Eran las seis de la mañana y en el parque ya había gente corriendo o haciendo gimnasia. Estaban los atletas, los hércules, los fisicoculturistas, los feligreses del gimnasio (en la playa es cuestión existencial lucir los músculos bronceados mientras se juega paletas o se toma una cerveza) y también los redonditos, los subiditos de peso, kilitos extra que costaba sudar la gota gorda, imagínate en bikini mostrando los rollos y la panza.
Aunque tímidos, los rayos del sol ya se sentían. En las barras y las paralelas estaba el Rombo, que venía desde Pueblo Libre en una bicicleta oxidada, y también Machiste, el Flaco Johnny, el Piurano y los Villar. Entre los columpios y los toboganes un grupo de chiquillos olvidaba con el juego que hoy no habría desayuno.
Bajo un árbol, tirado sobre el césped, el viejo Coca había visto cómo tíos mayores que él tenían suficiente vigor para correr hasta dos vueltas al perímetro. Sobre todo lo asombraron la fuerza y agilidad de un anciano que colgado de las argollas levantaba las piernas hasta quedar en perfecta posición de escuadra. Uno - dos. Uno - dos. Arriba - abajo. Arriba - abajo. El viejo Coca se cansaba de sólo contar. Ya lo había visto otras veces, incluso a señoras de edad, y gordas, haciendo ejercicios, trotando sobre el sitio, salto de rana, cuclillas, cielitos, los dedos tocando la punta de los pies, pero nunca había observado con detenimiento como en esta oportunidad.
Como en una película vio a las muchachas, a los jóvenes, a los niños, a las señoras, a los viejos. Se admiró de las sonrisas, el esfuerzo, el movimiento de los músculos, el brillo del sudor. Empezó a sentirse mal al verse tirado como un trapo, enfermo y sin energía y se tendió de espaldas a ver los árboles, ese oscilante mar verde que siempre lo arrullaba con plumas y cojines de paz.
Esa mañana él se había reunido temprano con el Marrón, el For Fai, el cholo Canas y otros, pero como no tenía dinero ni cigarros no lo dejaron dar ni un trago. Hasta se burlaron de él y amenazaron con golpearlo si no se iba. El viejo Coca siempre les había invitado a todos de su botella, también siempre daba dinero en las colectas, pero ahora nadie quiso acordarse y lo despreciaron como a apestado con risas traicioneras y salivazos.
Poco a poco fue adormilándose. Escuchaba las voces, las bocinas, el ruido de los automóviles y a la vez se hundía en un sopor tibio que en algo le alivió el cansancio, las malas noches, la poca comida, el dolor de cabeza, pero al rato, semiinconsciente, se vio incapaz de abrir los ojos, paralizado con un rigor demasiado sospechoso, atado y envuelto sin salida y comenzó a alucinarse muerto en una caja hecha con palos de escoba, agusanado y podrido.
Se despertó sobresaltado y se puso de pie. Ya no estaban el tío atleta ni las gordas, se habían ido a duchar y tomar desayuno. Sólo quedaban unos pocos en las barras. Aún estremecido por la pesadilla el viejo Coca echó a caminar al mercado, lejos de los que hacían ejercicio para que no se burlaran de él.
Caminando por Joaquín Bernal el viejo Coca renegaba de su desgracia pero nunca descartaba la posibilidad de un milagro si no grande y trascendente a la del Señor Moreno o Santa Rosa de Lima, al menos uno chico a lo Sarita Colonia o Beatita de Humay: un billetito en el suelo, un préstamo, una limosna, una botella, ¿una botella? ¡Sí, una botella! ¿Una botella?
Dobló por Túpac Amaru, cansado, sin fuerzas. El sol ya quemaba fuerte y el viejo comenzó a sudar. Lo mareaba su propio olor, el de su cuerpo y el de sus ropas. La gente lo miraba con desprecio, borracho vicioso, vaya a trabajar. La cabeza le dolía y en su estómago se removían los ácidos dejándole en la boca un sabor a bilis. Tenía que comer algo, pero estaba sin dinero. El hambre lo exprimía, lo atenazaba, le hacía ver lucecitas en forma de panes, chicharrón, relleno, camote frito, tazas gigantes de café con leche.
Por fin llegó al mercado y entró por los puestos de los jugos, en Julio C. Tello. Se embelesó unos instantes con el perfume de las piñas, las fresas, los limones, los plátanos, las papayas y la canela, el clavo y el anís, ese mismo aroma que de niño lo remecía de gozo e impotencia al no poder comprar un Atómico, un Vampiro, un Superbatido o un Especial con leche, huevo y miel o algarrobina mientras se prometía cuando sea grande me compraré uno diario, mejor dos, desayuno y almuerzo, y aquí estaba el viejo Coca, años de años más tarde sin poder comprarse ni uno, ignorando los gestos de espantamoscas del patrón, el cholo canoso y bigotudo, padre de Chabuquita que además de bonita buena porque a escondidas le daba una ensalada de frutas con su canela más o un Atómico Especial que fácil le hacía la cama al primer trago.
Pero ahora Chabuquita brillaba sin presencia y entre los aromas de las frutas, los jarabes, los postres (gelatina, frijol colado, mazamorra morada, arroz con leche, duraznos en almíbar) y el alacrán del llama blanca el viejo Coca reconoció el dulzón y pacharaco perfume de la linda Chabuquita.
Optó por retirarse, era más tortura que nada y evitando la carnicería y los pescados —el hedor y la sangre lo mareaban— enrumbó por las verduras, las hierbas y las especias, las carteras y los zapatos, las telas, los plásticos, los metales, la artesanía hasta llegar a los divinos, sacrosantos, a veces inaccesibles pero siempre bellísimos puestos de comida.
Tenían cuatro o cinco taburetes para comer en el mostrador y una o dos mesas que compartían los parroquianos. Cuando había dinero el viejo iba al de la gordita Gladys, su estofado de pollo era insuperable, pero misio como ahora lo mejor era invocar la piedad del Chacalón, rey de la papa y de quien decían amasaba una fortuna en dólares pero igual se levantaba a las cuatro de la mañana para cocinar; en su casota de Ate los pollos y gallinas circulaban libremente. O la misericordia de los Huasasquiche, los padres y la hija, Tripagorda les decían porque aunque paraban comiendo no engordaban pero todos los querían porque eran buena gente y siempre daban dinero a los necesitados, a los niños pobres, a los enfermos de cáncer, a los damnificados de huaicos, inundaciones o sequías, a los alcohólicos y drogadictos en rehabilitación.
El viejo Coca se paró frente al puesto del Chacalón y su ayudante, un muchachote albino de ojos de conejo, pero estaban demasiado ocupados sirviendo las sopas, el lomo saltado, el cau cau, el seco de cabrito, el salpicón de pollo, el cebiche de mariscos, y ni lo vieron con tanto ajetreo. El viejo Coca empezó a babear y tuvo que secarse la boca con la manga de la camisa. Ya algunos clientes empezaban a mirarlo feo. Quita quita cochero de Drácula. Mata apetito.
Casi nunca el viejo Coca accedía al sumo placer de un pescado a la chorrillana o un lomo a lo pobre, pero a veces llegaba al okay de unos tallarines verdes o una carapulcra. Lo más frecuente era el proletario de los platos: arroz con menestras (frijoles, pallares, garbanzos o lentejas), fiel compañero de estudiantes, desempleados y vendedores ambulantes, con su salsa’e cebolla y el jugo verde del seco o el rojo del estofado.
Al acercarse al puesto de los Huasasquiche no tuvo necesidad de poner su cara más triste porque al verlo la Tripagordita le sonrió como un ángel y le entregó un plato grande de sopa y un pan francés, sopa con verduras y fideos y oh alegría de alegrías, un trozo grande de carne pura carne sin nada de pellejo, mi’jita, Dios te bendiga y no Dios te lo pague porque prometo pagártelo yo aunque ya cuánto les debo, pero un día algún día verán quién es el viejo Coca, no el borracho miserable que todos conocen, que es el capullo, la crisálida, sino el audaz negociante que es la mariposa que un día algún día va a volar.
—Coma despacio, viejito, que se atora.
—Mastique.
—Si no tiene dientes...
Qué buenos los Huasasquiche. No iban a misa pero qué falta les hacía. Santos, unos verdaderos santos.
—Muchas gracias, patroncitos. Gracias otra vez. Dios los bendiga.
Y ahí no acabó la buena racha porque cuando se iba, relamiéndose la grasa de los labios, el Chacalón que ya no estaba ocupado lo llamó y le tendió un tacu tacu con concolón que lo hizo blanquear los ojos del éxtasis, ni con un ron de Medellín, oiga, y en la salsa clarito sintió el aceite de oliva y el culantro, ay mamacita qué he hecho para merecer algo tan rico mientras el joven albino, el nabo fantasma, no controlaba la risa al verlo tragar con su boca desmuelada y los frijoles pegados en los bigotes.
Al terminar la comida el viejo Coca quedó ahíto, lleno como un costal, incapaz de moverse. No recordaba la última vez en que había comido tanto. Eructos de satisfacción, opíparos, no de aire o alcohol con bilis. Casi le besa las manos al Chacalón de tan agradecido que estaba. Chacalón rey de la papa y soberano de cuyes, pollos y conejos, Dios te bendiga a ti y a tu familia y al zanguango bañado en lejía que me mira con sus ojos rojos.
Empezó a retirarse el viejo Coca, sonriendo como un bendito, con pasos cortos porque estaba para reventar, feliz de la vida y tacucheao como nunca y ahora sí con una sed tremenda no de chicha, limonada o cerveza —tragos para chibolos— sino de algo fuerte que le remeciera el espíritu: una caña brava, un aguardiente, un whisky chusco, y ya salía por donde entró, por los puestos de los jugos, cuando vio al For Fai corriendo despavorido, púrpura del miedo y sudando como en sauna, For Fai, For Fai dónde vas y For Fai abriendo los ojos como sapo: ¡la batida, la batida!, se llevaron al Marrón, al cholo Canas, al Calavera, al Cherrifás, yo venía de comprar cigarros y vi el camión, tombos a montones, palos y patadas, ni uno se salvó y seguía corriendo el For Fai como si lo persiguieran no fantasmas sino policías, aterrado ante la idea de pasar cuántas noches en una celda oscura, húmeda, con ratas y apestando a orines.
El viejo Coca se echó a reír a carcajadas. Bien hecho, castigo de Dios, justicia poética, furor divino. Eso les pasa por no convidarme, por retrecheros y angurrientos, egoístas y malagradecidos, así aprenderán a no negarle un trago al viejo Coca, malandrines.
Guiado por una fuerza superior cruzó la pista y se dirigió al parque bordeando las canchas de fulbito. A pesar del calor caminaba rápido, reanimado por la comida y las buenas noticias. Algo le decía que su suerte iba a continuar y podría encontrar algún despojo de batalla, en el peor de los casos botellas vacías que podrían agenciarle unos reales.
Cansado pero contento llegó adonde el For Fai y los demás se habían reunido más temprano y comenzó a buscar en el suelo. Colillas de cigarro, escupitajos resecos, envolturas de chicle, chapas de gaseosa. Una botella vacía de ron. Caleteada en un arbusto encontró otra botella llena hasta la mitad. El viejo Coca la destapó temblando de nervios, reconoció el aroma del pisco y con gozo infinito saboreó el primer trago, cerró los ojos para apreciar mejor la sacudida picante y ardiente que le resbaló al estómago.
Nuevamente echó a reír. A esta hora el Marrón, el cholo Canas, el Calavera Calata y el Cherrifás estarían encerrados en un hueco nauseabundo, abusados y torturados. Quizás no saldrían en una semana. Por él, que se quedaran para siempre.
¡Salud!