Artículos y reportajes
Jorge BucayBucay: qué va a ser de ti,
lejos de casa

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“Para mí, Bucay se murió. Me defraudó”. Así le escuché decir a una señora que compartía un café con un señor que parecía poco interesado con la confesión. Yo estaba sentado en la mesa contigua a la pareja, leyendo de prestado el matutino, sin ánimo de entrometerme, pero al oír el juicio lanzado sin anestesia, me sonó al oído un tanto duro. ¿Por qué Bucay se murió y a quién defraudó?, me pregunté. Jorge siempre confesó no tener aspiraciones literarias. En rigor, no es un escritor, tampoco un simulador; se acerca más a un repetidor de ideas. No es filósofo, menos pensador. Está más próximo al mediador de ideas, al mensajero espiritual que al sabio.

Es un hombre que nació (1949) en el barrio de Floresta —donde yo también crecí—, un lugar donde todavía las vecinas son las difusoras del noticiero diario y fieles analistas del acontecer parroquial. Donde se entremezclan judíos con sirios, árabes con armenios, españoles con polacos, gallegos con griegos. Donde las viviendas son modestas y la rutina es casi un documento. Allí vivió, peleándole a la economía para llegar a ser psiquiatra. Nada le resultó fácil: fue almacenero, taxista, vendedor de libros, agente de seguros, fabricante de bolsos deportivos y reventa de autos usados. En esa barriada conoció a Perla, su esposa desde hace 25 años con quien tiene dos hijos: Claudia y Demián. Del muchacho luchador concurrente al Servicio de Psicopatología del Hospital Pirovano, del terapeuta mediático que hacía emocionar a las mujeres en el programa El Buscador, emitido en el Canal 13, allá por 2002. Del vecino famoso de Haedo, del sanador de reconocidos periodistas, al Bucay mudado a España, porque Europa le abría la puerta del paraíso, hay todo un abismo.

Bucay no midió las consecuencias. ¿Podría hacerlo cuando en sus conferencias reunía más de 6 mil personas y en su casilla de correo acumulaba 300 mensajes? ¿Alguien podría seguir despierto cuando los editores le hablaban de medio millón de ejemplares vendidos en Argentina, Chile, Uruguay y México? ¿Se podría mantener en pie este hombre de un metro noventa de estatura y 100 kilos de peso, cuando en España, la RBA, casa editora de su obra, le zumbaba al oído que llevaban vendidos dos millones de libros? Ahora bien: mientras esto acontecía, Bucay era un genio; cuando el 22 por ciento de su libro Shimritu —de la ignorancia a la sabiduría— se comprobó que era copia fiel del libro La sabiduría recobrada de Mónica Cavallé, Bucay pasó a ser un individuo deplorable. Esta vez sus amigos no aparecieron. A los bucaymaníacos los tragó la tierra. Suerte ingrata la del hombre. Por años le puso oreja a cientos de individuos y en un instante se quedó en la soledad de la isla.

Un caso similar, el de Ricardo Piglia, no tuvo el mismo final. Cuando Gustavo Nielsen acusó legalmente al escritor y a la Editorial Planeta de manipular el Premio Edición 1997, con la obra Plata quemada, los amigos llenaron páginas de solicitadas para defenderlo del atropello. Hoy el mismo Piglia asegura que el fallo por el cual fue condenado a pagar una indemnización es una injusticia. “Antes los escritores”, sostiene el autor, “eran llevados a los tribunales por obscenos o subversivos, ahora por cuestiones relacionadas con el mercado, como si fuéramos responsables de la existencia de esa industria. Fui condenado”, prosigue, “y con sinceridad digo que no sé de qué se me acusa. Quienes tienen que ser cuestionados por ese asunto son los jurados o los organizadores, no yo”.

Créase o no, nadie dice nada y todo queda como una novela de final abierto.

Convengamos que la realidad no le resta responsabilidad a Bucay. En su despedida de la revista dominical Viva, que acompaña al diario Clarín y en donde por espacio de 2 años escribió su columna, Bucay, sin dramatizar pero actuando como víctima, sentencia: “Nunca quise conformarme con mirar la vida por televisión ni abandonar a los demás a su suerte sabiendo que quizás podía hacer algo para ayudar, aunque sea un poco. Si después del camino recorrido lleno de satisfacciones y sinsabores, uno sabe que por lo menos a algunos ha servido, deberá concluir que correr el riesgo ha valido la pena”.

Volvamos al principio: ¿Bucay a quién defraudó? Lamentablemente a sí mismo, porque los millones de lectores y seguidores lo abandonaron al momento de enterarse de que, una vez más, el ser humano es imperfecto. Nadie le permitió el error. Posiblemente la más considerada haya sido la propia perjudicada quien, pausadamente, deslizó: “Sería mejor si admitiera el error”. Sin embargo, la tibieza se transformó en hoguera cuando agregó: “Se nota que habla de un tema que desconoce: la filosofía”.

En medio de este “pimpinelismo” aparece un tercero en discordia: Ramiro Calle, quien durante 20 años había sido el monarca de la literatura de autoayuda hasta que un día, sin permiso, llegó Bucay. Sensiblemente molesto con su decadencia, Calle no paró hasta alcanzar la llave del tesoro: “Yo hice que estallara el escándalo y les insistí a Mónica Cavallé y a Oriol Castanys (director general de RBA) que denunciaran legalmente a Bucay”.

Cada uno se tomó su tiempo. Castanys trató de frenar el escándalo porque veía peligrar su economía —es el editor de Bucay en la península— y como buen negociador reunió a las partes. Cavallé reconocería que el asunto era complejo y costoso e involucraría trámites interminables entre editores y países. En definitiva: Bucay lagrimeó un poco diciendo que no le perdonaban el éxito y Cavallé aceptó la recompensa de 150 mil euros por el mal momento pasado. De ahora en más, cada uno seguirá su ruta. Ramiro Calle despotricando desde su programa por la cadena Ser y desengañado que meterse en líos de escritores no sirve de mucho. Mónica Cavallé, obviando el “error involuntario” de este argentino pícaro y Jorge Bucay tratando de recuperar su credibilidad, algo que por el momento parece lejano.

La señora vanamente esperó que su pareja terminara coincidiendo con el funeral de Bucay. El hombre llamó al mozo, pagó la adición y ya de pie le respondió: “Todo pasa, Graciela... todo pasa”.