Letras
Soledades

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Taconeando las calles, salpicadas con lágrimas de un insensible atardecer, su trote hueco y sincronizado lograba perturbar a los habitantes de Isabella. Al tiempo que las campanas se oían de fondo, el carruaje de cuero negro y ruedas de madera robusta, llevaba envuelto un cadáver anónimo. Su galopar, propio de un rancio caballo, recorría un pueblo fantasma. Don Raymundo, el dueño del boliche, ignoraba intencionalmente aquél suceso juntando las sobras entre las mesas sin gente, Víctor cerraba de espaldas su almacén de la esquina, las calles se habían transformado en un desierto insidioso. Allí se encontraba Celestina, sentada en su banco de hierro, contemplando el retrato de su padre, en ese instante sintió en su cuerpo un ligero estremecimiento.

Mirando esconderse el sol detrás de la fábrica de piano, Lucio del Solar conducía inmutable el carruaje fúnebre, debían ser las siete de la tarde cuando sintió ganas de mirar hacia aquella ventana. Ese día, Lucio soportaba una soledad inexplicable, secándose un resfrío incómodo disminuía la marcha del caballo, era la única manera de poder estirar aquel instante. Sólo era dueño de un efímero minuto, en el cual espiaba a la ventana azul descubriendo la sombra ininteligible de una misteriosa mujer.

Casi todos los días debía cumplir con su rutina diaria de funebrero, conocía la piel impávida de aquellas vidas congeladas en un frío eterno, sabía cómo sujetar sus ojos abiertos y sus labios morados. A veces dialogaba con ellos, y se sentía más muerto que sus muertos. Los habitantes de Isabella —un pueblo de inmigrantes del norte de Santa Fe— convivían con una antigua leyenda traída por sus fundadores. Él era victima de ella.

Durante el día no existía demasiado peso, la espera de la muerte lo dejaba sin pensamientos, pero en las noches, ahí sí ocurría el encuentro invisible con su soledad interminable. Con 63 años, sus rasgos duros delineaban un pasado ahogado por el compromiso con su trabajo. Nunca había hablado con nadie de su insistente soledad. Se sentía aislado de su propio ser, miraba por segundos el reloj de madera sobre la pared, contando el tiempo que se le iba siendo para los otros un “nadie”. Esa era su soledad, el no poder ser para los demás, el no poder ser mirado por los demás.

Como todas las noches, intentó ensayar algunas historias de su juventud olvidada y volvió a buscar entre su memoria marchita la fecha de su cumpleaños. Nunca supo el día en que la olvidó. Así, enredándose en recuerdos quiméricos, logró dormirse por unas horas, sólo por unas horas.

Celestina ya había cenado y estaba recostada, mirando el retrato de su padre que había traído del comedor. Así lograba dormir por unas horas, sólo por unas horas.

El rayar del día, inundado con el aroma espeso del pan recién horneado, se hacía sentir entre el silbido de las bicicletas sobre el asfalto. El martillo de la herrería espantaba las palomas de la plaza, los escolares corrían por las veredas empedradas y las vecinas comenzaban su murmullo diario. Celestina odiaba hacer aquel circuito incómodo de las compras del día, le disgustaban las vecinas con ganas de hablar en cada esquina. Tal vez porque amparaba un leve sentimiento de envidia, pues no tenía de qué hablar.

Aquella mañana decidió hacer las compras caminando, la bicicleta ya le hacía doler las piernas. Dentro de la panadería sintió hablar del funebrero:

—En Mirasol una joven se atrevió a mirarlo y confesó que sus rasgos y su mirada eran tentadores.

—¿Qué pasó con ella?

—No lo sé, no quisieron contarme el final.

Celestina sostuvo entre sus manos una palpitación peligrosa. Ella sabía muy bien lo que causaba el paso del funebrero por su calle, hacía tiempo que deseaba mirarlo. Pero también sabía que su mirada en aquel pueblo estaba prohibida. Juntos eran cómplices de aquel instante; cuando escuchaba el trote del caballo se sentaba detrás de la cortina y colocaba una luz para que su silueta sea percibida por él desde la calle. Así permanecía, perturbada, mirando el retrato de su padre y sintiendo en su cuerpo el galope solemne del funebrero. Consumido aquel momento, sus soledades volvían a escena.

En el ocaso del ocho de septiembre de 1929 ocurrió la decisión.

Celestina se levantó sin ganas de mirar el retrato de su padre, caminó arrastrando los pies hacia el baño y buscó una vieja pintura labial. Delante del espejo fue tejiendo sus cabellos grises en una minuciosa trenza, deslizó el lápiz rojo sobre sus labios e intentó oscurecer la palidez de sus arrugas. Se miró al espejo y sintió latir una emoción, pensó en aquel momento mientras su alma se invadía de ansiedad. Tomando el rosario de perlas y algunas almendras para calmar la ansiedad, colocó la silla detrás de la cortina amarillenta del comedor.

Esa mañana de septiembre Lucio despertó sin deseos de recordar su fecha de nacimiento, se vistió de negro y esperó sentado en su banco de madera junto al teléfono, deseando inconscientemente la muerte de alguien. Y fue ese día en el que ambos decidieron arriesgarse por una mirada. Sólo una mirada sería suficiente para calmar la soledad de sus vidas.

El teléfono al atardecer dejó volar un destino esperado. Las campanas sonaron aquella tarde con una frecuencia interminable, con ellas Lucio preparó las exequias y comenzó el recorrido en su carruaje. Celestina se sentó en la silla y corrió la cortina sintiendo sobre su piel atormentada un cristal de nostalgia, cayendo por sus mejillas humedeció sus labios en un final inquietante. Permaneció estática sintiendo el galope del caballo cada vez más cerca. Apretó con fuerza el rosario de perlas entre sus manos, mientras el sudor de su frente comenzaba a inquietarla, cada vez se hacía más fuerte el trote sobre el asfalto. Se acercó al vidrio temblando y sintió al fin que la soledad de su alma se quebraba en una dulce mirada.

Lucio y Celestina se acariciaron con sus ojos, él en la calle angosta y ella detrás de su ventana. Se sintieron reconocidos, los dos allí, inmóviles, se entregaron su esencia perdida.

Lucio apretó las riendas, el caballo se detuvo, Celestina fijó sus ojos en sus ojos, cristalizó sus lágrimas en su piel, abrazó con sus labios un beso invisible y sintieron por primera vez que aquella soledad de quien no se siente mirado había concluido. Él remedió aquella retención dándole la orden al caballo para que siga su camino, ella corrió la cortina con prisa y disfrutó de su sonrisa.

A los dos días Celestina apareció sin vida entre sábanas blancas y ásperos aromas de almendras. Sus labios púrpura relucían la palidez de su lírica muerte. La leyenda estaba escrita; si miras al funebrero mirarás tu muerte.

Aquella noche, antes de su fallecimiento, ella recordó los ojos de miel de Lucio, sintió la inmortalidad de su contemplación, entendiendo que el poder de aquella mirada le había devuelto una relegada felicidad. Pensó en lo asombroso de la leyenda del funebrero. Cómo la misma construyó su forma de vida, esquematizando la rutina de todos los habitantes del pueblo. También reflexionó lo asombroso de la mirada entre los seres, permite que seamos seres y no substancias del tiempo. Sin más por desear, murió con los ojos abiertos.

Sobre su ataúd una lágrima de cristal se deslizó dulcemente, mientras Lucio enterraba su cuerpo recordaba aquel instante en el cual pudo amarla y matarla al mismo tiempo. Maldijo el poder de aquella leyenda que había sido capaz de establecer sus vidas, intentando explicar aquello que en la vida del hombre es inexplicable; el destino de cada muerte. Su mirada sería algo imposible de olvidar. Ahogado entre la tierra húmeda miró la lápida gris y recordó su día de cumpleaños: 8 de septiembre. Tomó entre sus manos el rosario de perlas y dejó que su alma escribiera la pregunta de su melancolía: ¿cuántos días somos capaces de vivir sin la mirada del otro?