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Extremidades

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Lección de música

Fue en el castillo familiar, no muy distante de la abadía cisterciense de Flavan que sería almacén para guardar botellas de armañac después de la revolución —cierto día en que Guillaume de Langres, primogénito de doce años, recibía lecciones de clavicordio con el preceptor a su espalda y vio pasar, entre el gabinete de teca y el orbe mecánico, a un carnero completamente desollado, sangriento, escapando con terribles balidos del dormitorio de su madre parturienta a la que las matronas aplicaron un cataplasma con su piel caliente—, cuando Guillaume tuvo la evidencia de que el pelo se le había vuelto blanco.

 

Las tormentas

El niño corría esa noche por el pasillo perseguido por los primeros truenos de la tormenta, que reverberaban con clamor de artillería. En otras ocasiones, huyendo de las alimañas de algún sueño, abandonaba su habitación de puntillas o tanteaba delicadamente las paredes en dirección al cálido ronroneo de los brazos de su madre. Ahora volaba descalzo, temblando, sin aliento, con pequeños incendios en los ojos muy abiertos y la ardilla asustada que era su corazón pugnando por escapársele del pecho. Parecían rozarlo ya los relámpagos y las ráfagas exteriores de viento y lluvia cuando alcanzó el pomo del dormitorio de su madre. Lo giró y cerró tras de sí resuelto, triunfal. Retumbos, trallazos y aullidos se apagaron. Estaba a salvo de los demonios rebuznadores de las tormentas. A través de la luz íntima que despedía la lamparilla de la mesita de noche, a través de su vapor tibio y dorado, como de caballeriza, el niño creyó entrever —antes de cerrar los ojos— un enorme lobo negro, híspido, jadeante, desafiador, cuyas poderosas patas se demoraban sobre las sábanas.

 

Cleveland

El humo se acumulaba en el techo de la bolera. Los muchachos, confiados, lanzaron sus bolas como quien exprime un jugoso racimo de bayas y lo arroja lejos. Habían puntuado alto y ahora charlaban y fumaban tranquilamente, estudiando los ventiladores y el bruñido de la tarima. Mi turno. Entre las bolas vino rodando un cráneo, limpio y brillante. Los muchachos miraron con preocupación. Introduje los dedos en los orificios de los ojos. Sentí que se ennegrecían de sombra y de vacío de gruta. Era dolorosamente más ligero que las demás bolas corrientes. Ladeé la cabeza calibrando peso y distancia. Retrocedí unos pasos para tomar impulso. Al lanzarlo cerré los ojos y hubiera cerrado los oídos si éstos funcionaran de tal manera. El cráneo salió proyectado, describió una buena trayectoria y rodó por el centro de la pista percutiendo contra el suelo pulido, como un meteoro color crema a la deriva en la corriente de las probabilidades.

 

El tendedero

No conocemos a los vecinos. Desde la ventanita del baño superior sólo alcanzamos a ver el descolorido toldo que cubre su patio. Y, estirando el cuello, unas tinas vacías —o yo las creía tales— en el rincón opuesto a nuestro muro. Por lo demás, hay en sus hábitos descorteses algo que se impone sin esfuerzo, que sobrepuja con violencia, que salta y arremete desde su patio, una invasión de proporciones extraordinarias, repetida una y otra vez sin variaciones, día y noche, atardecer o madrugada: el lancinante chirrido del tendedero. Un serrado lamento. Un rechinar concéntrico. Un clamor cortado a pico. Una aturdidora letanía. Una cólera compacta. Nosotros, mientras tanto, nos encorvamos hasta tocar los pies con la barbilla, gemimos impotentes, masticamos objetivamente el desgarrador estrépito de las roldanas sin aceitar. Y la infinita vulgaridad de las llamadas a gritos de la madre. Y los berridos sobrehumanos de los niños. Y las blasfemias del padre. Con el tiempo no esperamos, desde luego, cambios favorables. El refinado mecanismo de tortura —sus cuerdas extensibles, sus poleas, sus cables de acero, sus pinzas prensiles, sus perturbadores chillidos— parece cargado de un sentido extraño. Nadie apacigua a la bestia cuando tronza. Más bien al contrario, la azuzan sincronizada y deliberadamente. Es gente con habilidad para dañar. Con gusto quisiéramos abstraernos del fenómeno. En esos momentos uno desearía ser bronco, acaso despiadado. Por desgracia, nada nos da fuerzas. Carecemos incluso de permiso de armas y de las ventajas de tal género de alivio. Hora tras hora, día tras día, alguien cuelga y descuelga, tiende y recoge algo en maniática sucesión. Con tanta asiduidad, con tan cruel eficacia y rechinamiento, que las lagartijas caen del muro: el espanto afloja las ventosas de sus patas. En ocasiones, a contrapelo del aire, el corrupto olor a cebolla de las matanzas, a pieles vencidas tras la ejecución, sube hasta nosotros. A menudo su patio se puebla también de estorninos. Desprecian los robles cercanos para arracimarse a su antojo bajo el toldo, en el mismísimo rectángulo dispensador de frío y pensamientos siniestros, de sombras apenas entrevistas, de secretos pecados e

incomprensibles costumbres. Como si acudieran atraídos por los despojos anónimos que sujetan las pinzas del engranaje. Ojalá pudiera llamarlos ropa tendida. Lo peor es, diríamos, la familiaridad. La absoluta vecindad con las atrocidades. Los estragos de esa especie de deriva monótona y terrorífica. Evidentemente, la claudicación. Nos mudamos. Sin pena.

 

Extremidades

Iban a demoler el viejo hospital y citaron a los ciudadanos interesados en reclamar sus antiguos despojos corporales, objeto de observación y estudio durante decenios. Fue la curiosidad lo que me llevó a solicitar la pierna que me amputaron, por encima de la rodilla, cuando aún no había cumplido veinte meses. A aquella tragedia le siguieron años de trato preferente con el mejor artífice de piezas ortopédicas, apéndices más apropiados para la vida en sociedad, y no demasiado molestos; por lo demás, mi muñón y todo mi organismo aceptaban de buen grado cada nueva incorporación, como si se supieran regenerados al entrelazar su borde de carne ya endurecida con esos tejidos fríos, inertes, metálicos. Ahora, frente a mis ojos, en el formol de un recipiente de cristal, flotaba la extremidad sorprendentemente diminuta, blanca e infantil de un hombre de cuarenta y nueve años. Su visión resultaba más tierna que grotesca: los dedos del pie como migajitas de pan, la rodilla sin señales de hueso, el revoltillo de cabello de ángel de las arterias seccionadas del muslo. Este espíritu gemelo, en su soledad, en su meridiana inocencia, había permanecido inmutable, intacto, a salvo de la carcoma del cansancio, libre del veneno que todos los seres llevamos dentro. Yo crecía, mientras tanto, ajeno a la entereza de mi extremidad cercenada; me desarrollaba con la indiferencia de la mala hierba que se reconoce inútil, destinada a una absurda vida de sacrificio y condenada a la fumigación final. Cuando días después comencé a observar desapasionadamente aquella extremidad mínima, a pesar del insondable vínculo que nos unía, a pesar de su plena indefensión, a pesar de todo, me pareció de pronto un objeto inconcebible, casi monstruoso. Bastaba imaginar su mórbido tacto —tan distinto del tranquilizador pulimento de mi pierna ortopédica— para sentir una cierta inquietud, un temor originado más allá de las fantasías de suplantación. Alojé al ente y a su receptáculo de cristal en las baldas más altas del sótano. Allí lo espiaba día y noche, sintiéndome observado. Seguía sus delicadas pero obsesivas evoluciones, meciéndose imputrescible en su mundo de infusión, maligno, ignominioso, como esas hienas que al saberse heridas devoran sus propias vísceras.

 

Introito para arpa de tendones humanos

El ojo derecho me cuelga a la altura del pómulo. Las ametralladoras nos barrieron del parapeto. A Le Brun y a mí. Caí bocabajo en el barro. Oscuridad, acógeme entre tus brazos. Hacerme el muerto. Aquel crujido era la bala volándome el hueso orbital. Intento devolver el ojo a su lugar sin delatarme. Parece un amasijo de muelles blandos. La aviación nos había bombardeado de nuevo a la salida del sol. El capitán d’Herbelot se disgregó en miles de pequeños d’Herbelot. El miedo no es negrura si antes has conocido el espanto. Thierry perdió los brazos mientras los estiraba en un bostezo de cansancio. Comimos ratas que sabíamos devoraban cuerpos de soldados muertos. Amortajamos miembros amputados. Hilamos tripas y las repusimos en sus cadáveres coronándolas con las fotos de sus novias sonrientes. Cada uno de nosotros, espectros raquíticos y aulladores, conocía en vida el nombre de su infierno: el bosque Prijmadin, la plaza de Altsattl, los pastizales de Na Mustku, el río Týna, la colina Podêbrady. Ha vuelto a desprenderse el globo ocular. Lo empujo al fondo de su cavidad con un lentísimo amago, intentando no descubrirme. Dios delante y yo detrás. En uno de los últimos ataques, Litvak el Pelícano levitó en el aire con la explosión del mortero y pude contemplar momentáneamente el revés entero de su piel. Litvak el Pelícano fumaba picadura de primera. Camaradas que eran borbotones de rabia, miedo, astucia, lealtad, locura, y una fracción de segundo después caparazones vacíos, hollejos, remolinos de carbón y fosfato. Permanezco inmóvil. Bocabajo. La náusea llama convulsamente a mi puerta. La dejo entrar y se acomoda en la mesa junto al dolor. Decrece el ruido sordo de los impactos contra los sacos terreros. Mi ojo izquierdo, entreabierto, asiste toda la tarde a desfiles de chinches y hormigas y cucarachas. No hay paisaje en esta sala de máquinas de la historia, en esta artesa para matanzas. Sólo raciones de sangre. Macutos de barro. Cantimploras de secreciones. Trincheras de vendas y delirios. Pienso en la pureza, en una monja de hábitos blancos y toca almidonada que acaricia mi frente con un beso incomparablemente dulce y consolador. Pienso en la imprecisión del dedo meñique de los pies. Se acerca el enemigo entre los escombros. Lo olisqueo. Tiemblo. La muerte es sólo un día más, nos arengaba el capitán d’Herbelot antes de desintegrarse en su halo. Un día más, quizá, pero interminable. Siento pánico. Doy la espalda a las ráfagas perdidas de los francotiradores, a los lanzallamas, al imperceptible y concluyente disparo de los rematadores de heridos. Llega la noche, como aturdida. Horas apiladas en frías capas de agonía. Temo también una paletada de cal sin previo aviso. Dormir. Visto desde arriba, mi cuerpo hace nido. El párpado restante se me cierra de sueño, de agotamiento, de asco. Pero lo que más empavorece a este cobarde, a este desertor, es la infinita maldad del amanecer.

 

El espanto

Acodado en una mesita exterior del café Madagascar, sorbo el contenido de mi taza y contemplo a los transeúntes, estudiándolos como quien pesca con chispa y mosca ahogada. El aire remolca muy despacio las nubes. Me fijo en un hombre agradable con sombrero y maletín que lleva de la mano a una niña de no más de seis años, tironeando un poco de su bracito, lo suficiente como para impedir que avance con naturalidad. Parece asustada. El contacto de aquellas dos manos desparejas no es el idóneo, ni responde a la bendición del amor, remite por el contrario a la vorágine de peligros que se extiende más allá de uno mismo. Esos detalles triviales me sobrecogen. Y su efecto hace que, de pronto, tenga del hombre la percepción —repugnante en el más genuino sentido de la palabra— de algo como una langosta, una más entre las langostas de una plaga que bulle sobre un mar de sangre negra. Los observo mientras se alejan: la niña con pasitos descompasados y él emitiendo sonidos de masticación. Finalmente, ambos se pierden entre los huevos de oscuridad que están siendo incubados bajo los farallones de nuestros edificios.

 

Relámpagos

Un rayo fulminó nuestro palo mayor, arrojándome a la helada negrura de las aguas. Olas como cordilleras arremetían contra el barco, que crujía y cabeceaba espantosamente, guiado a la condenación de las rocas de bajío. La corriente me arrastró hasta el fondo, entre bocanadas, con la vista fija en las trombas de espuma de la superficie que se alejaba, hasta que unos brazos atraparon con fuerza mi cabeza y me devolvieron al aire. La matrona, bajo la cegadora luz del quirófano, dio unas vigorosas palmadas en mi espalda de recién nacido, depositándome sobre el pecho de mi madre, que sudaba y jadeaba aún por la dificultad del parto. Redoblé mi llanto, deslumbrado por la blancura del lugar, pero reconocí entonces el gorgoteo de un alimento invisible. Convergía hacia dos boyas que se mecían en la suavísima resaca, llamándome. Atrapé con furia aquellos pezones maternales en busca de una promesa de saciedad. Mi lengua bordeó los senos, descendió luego por un costado, invadió impetuosa los muslos y se demoró en el centro magnético del cuerpo de mi amante. Ya de madrugada, el rumor de su marido tras la puerta me empujó despavoridamente bajo la cama. Me latían las sienes. Petrificado entre los muelles y la alfombra de felpa, la vergüenza dejó paso al enojo. Renuncié a la seguridad de un horizonte de zapatos y tiempo estancado y asomé fuera la cabeza. Una de las balas enemigas hizo rechinar mi casco, devolviéndome al barro de la trinchera. Demonios de humo danzaban en la noche. Las explosiones de mortero se sucedían sin intervalos ante aquel lodazal ensangrentado. Recobré mi fusil, rugiendo de desesperación y sed irrefrenables, me afirmé sobre los pies y apunté impulsivamente hacia la llanura. Mi disparo derribó al asesino de mi hijo mientras se celebraba el juicio por el crimen. Hubo en la sala agitación de bombines y cuellos de celuloide, pero ese acto alivió mi cólera y mi amargura y pude rememorar por fin, sin estremecerme, su rostro tan grave para un niño de nueve años. Los guardias del tribunal me inmovilizaron de inmediato, obligándome a sentarme con cierta rigidez. Ajustaron después las correas de la silla eléctrica contra mis miembros. Cerré los ojos, como si ello me permitiera eludir la ejecución o creyese vivir en la linde un sueño interminable. Cuando alguien accionó los conmutadores del cuadro, la descarga bramó salvajemente a través de mi piel calcinada, fluyó por los muros de la penitenciaría, retornó a las alturas y perduró allí hasta asimilarse a un rayo que fulminó nuestro palo mayor, arrojándome a la helada negrura de las aguas.