Editorial
Deus ex machina

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Cuando los griegos, con la invención del teatro, elevaron la fea práctica de la mentira a la categoría de disciplina artística, tropezaron con un problema que les haría recurrir a la técnica. Dotados de una mitología rica en seres con facultades sobrehumanas, tuvieron que arreglárselas para que actores humanos encarnaran, con cierto grado de credibilidad, esa multitud de dioses y semidioses que todavía hoy nos maravilla.

¿Cómo lograr que un actor, desprovisto de medios naturales para volar, interprete a un dios que debe aparecer en escena bajando del cielo? Los griegos aplicaron una solución que requería de dos elementos. El primero era un elemento técnico: un sistema de grúas y poleas hacía que el falso dios “volara” como el auténtico ente al que representaba. El segundo era un elemento psicológico: los artífices de este teatro primigenio confiaban en que la imaginación de los espectadores fuera tan indulgente como para que, pese a la evidencia del truco, consintieran en que efectivamente el actor estaba volando.

Así, los griegos se convirtieron en los pioneros de los modernos efectos especiales, pero también acuñaron en la construcción de historias un concepto inmortal: deus ex machina, el dios que surge de una máquina, la resolución de una historia que obra de manera inesperada y todopoderosa para que los personajes —y no pocas veces el autor— salgan al fin del laberinto.

Es frecuente que los escritores más jóvenes, o aquellos no tan jóvenes pero que carecen de una sólida formación, clamen por mayores oportunidades para dar a conocer su trabajo, como si fuera posible atraer para sí la intervención de un dios surgido de la nada. Y si bien el éxito repentino de alguna firma ayer desconocida hace pensar que se está ante un caso de deus ex machina, la cantidad de casos como estos siempre será proporcionalmente muy inferior a la de quienes aprenden, a tiempo, que la construcción del éxito es una actividad laboriosa que debe acometerse con perseverancia y, sobre todo, paciencia.

La literatura es, para quien la abraza, un arte barato. Cualquiera con un lápiz y una superficie donde escribir ya es capaz de hacer literatura. Tal economía de recursos es determinante para que tanta gente escriba y, en consecuencia, tan pocos escritores alcancen el éxito. Con tanta demanda, el éxito se convierte en un mercado muy costoso. Escribir es fácil; lo difícil es escribir con maestría.

Quienes están preparados para alcanzar el éxito en la literatura son quienes, tarde o temprano, se dan cuenta de que la única tarea que realizarán con facilidad será el acto mecánico de escribir las frases que necesitan para expresar sus ideas. A partir del momento en que aprendemos a escribir, no hay en el camino al éxito una sola estación a la que sea fácil arribar: el aprendizaje de los aspectos formales del lenguaje, como la ortografía y la gramática; la construcción de un estilo propio que conjugue lo mejor de nuestras lecturas con lo mejor de nuestro bagaje intelectual y humano; el ascenso desde el grupo de amigos que nos lee porque se lo pedimos hasta medios editoriales más complejos, y finalmente la aceptación de nuestro trabajo como un producto de calidad, son etapas naturales en la formación de un escritor que sólo se trasponen invirtiendo el suficiente tiempo y esfuerzo.

Cuando veamos a un dios volar, imaginemos el resto. Un escritor rara vez alcanza el éxito gracias a un sistema de grúas y poleas. Antes de quejarnos por la escasez de oportunidades como si éstas fueran a bajar del cielo, reparemos con responsabilidad en el peso específico de nuestro trabajo y en la habilidad que hayamos desarrollado para sortear las dificultades naturales del medio.