Letras
¡Papi, qué rico lo haces!

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En ese embarque de la inmersión inteligente dentro de las relaciones humanas de pareja en la cama, evadir las lexicalizaciones se vuelve reto mental que disgrega el orgasmo.

Sin malabarismos mentales quizás sea más efectivo, al estilo de la puta del barrio, “papi, qué rico lo haces”, y ya, nada de “la aurora de tus ojos supera el texto de Nietzsche”. Porque te eleva el espíritu pero desciende el asta.

Así fue como la Blanca doncella con un halo medieval permanecía en su cuarto cueva de aquel barrio marginal de nombre “palo cacao”, cagado sería un cultismo. Noche tras día deglutiendo carpenterianos libros como textos estratégicos, con el único afán de sortear las columnas que se interpondrían a su paso... pues ella siempre supo, por los cuentos de transmisión oral, que fuera de su aposento una ciudad colonial la agobiaría con enormes estructuras cilíndricas desde las cuales el riesgo y el peligro venían acompañados de proyectiles de concreto, lanzados por el dios de los derrumbes desde los capiteles dóricos. Que conste que ni Alonso Quijano habría desvirtuado en su febril y creativa conciencia semejante realidad en molinos.

Dentro del plan de escape estaba el dominio y amaestramiento de los camellos, sobre los cuales vencería el camino hasta llegar a la mentada ciudad, dentro de la cual la historia de las columnas era sólo un símbolo, una noción casi metonímica, pues columna era la parte, pero el todo estaba constituido por balcones, techos, barbacoas, andamios y, para no agobiar, cualquier término arquitectónico, desde arcos de medio punto hasta vigas, azulejos, vitrales, ventanales, con sus persianas... ¡hasta escalones!

Blanca doncella estaba cansada del encierro hogareño, pero el miedo como medio de educación familiar le hacía aferrarse a su cueva cuarto como sinónimo de país, de nación, de patria y hasta de libertad... porque todo afuera estaba taaan malo (según los cuentos de transmisión oral...), y según su abuela era mejor malo conocido que bueno por conocer, y bien venga el mal si viene solo, que incluso el elemental acto de la comparación y decantación de eventos para la toma de decisiones de su empresa personal se eliminaba como alternativa instintiva de elección. De niña no buscaba una pelota roja y una azul para escoger, sino sabía que la azul era la única y gran pelota (entiéndase el globo mal llamado terráqueo y lleno de mar, por eso lo del azul). Este tipo de aclaración va dirigida exclusivamente al público extraterrestre, clientes meta de mi cuento terrenal.

Pues bien, Blanca, con su melanina a tope, semejante a la noche (Carpentier caló hondo en su autoestima), cual la noche de Excilia Saldaña, así de poética y así de negra, alisó pelo a pelo su encaracolada cabellera cubierta entonces por un pañuelo blanco, como el máximo de luz, ella como la ausencia de color, ying y yang, pureza y dureza de carnes firmes y entrenadas en silencio para una fuga definitiva del encierro y del dolor que zumba en los oídos por culpa del silencio. Llega un punto en que los sonidos diarios equivalen a la nada por simple repetición inferida y vacía, inatrayente, de tambores que como el canto de los gorriones, pasa inadvertido. Esas son las voces de la familia, los consejos maternales, el goteo de la llave, el choque de los cubiertos, el tic tac de Radio Reloj.

Así que la negra se vistió de iyabó, abrió la puerta de la gruta y el sol contra las pupilas y la mano sobre los ojos pero los pasos apurados y las rodillas flexionadas y el aire contra la cara y cada vez más rápido y echó a correr y correr y correr y no vio jamás un camello, ni una columna, ni un capitel... Blanca se dejó caer en el primer banco de parque (este dato no se lo habían dado, la ciudad está llena de parques y bancos), pestañeó encharcadamente con las lágrimas generadas no por tristeza sino por una basura, tiró la cabeza hacia atrás, sobre las maderitas verdes tan verdes como el césped a sus pies, como el verde en el cielo de hojas de encaje de flamboyanes. Había corrido demasiado, ocho kilómetros, sudaba lluvia ácida, sudor amargo que pulía los poros liberados...

—¿Me dice la hora, por favor?

—Pero, ¿existe el tiempo? ¿existes tú?... ¡papi, qué rico lo haces! —y, ante la mirada perpleja del hombre que no había hecho más que preguntar, rectificó...—. Las seis, son las seis, mire los rayos perpendiculares del sol.