Ilustraciones: Raymond Sheppard
Cada vez que veo fotografías o documentales sobre la pesca del pez vela en el Caribe, vuelven a mi memoria los recuerdos de mi primer viaje a Cuba y un encuentro inolvidable con Gregorio Fuentes, patrón del yate Pilar —propiedad de Ernest Hemingway— y figura sobre la cual se basó el genial escritor estadounidense para crear su obra maestra.
Fui a La Habana en 1986 por invitación del Acuario Nacional de esa ciudad. Viajaba con mi amigo, el veterinario inglés David Taylor, con quien habíamos escrito un par de libros sobre animales marinos. Era ésta una oportunidad especial desde el punto de vista profesional y una buena ocasión para conocer más a fondo la perla del Caribe y su gente.
Imbuidos de aquel ambiente tropical y mágico, nos dirigimos a Cojímar, un pequeño puerto de pescadores situado al noreste de La Habana. Queríamos visitar los lugares donde transcurre gran parte de la historia que se narra en El viejo y el mar. A David, como buen bebedor inglés, le entusiasmaba más la idea de visitar el famoso bar La Terraza, también mencionado en la novela y donde la tradición dice que se preparan soberbios daiquirís.
En ruta hacia Cojímar, luego de visitar la finca El Vigía, en San Francisco de Paula, el hogar cubano de Hemingway, y después de haber palpado claramente en el ambiente habanero cómo el fantasma del viejo escritor rondaba por cada esquina y cada bar del barrio antiguo, comenzamos a discutir con David sobre el estilo de escribir y vivir del célebre autor. Mi amigo confesó que nunca se había sentido atraído por el mito machista y violento que rodeaba al gran maestro del cuento corto. Yo en cambio le hablé del arte de sintetizar, que Hemingway dominaba a la perfección. Le expliqué su teoría por la cual uno puede omitir cualquier parte de un relato a condición de saber muy bien lo que uno omite. Y que la parte omitida comunica más fuerza a la historia. También aproveché para decirle que, en mi opinión, El viejo y el mar era su obra cumbre. Nunca antes Hemingway había escrito algo tan maravilloso, tan breve y conciso que no se sabe si es una novela corta o un cuento largo. En ninguna otra ocasión supo describir mejor su visión sobre las cicatrices heroicas que marcan la vida del hombre.
Llegamos a Cojímar a media tarde. El día era gris, caluroso, pegajoso por la humedad del ambiente. El pueblo en sí no era más que una sucesión de casas humildes, casi todas despintadas e incluso algunas destartaladas. No vimos antiguas casonas de gente rica, semiderruidas como abundaban en La Habana. Por lo contrario, Cojímar parecía que siempre había sido pescadora, pobre, hospitalaria, llena de salitre y vientos del Golfo.
La Terraza aún existe como bar y continúa siendo el centro de reunión de pescadores y gente del pueblo. Creo que hoy, con el renacimiento del turismo internacional, se ha convertido en un punto obligado de visita para los extranjeros que recorren la isla; pero por aquellos años 80, todo era mucho más auténtico, con un aire más natural y genuino. En realidad, La Terraza era un bar común y corriente, sin nada excepcional que lo distinguiese de otros cientos de bares del Caribe. Sólo la leyenda le mantenía en su pedestal.
Antaño este lugar, bar preferido del Hemingway pescador, se llenaba de extraños personajes que relataban historias propias de una novela de corsarios. Escaparse de su finca para beber junto a sus amigos buceadores de coral y pescadores de tiburón y pez vela, era el subterfugio que el escritor había encontrado para sacar apuntes y escribir tranquilo, sin interrupciones, durante muchas horas del día. Incomparable fuente de inspiración para sus magníficos cuentos sobre el mar y sus misterios.
Cuando llegamos a La Terraza, lamenté no tener conmigo un ejemplar de El viejo y el mar para comprobar si algo había cambiado desde aquel entonces. Dudo mucho que fuese así, porque el escaso y austero mobiliario de aquel rincón histórico donde se refugiaban los marineros de Cojímar, parecía congelado en el tiempo. Nos apoyamos sobre la lustrosa barra de madera y, como era de esperar, pedimos la bebida especialidad de la casa. Un camarero, con una amplia sonrisa desdentada, ceremoniosamente comenzó a mezclar el ron con azúcar, limón y demás ingredientes, mientras los parroquianos nos observaban con interés. Éramos extranjeros y eso en el Cojímar de entonces era una novedad bienvenida. Casi enseguida se fueron acercando los más veteranos. Se percibía que era gente impoluta, encantadora en su sana sencillez, y así se formó una tertulia amena y distendida a nuestro alrededor.
Al rato, apareció por la puerta un hombre flaco, bronceado, anciano pero fuerte (luego nos enteramos de que rondaba los 90 años), muy erguido, fibroso, con chispa en los ojos y pelo blanco, rizado. El camarero, sabedor de nuestras inquietudes, le saludó efusivamente:
—Goyo, venga pa’aquí, compañero. Estos señores quieren conocer gente amiga de Hemingway.
La presentación fue breve. Nos estrechó la mano con firmeza y no pude menos que observar las suyas, grandes y rugosas, surcadas por antiguas cicatrices de mil cordeles y cabos. Gregorio Fuentes, sonrisa afable y rostro curtido por décadas de inclementes vientos marinos, nos miró de forma comprensiva y dijo solemne:
—Bueno, han venido al mejor sitio. Aquí se inspiraba. Y allí fuera, en la terraza, se sentaba para ver llegar las barcas.
La pequeña terraza, que da nombre al bar, mira hacia una ensenada y al otro extremo, entre palmeras, se divisa los vetustos edificios de la vieja factoría citada en la novela, adonde llevaban los tiburones para descuartizar. El ambiente dentro del bar era agobiante, enrarecido por el calor y la humedad. Sin duda, sería más agradable estar al aire libre y hacia allí nos trasladamos todos los contertulios. Pedimos otra ronda de tragos, Gregorio cruzó un par de chistes subidos de tono con los demás parroquianos y la reunión se animó aun más. El viejo pescador tenía fama de ser un gran mujeriego.
Allí estábamos, David y yo, ante el hombre en quien se basó el premio Nóbel estadounidense para escribir su obra maestra. Para quienes disfrutamos con la novela, este viejo marino era una auténtica leyenda viviente y ahora se nos presentaba la oportunidad única de interrogarle, de oír de su propia voz, historias sobre un personaje universal al que yo había leído con fruición desde mi adolescencia. Una leyenda que había llegado a 7 mil kilómetros de allí, hasta mi lejano y mucho más frío Montevideo, donde de joven había soñado con tiburones, peces espada, y altas, esbeltas palmeras tropicales que se balanceaban en la brisa caribeña.
Gregorio, o Goyo como le llamaban sus amigos, resultó ser un canario que abandonó esas islas a los siete años, como grumete de un barco mercante, para no volver jamás a España.
—Muchos de los relatos que “Papá” Hemingway recoge en sus libros son anécdotas que escuchó aquí, en este mismo bar. O historias que le conté mientras navegábamos. Era un gran hombre. Más que un jefe, un amigo. Fíjense por ejemplo, en los personajes que aparecen en su novela Islas en el golfo. Allí nos retrató a todos los viejos que verán por aquí, pero con los nombres cambiados, claro. Porque era muy respetuoso...
Fascinado le pedí que contara algo sobre El viejo y el mar.
—Bueno, los recuerdos del viejo pescador, cuando habla de su infancia y sus sueños, de playas doradas y leones jugando en la costa al atardecer, de la brisa con olor a tierra húmeda que llegaba desde el continente africano, y de los picos y puertos de las Islas Canarias, son cosas que yo le conté. Aunque nunca pensé que los recogería en un libro...
David y yo nos miramos, encantados de descubrir una de las fuentes secretas de inspiración del maestro.
—O sea que la historia está basada en usted —insistió David impaciente.
—No exactamente —respondió Goyo, mientras bebía el último sorbo de su ron y pedía otro de doble medida—. En realidad, los personajes sí existieron pero nunca supimos quiénes eran...
La historia parecía cada vez más extraordinaria y el viejo Goyo, hábil relator, la desgranaba con intencionada parsimonia, en un idioma castellano más rico que el utilizado por los demás marineros presentes. Aquel anciano pescador poseía un talento innato para la literatura oral, como si se hubiese contagiado del don más preciado de su antiguo patrón.
—Un día salimos en el Pilar muy temprano, rumbo al puerto de La Habana. Íbamos sólo Hemingway y yo. Como de costumbre, “Papá” iba leyendo. Siempre tenía un libro a mano. Y una libreta de apuntes. La mar estaba en calma y el cielo, a pesar de algunos nubarrones, no amenazaba tormenta. Habríamos recorrido unas 10 millas, más o menos, cuando vimos una pequeña barca en el horizonte. Entonces “Papá” me ordenó que pusiera rumbo hacia ella, por si necesitaban algo.
Goyo bebió otro sorbo de ron y continuó con entusiasmo su explicación.
—En la barca había dos personas, un viejo y un niño. Tanto a “Papá” como a mí nos asombró que no tuviesen víveres ni agua, estando tantas millas mar adentro. Acerqué el Pilar lo más que pude y luego de saludar, les preguntamos si necesitaban ayuda. ¿Y saben lo que hizo el viejo? ¡Se puso a chillar e insultarnos, diciendo que nos fuésemos al diablo, que espantábamos la pesca! “Papá” y yo nos miramos asombrados. Él igual me hizo preparar una cesta con algo de comida, galletas y cerveza fría. Até un cordel a la cesta y se la bajé al niño, que nos miraba asustado. Sin cruzar ni una palabra más, nos alejamos de allí. “Papá” enseguida comenzó a escribir en su libreta y luego me pidió encarecidamente que intentase ubicar al viejo o al niño. Que les buscase por todos los puertos de pescadores de esa costa. Eso fue allá por los años 40 y a pesar de múltiples intentos, nunca les pude encontrar. Pero se ve que a “Papá” ese incidente y el orgullo de aquel pobre viejo le impresionaron muchísimo, porque años más tarde escribió El viejo y el mar. Su novela sobre la gente humilde de Cuba. Ese es el verdadero origen de la historia...
Mi amigo David y yo quedamos fascinados con su relato y aquel inesperado descubrimiento. Nunca hemos olvidado ese día maravilloso en Cojímar, cuando Goyo nos abrió generosamente la caja de sus recuerdos más queridos. Hace ya varios años que Goyo no está más en este mundo. Sin embargo, su presencia aún se hace sentir en el ambiente de Cojímar. Lo mismo que la de su empleador y compañero. Todos los personajes parecen estar entrando lentamente en la leyenda y en años venideros, no será fácil separar la realidad de la fantasía. Y la pregunta más repetida será sin duda: ¿quién inventó a quién?
Sólo pudimos descubrir una diferencia entre los dos ancianos: aquel viejo de la novela, al dormirse soñaba con leones en las playas africanas, pero el veterano pescador de Cojímar, en una situación similar, seguramente preferiría navegar gozoso por el contorno provocador, suave y femenino de alguna bella mulata caribeña.