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Bajo la lluvia

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A mi madre

La desgracia empezó el día en que Manuela sintió por primera vez un olor a lluvia que invadía la casa. Encerrada en el muñequero, poblado de cunas y sombras, Manuela dilató sus fosas nasales para dejar entrar en sus pequeños pulmones un aire perfumado a humedad, a bosque, a tierra mojada.

Dos trenzas pelirrojas atravesaron la casa a toda carrera dejando tras de sí el aroma de los niños, esa mezcla de golosina, orín y talco para bebés. Gruesos goterones comenzaron a caer en el piso de baldosas rojas de la terraza formando grandes círculos de agua. Éstos se hicieron cada vez más numerosos hasta que de pronto el cielo estornudó y un sonido ronco acompañó la ducha que inundó el patio en un instante. Detrás del cerco de pestañas rizadas, los ojos azules de Manuela contemplaron la líquida cortina que caía del techo. Sintió en las piernas el cosquilleo de mil salpicaduras un segundo antes de atreverse a cruzar al otro lado para dejar el vestido de cuadritos rosa y blanco decididamente empapado.

Bajo la lluvia, Manuela se convirtió en una científica que investigaba sin paraguas la naturaleza de las precipitaciones. Agachada, con el ruedo de la falda sucio de barro, recolectó los caracolitos que salían de la tierra y de sus caparazones para humedecer su piel viscosa y sedienta. El patio tenía dos niveles: en el alto pondría su laboratorio ya que el más bajo se inundaba siempre que llovía. Estuvo toda la tarde así, sentada o en cuclillas, examinando el agua, los relámpagos, la tierra y los animales. El cielo empezó a ponerse gris oscuro y una luz azulada iluminó todo. Sintió frío, pero estaba tan contenta con sus descubrimientos que hizo caso omiso de los gritos de las muchachas, al otro lado de la cortina, preocupadas de que la señora llegara y la encontrara en ese estado. Para darse calor metió la cabeza entre las piernas, abrigó estas con sus bracitos y cerró los ojos. El sonido de las gotas con su danza africana llenó sus oídos y Manuela dejó de ser consciente de todo lo demás. Sólo estaba la lluvia torrencial.

Cuando abrió los ojos no percibió cambio alguno en las cosas. Después se dio cuenta de que los caracolitos que había dejado en el piso junto a su pie izquierdo se alejaban lentamente del lugar y ya estaban fuera del alcance de sus brazos. Los reunió de nuevo en un pequeño pozo. Las huellas dejadas por sus piecesitos venían en dirección contraria a la que recordaba. Ahora el sol brillaba entre los árboles convirtiendo a las gotas en agujas de oro que le pinchaban la piel tiernamente. Le gustaba tirarse boca arriba y dejarse acuchillar por ellas, sentirse como la chica del circo, la que recibía impasible las navajas afiladas que un malabarista le tiraba justo al lado del cuerpo. La tarde transcurrió de nuevo mientras Manuela recogía las flores caídas de las matas. Se adentró en el nivel más bajo con el agua hasta la cintura y delicadamente recolectó los insectos que flotaban muertos en la superficie oscura, y las hojitas de todos colores que navegaban a la deriva. Cuando su falda se llenó, llevó las preciosas muestras hasta su laboratorio: dos tejas de asbesto apoyadas una en la otra de modo que formaban un triángulo dentro del cual ella llevaba a cabo sus experimentos. Seleccionaba objetos en cuclillas cuando sintió hambre y adoptó la misma posición de antes para abrigarse: metió la cabeza entre las piernas, abrazó estas con sus bracitos y cerró los ojos. Esta vez escuchó con atención y sintió cómo disminuía en intensidad el aguacero. Estaba escampando. A su nariz llegaba de nuevo el olor a lluvia no caída.

Al ponerse en pie, vio que el suelo estaba seco y las gotitas comenzaban a llenarlo de puntos de un marrón más oscuro. Entonces comprendió su poder y presenció cómo se desataba de nuevo la tormenta. El cielo oscureció de repente y la brisa agitó sus trenzas y doblegó palmeras y matas arrastrando a las gotas que ahora caían casi horizontalmente. Al otro lado de la cortina su madre se lamentaba y regañaba a las muchachas. Nunca debieron dejar que se mojara, tantos cuidados que ella había tenido, desde el día en que nació, hace cuatro años, de no salir nunca sin un paraguas o un impermeable para protegerla hasta de la más ínfima garúa y de la maldición. Vio a su madre caminar hacia ella, bella, furiosa y temiendo lo peor cuando su preciosa niña se puso en cuclillas y escondió la cabeza entre las piernas.

Manuela fue cegada por un relámpago tan fuerte que iluminó el interior de sus párpados y se dedicó a contemplar el espectáculo de luz, sonido y sombra que los rayos hacían sólo para ella. Su vestido empezó a mojarse y de sus trenzas comenzaron a escurrir hilitos transparentes y líquidos. Su madre, muy quieta al otro extremo del patio, la miró con angustia y luego recogió sus pasos hasta la terraza. Ahora chorros de agua caían del techo y Manuela se divertía sin fin metiéndose debajo y sintiendo cómo la fuerza del torrente doblegaba su cabeza. Pronto se aburrió de este juego y se dedicó a observar cómo las gotas caían a manera de balas sobre la superficie acuosa, levantando cada una otra igual que subía en el aire, por un instante una esfera perfecta, y volvía a caer para mezclarse con la masa líquida. Su hermano Fernando llegó del colegio y cuando las muchachas le explicaron lo que sucedía se internó en el aguacero. Lo vio acercarse cargado de palabras convincentes y de juegos y sin atreverse siquiera a escucharlo escondió una vez más la cabeza entre las piernas. Luego abrió los ojos y al mirarse los dedos se dio cuenta de que estaban llenos de arrugas, como la piel de una viejecita.

Durante meses toda la familia intentó sacarla: el padre, el abuelo Pedro, las muchachas. Habían traído a curas y a parapsicólogos, a brujas y a toda una sarta de estafadores que habían drenado el capital familiar hasta dejarlo convertido en una mermada cuenta bancaria. Era inútil, cada vez que alguien se acercaba, ella metía la cabeza entre las piernas y cerraba los ojos. Acto seguido desaparecía para al instante siguiente resurgir en otro lado gozando de sus juegos. Y así la tarde de lluvia se extendía eternamente en el patio. Estaban hartos de la situación: no se podía dormir con la luz que entraba por las ventanas, el perro se había enfermado de neumonía por hacer sus necesidades en el agua y había muerto, y una capa de lama verde cubría el piso y las paredes que daban al jardín. Eran además objeto de burlas y murmuraciones en la ciudad. Desde la terraza, la familia entera contempló por última vez a la niña sin atreverse nadie a sacarla. Se fueron, abandonaron todo y dejaron a Manuela a su suerte.

La única que se negó a partir fue su madre. Doña Sara cuidó la casa y trató todos los días, con todas las entonaciones posibles, de convencer a su hija para que parase la tormenta. Pero a Manuela nunca le alcanzaba el tiempo que tenía para estudiar este fenómeno natural y así el temporal continuó durante años. Sentada frente a la ventana del cuarto que daba al patio, la madre cosía mientras entonaba canciones de cuna. Al arrullo de su voz y del tactac de la máquina, Doña Sara terminó faldas, blusas, vestidos, pero Manuela nunca se durmió. La señora no se resignaba a perder en vida a su única hija y esperaba en cualquier momento su entrada a la casa. Todos los días alistaba un juego de toallas que mantenía calientes envolviéndolas en bolsas de hule rellenas con agua hirviendo. Desde el ventanal la tentaba con un plato de avena humeante o con unas galletas de chocolate recién horneadas y le hablaba de los hermosos vestidos de princesa, de bailarina y de hada que hacía para ella. Cosía para el cuerpo que la niña tendría de haber crecido como las demás. El día en que Manuela hubiese cumplido dieciocho años, Doña Sara consultó las revistas de moda y a partir de ese momento cada semana terminaba un traje digno de lucir en cualquier velada de sociedad. Por muchos años sobrevivió gracias al dinero que le mandaba su marido, pero a la muerte de éste la mensualidad quedó reducida a lo poco que le enviaba Fernando, agobiado por el peso de una familia propia, con cuatro hijos en edad escolar. Doña Sara hubiera muerto de hambre de no ser por un pariente lejano y astuto que un día llegó desde su pueblo cerca de la sierra para asistir a su prima con esta dura prueba que le había puesto el destino.

El primo Eduardo vio el potencial turístico del fenómeno y al día siguiente de su llegada puso un cartel en la puerta y montó una taquilla en una de las ventanas que daban a la calle cobrando a quinientos pesos la entrada y a dos mil el intento de atrapar a la niña y acabar así con la tempestad. Organizó en las habitaciones vacías un museo-tienda. El muñequero era conservado como un santuario, lleno de antiguos juguetes y muñecas que tuvieron la fortuna de ser usadas por la niña. En el resto de la casona se exhibían otras reliquias, junto a fotos familiares, y se vendían los hermosos vestidos acumulados durante años. Le dio tres mil pesos a dos pequeños limosneros para que regaran la voz. Al poco tiempo los curiosos de los barrios pobres llegaban en buses al vecindario de los ricos y la cola para entrar a veces le daba la vuelta a la manzana. Hasta las señoras de la ciudad, las mismas que durante años levantaron todo tipo de calumnias y teorías acerca del origen del fenómeno, se acercaban atraídas por el toque de distinción que tenían los más recientes vestidos de Doña Sara.

La fama de la casa de la nube negra se regó por la región gracias a vociferantes locutores de radio que atestiguaban haber intentado sacar a la niña del patio sin éxito. Llegó hasta el interior del país publicada en reportajes de reconocidos diarios y sus habitantes cambiaban sus boletos de avión hacia balnearios históricos para llegar a esta ciudad industrial y desabrida, pero con la única lluvia perpetua del mundo.

Cuando el negocio llegó a adquirir fama internacional, Doña Sara ya no podía coser. Cegada por las cataratas, pasaba la mayor parte del tiempo dormitando en un mecedor junto a la ventana. Se levantaba a ratos para tejerle un chal a Manuela, que nunca terminaba, y murmurar con la voz apagada, como si hablara con sombras del pasado, la cantaleta eterna, esa letanía más monótona que un rosario, que recitaba todos los días, siempre con un dejo de ternura y dolor, pidiéndole que dejara el juego y viniera junto a ella. Perdió por completo las fuerzas el día en que se presentaron en la casa unos empresarios de una multinacional de parques de diversiones que querían invertir en el proyecto.

Haciendo un enorme esfuerzo se levantó de su mecedor, se asomó a la ventana y aferrada a los barrotes escuchó por última vez el ruido de la lluvia, el chapoteo feliz de su pequeña de trenzas y vestido rosa. Acto seguido se acostó en su cama y expiró. En medio del barullo de curiosos, Manuela se extrañó de no escuchar su voz en el jardín. La llamó a gritos y hasta llegó a prometerle que dejaría sus experimentos y entraría a la casa para siempre si la escuchaba una vez más. Entonces, del otro lado de la muerte, Doña Sara respondió: —Ven —y Manuela salió corriendo, feliz de dejar por fin la niñez eterna. Se abrió paso entre la multitud sorprendida y cuando llegó junto a la cama para darle un último beso a su mami se dio cuenta de que una mano llena de pecas, huesos, arrugas y venas era la que sostenía la cabeza de su madre muerta. La lluvia paró y todos los años detenidos le cayeron de golpe encima y la dejaron postrada ante el cadáver que adoraba.