Y allí, luego de reducir el peso de sus fardos, de sofocar la piel de la tierra con sus escabrosos juegos de pisadas, se asentaron los peregrinos.
Era una larga caravana, con sus miedos, con sus sueños prendidos de una traslúcida tela de párpados y córneas laceradas. Allí se habían instalado sus pesos, sus huellas, sus alientos, cada movimiento de sus cabellos mecidos por el viento azul de las llanuras sin sombras. ¿Se amarían los unos a los otros o prendería todavía de sus nudosos dedos el refulgente brillo de la espada?
Habían llegado desde más allá de la cordillera, del valle del trigo, desde la ubicación de la primera estrella, derramada como un cántaro de vino sobre el tapiz preliminar donde se esbozaba la creación. Algo los empujaba hacia los canales de sílice, hacia los oasis donde las hojas dormían como alcaravanes, como las palabras arrojadas por sus voces cuando no eran escuchadas por dioses. Sus vidas eran secretas, sus espacios tan llenos de sí mismos, por sus estolas y sus cuchillos, por sus jarrones y sus cofres, por sus secos prepucios guardados en pequeñas bolsas colgadas del cinto.
Más allá del pensamiento habitaba la veta de rubíes que eran sus lágrimas, de rodillas en el cenagal, embetunados con la delicada ira del látigo y la sangre que salpicaba la pupila del verdugo y su vientre satisfecho.
“Este es un buen lugar para fundar la nación, para comenzar la historia, donde no es posible levantar el ladrillo ni sacudir la espiga. En este lugar zurciremos la urdimbre de nuestra epopeya, más allá de lo que pueda durar nuestro recuerdo de las épocas del sol y las tormentas de arena, de la tiara asomada al balcón del palacio con una mueca de burla, de los nubarrones de langostas royendo las puertas de los oscuros hombres del sueño”.
El jefe era un hombre con una sombra colosal. Su barba se derramaba como una catarata blanca, espumante, cálida. Miraba por encima de las ramas quebradizas, respiraba el aire desprendido de las nubes, vaciaba sus órganos con la fuerza de un animal salvaje y sus años eran leves telarañas enredadas en las comisuras de sus ojos. Su puño era de un metal desconocido y su cayado no dudaba en golpear a los rebeldes y los irrespetuosos.
Había estado este pueblo desnudo, como las espinas de los rosales, en un mundo donde no había flores. Habían servido para crear ánforas, para predecir catástrofes, para delinear graneros, perforar pozos, excavar en la arcilla, para el látigo, para el cuchillo y los puntapiés, para levantar monumentos donde habitarían los muertos estupefactos ante la nada, donde se desenvolvería el avatar del ego vilipendiado por la muerte, para poner en orden los mensajes de los sueños.
De dónde habría de venir el rumor de la existencia de algo impalpable, desconocido, con la fuerza del terremoto. Escondido en promontorios, el vaho se expande, se alza como una columna, se engarza en nubes y ventiscas, cruza la pradera del arenal. Pesa tanto su corazón, dormido sobre tumbas que el hombre solo no podría posar su planta sobre el camino sin derrumbarse, sin triturarse como una emoción, como una voz en medio de los vacíos y las ausencias.
“Yo soy el que soy”, había dicho el hombre de la barba proverbial. Lo había mencionado de pasada, pero descubrió su sustancial densidad y continuó usando su fraseo, su acento. Después se convirtió en oración, en plegaria. Debajo de la lengua ardía esa frase, punzante y desolada, obligada a ser por el empuje del pensamiento y de la fuerza desnuda y virgen. ¿Valdría de algo contemplar su necesidad como una gota retenida en la curva descendente del hombro? El hombre de la sombra gigantesca tembló y gritó delante de las tiendas, lanzó su admonición contra quien osara levantar otra insignia en el campamento, ante la mirada oscura de las piedras, testigos de la evasión de las lagartijas.
Nunca vieron el cieno más que para levantar terrazas, para cubrir sus rostros y ocultar el desaliento. Ahora lo anhelaban para soportar su escarnio, su travesía a través del interminable desierto, con las manos llenas de sangre hirviente por un destino delineado por la basura de lo antiguo.
Un buen día, el hombre de la barba decidió subir a lo alto de la montaña.
Allí encendería sus pebeteros y se rendiría homenaje a sí mismo. Dejó claras instrucciones, describió sus señas para ser comprendido, para evitar la duda. Explicó cómo se estremecía su espíritu ante la visión del cerro humeante en la punta nevada.
Ascendió con el sol. Todavía era oscuro cuando su báculo golpeó la primera piedra y su sandalia dejó su huella en la arena. Cuando hubo llegado a la mitad del recorrido, miró cómo el pueblo se adormecía frente a las tiendas. Imaginó la llegada del dios secreto con su palo de terror y su látigo de estrellas.
“Es mi destino. El tiempo no se asienta en mi pensamiento como el vino en un cuenco de barro. Camina como un animal, como una serpiente se desliza sobre mi piel, en el interior de mi cuerpo, en las apretadas sendas de la sangre. Podré vivir sin su hálito, sin su mirada en mi mirada. No sobrevivirán ni los chacales ni las inflorescencias del trigo, ni las espumas del Nilo ni el bochorno de la casa de Moloch ni de los salvajes fantasmas de los sacerdotes. No estaré sujeto por sus ataduras, no me contemplará el escorpión ni el halcón”.
El hombre continuó su ascenso. Las sandalias resistían. Con lentitud de bruma se adelantó hasta el habitáculo de las águilas. Tenía filamentos de nubes en sus hombros. Su túnica había sido salpicada por cierto gris de cadena sumergida en las aguas profundas. Otra mirada. Abajo, apenas puntos, minúsculos bichos, escrupulosos alumbramientos de mujeres sin alma, conversaciones y conjuraciones de hombres, en cuyos cintos descansaban las cimitarras, los puñales y los recintos del juramento. Todo lo imaginaba. No podía ya ver el campamento cuando puso el pie en la cumbre.
Puede mirar dentro de sí. Es posible percibirse como si no fuera de su pertenencia. Como si su recóndito aparato psicológico estuviera cercado por el estupor y el miedo y aun así lo negara, lo rechazara. Encontrará un estímulo para levantar una carpa, para mirar el agujero por donde se desliza la sombra de una bestia. Hay momentos para alcanzarse en su recorrido. La distancia puede ser salvada. Las cosas quedarán atrás.
Escribirá entonces su nombre en la esquina última del pergamino. Pero también los códigos, la legislación, las órdenes. El clima deberá gravitar sobre las cabezas de los reos de su penuria. Sacrificará el deleite por el olvido de su aposento en las postrimerías del resplandor de una luna con el rostro incrustado en los ramajes de un norte sin promisión.
En lo alto encuentra a Dios. Es un hombre, como él esperaba. Un hombre sin fe. Destruido por los embates de la eternidad. Cansado de las tribulaciones, del fuego, del agua, del sol y la luna y de la voz del hombre. Desde lo alto contempla el tamaño de las voluntades, la magnitud de las decisiones. Ve llegar al hombre de la sombra gigantesca, de la barba espesa, nutrida de pequeñas criaturas. Lo hace sentar sin mirarlo y le lanza gritos a las rocas y a los matorrales desperdigados.
Y Dios bebe vino de la tierra, sufre de calambres, tartamudea y tiembla.
No le anima mayor deseo que otorgar reglas para su descanso, para impedir el alarde de la torpeza. El embrollo lo han ocasionado los estupores, el relegado deber de alcanzar los símbolos y las formas.