan lánguida, sin esperanza. Se había dado la vuelta y reanudado sus pasos hacia el otro lado del salón, al final del cual se había llegado a topar con la maleta de su hermano en el suelo. Quitó un vaso roto de encima y la abrió.

Allí había ropa de gimnasio, un neceser, un teléfono móvil apagado y libros. Había vertido el contenido en el sofá y había comprobado que había, entre montones de ropa sucia, una carta de Paz, la cándida y silenciosa novia de su hermano. Entonces, se marchó a la cocina a servirse un vaso de agua con la carta en la mano: tenía la boca seca.

Al salir del salón e incorporarse al pasillo, había comprobado que la puerta del cuarto de su hermano estaba abierta y que de ella manaba una mancha de luz invadiendo la oscuridad del pasillo. Se asustó. No había escuchado sonido alguno desde que su hermano había roto la alegría de la fiesta; ni la puerta al abrirse había sonado, ni el rozar de las zapatillas de andar por casa que su hermano José solía hacer deslizar siempre había escuchado; pero los hechos eran que allí estaba el pasillo oscuro serpenteado ahora por dos manchas de luz, la de la cocina vacía y la del cuarto de su hermano.

Ahí había escuchado entonces agua saliendo del grifo del cuarto de baño. Aquello le calmó y le violentó a la vez; si quería leer la carta y averiguar qué pasaba con José, lo mejor era encerrarse en su cuarto. No hubo caminado hasta la cocina, cuando se quedó mirando su interior un momento, pensando. Luego, habiéndose deshecho de aquel hipnotismo, se había marchado a su cuarto y había cerrado la puerta con cuidado. Mas ahí le sobrevino una idea en la que no había reparado hasta entonces: ¡había dejado el contenido de la maleta esparcido por el sofá del salón! Había titubeado entre quedarse o salir de su cuarto, cuando escuchó a su hermano cerrar el grifo del baño. Al otro lado de la pared, había escuchado cómo el otro se secaba con la toalla y tiraba luego de la cadena del retrete. Luego, José salió del baño y se quedó callado en medio del pasillo. En su cuarto, Antonio había escuchado cómo el otro apagaba la luz del cuarto de baño, se iba a la cocina y, tras unos instantes de silencio atroz, daba en apagar también la luz de la cocina.

Antonio entonces contuvo la respiración, conforme el otro caminaba despacio de vuelta a su cuarto; Antonio pegó el oído a la puerta para escuchar lo que hacía su hermano. Ahí comprobó entonces, entre la seguridad de conocerse a cubierto y el temor a que su hermano pudiese llamarle a la puerta sin saber qué decirle o responder, cómo su hermano se paraba, callado e inmóvil, al otro lado de la puerta sobre la que Antonio tenía colocada su cabeza.

¡Qué imagen aquélla, con los dos jóvenes poniendo el oído en aquella puerta aislada por el silencio! La respiración de cada uno amordazada para no dar señales de vida al otro; cada uno sabiendo que el otro estaba agazapado escuchando, espiando...

De súbito, dos golpes secos chocaron contra la puerta que arrancaron de Antonio casi un grito que llegó a contener tapándose la boca con la mano que sostenía la carta. Se escuchó el crepitar del papel de la carta claramente. Al instante, Antonio se separó de la puerta y comenzó a caminar de espaldas sin quitar ojo a la puerta.

Un minuto pasó sin que nada sucediese. Nadie se movió. El otro arrastró luego sus pies y sus pasos, cansinos y lacerantes para Antonio, se alejaron para acabar acelerándose justo antes de entrar en el umbral de aquel cuarto al fondo del pasillo, la puerta restallando con un golpe seco y firme que se propagó por toda la casa como una llama en un charco de gasolina. Las paredes del cuarto de Antonio retumbaron, y le pareció que fueran entonces a menguar y a estrecharse para asfixiarlo. En eso, Antonio se puso la mano en el pecho, irguió la cabeza abriendo ampliamente la boca, y respiró visiblemente angustiado. Todo había acabado..., bien.

Despacio, con sigilo entonces, Antonio se tumbó en su cama y abrió la carta de Paz que decía así:

“Estimado José,

”He llegado a la conclusión de que no podemos seguir juntos; yo, tú lo sabes, he hecho todo lo posible, pero tú has acabado con mi paciencia. Sabes, porque te lo he dicho estas últimas semanas, que has cambiado, que ya no te reconozco, que ya no eres la misma persona que conocí cuando me dijiste que me querías aquel verano que me trae tantos recuerdos. Nunca te olvidaré, de verdad.

”Me da mucha pena todo esto, pero no puedo tomar otro camino que decirte adiós y desearte suerte en tu propia vida.

”Sí, sé que me vas a decir que vas a cambiar, pero yo no te creo. Pienso que te conozco un poco y que por eso siento la responsabilidad, que ha estado atormentándome durante estas últimas semanas, de darte un consejo que, espero, no me tomes a mal: controla tu fuerza, no dejes que tu ira te pueda. No te diría esto si no fuera porque he comprobado que te has vuelto violento. Y eso me ha dado mucho miedo, querido José.

”Sé que no eres así y por eso te lo digo; lo que me hiciste el otro día cuando me tiraste al suelo y me golpeaste y me chillaste te lo perdono, pero lo que no puedo hacer es mentirme y convencerme de que te sigo queriendo, porque no es así por mucho que yo quiera. Te deseo lo mejor, querido José”.

”Sinceramente,

”Paz”.

Había pasado una semana desde aquello, desde que José se había comportado como un psicópata en medio del cumpleaños, pero el contenido de la carta seguía preocupando a Antonio. Ahora, recién apagada la televisión, retrepado en el sofá y con su barbilla apoyada en sus rodillas, Antonio decidió ir a ver a su hermano a su cuarto. Apagó su cigarrillo y se aseguró que todo iba a salir bien.

Allí en el cuarto, mientras tanto, José Jota escribía absorbido por la intensa inspiración:

“—¡Vamos! —le gritaba la figura envuelta en la gabardina—. ¡No seas cobarde, hombrecillo! ¡Sube! ¡Sube sin miedo las escaleras!

”—¡Por favor, por favor se lo pido!

”—¡Qué! ¡Qué quieres de mí, hombrecillo! ¡Qué pides! ¡Qué suplicas!

”—¡No me lleve arriba!

”—¡Hace falta ser cobarde, hombrecillo! ¡No te va a pasar nada!, ¿oyes? —le gritaba al oído el anciano mientras le empujaba. Acabaron por llegar arriba; delante de Max se abría un pasillo oscuro que parecía derretirse ante sus ojos como la cera de una vela en la noche. Al fondo del pasillo pudo ver una puerta abierta que dejaba escapar la luz de la luna por debajo.

”El anciano le empujó para que caminase, amenazándole con cortarle la cara con su cuchillo. Llegando al umbral de la puerta del fondo del pasillo, se abrió bruscamente una puerta a sus espaldas. El anciano empujó a Max dentro del cuarto, cerró la puerta violentamente y se dio la vuelta para encararse a aquella sorpresa inesperada, su cuchillo rígidamente blandido hacia el pasillo.

”Dentro del cuarto, Max Medina abrió bien los ojos y contuvo la respiración. Observó que había una cama, una mesa que daba a una ventana y unos libros en una estantería. Buscó entre los libros no sabía qué; tenía la vaga corazonada de que en aquellas estanterías había algo escondido: ahí fue cuando un objeto cayó al suelo secamente. Era un largo cuchillo de cocina.

”Max esperó tras la puerta. Tenía el pulso desbocado. Casi no se tenía en pie. Se apoyó contra la pared y escuchó cómo el anciano volvía hacia él. Levantó el cuchillo en alto. Los pasos se acercaban y la voz que venía de fuera le hablaba turbiamente mientras se acercaba. No entendía por qué le instigaba, qué mal le había hecho y por qué le había dicho que su labor consistía en ayudarle. Max aferró bien el cuchillo, su hoja restallando al reflejarse contra la luz de la luna que entraba por la ventana. La voz era ininteligible para Max, mientras sus pasos se hacían más precisos, más claros, más secos, recobraban un vigor inusitado. Una mano desde fuera asió el pomo de la puerta y lo hizo girar.

”Max alzó firmemente el cuchillo para asestar el golpe escondido tras la puerta.

”Ésta se abrió y dejó ver una cabeza, la cual comenzó a hurgar hacia la ventana dándole la espalda en su busca; luego, en ese instante inmortal, fugaz, irredento, el cuello de la cabeza se giró y aquellos ojos negros le miraron. Max, que hasta entonces había estado hipnotizado por la visión decrépita y senil de aquellas arrugas plegadas que había visto en aquel cuello al girarse y mirarle, gritó y asestó un golpe perdido con el cuchillo cuya hoja acabó por clavarse en medio de la mejilla de aquella cara asustada y descompuesta, sin vida.

”Comprobó entonces Max liberado cómo se desplomaba el cuerpo al suelo. Tras un minuto en el que se quedó petrificado por el miedo, Max se movió, sorteó el cuerpo en el suelo y se dirigió hacia la mesa que daba la ventana.

”Allí se sentó. Luego, extrañado, comprobó conforme le embargaba el pánico y el horror, cómo los papeles que se encontraban a su alcance narraban lo que había estado viviendo hasta esos momentos. Presa del pánico, tirando un folio y luego otro y otro al aire conforme se apercibía de la narración escrita, Max se volvió y vio la cara de su hermano en el suelo mirándole. Sus ojos estaban fijos en él: fijos y secos”.

—Fijos y secos, los ojos me miran —murmuró José Jota imperceptiblemente mirando erráticamente a la ventana y a la calle—. Me miran fijos y secos en mi cámara oscura.

 

Epílogo

El artículo de la prensa informaba finalmente que José Jota había sido diagnosticado, un mes antes de estos acontecimientos, trastorno bipolar, enfermedad que, en palabras del profesor de Psiquiatría de la Universidad de Alcalá de Henares de Madrid, señor José Manuel Montes Rodríguez, consiste en que es “un trastorno psiquiátrico provocado por una alteración de los reguladores del humor, el cual conduce a la aparición de estados de ánimo anormalmente bajos (depresión) y anormalmente elevados (manía o euforia) de forma desproporcionada a la circunstancia que los desencadena o, incluso, sin precipitante. La base del trastorno es genética, pero precisa de la intervención de otros factores psicosociales que la precipiten”.

Ahora estoy escribiendo este relato en mi propio despacho y me acuerdo de José Jota. Miro mi puerta y me acuerdo de su puerta: detrás de cada una de las puertas que nos encierran hay siempre una mano que nos llama, una mano que toma el pomo y lo retuerce para invitarnos a contemplar el mundo, aunque muchos, por costumbre o por miedo, ya se hayan acostumbrado a hacer de su cuarto su mundo, su cámara oscura. “La infelicidad”, dice un pensamiento de Pascal, “no consiste en otra cosa sino en la incapacidad del Hombre de quedarse quieto en su cuarto”.

Error craso. En la soledad está el diablo, están todos los males que rodean a nuestro corazón. Salid de vuestros cuartos, ahora que estáis a tiempo...