Letras
La risa

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El silencio del claustro religioso que alberga el féretro de Santiago Rueda sólo es roto por la voz de barítono del padre Bruno y sus rezos para la ocasión. La misa ha comenzado. El pesado silencio se sobrepone, con obstinación, al rítmico parafraseo del cura desmenuzando el Evangelio.

La Capilla es una reliquia casi milenaria, y los asiduos concurrentes acompañan respetuosos su prestigiosa antigüedad. Es un honor para cualquier cristiano de esos pagos ser velado entre sus muros, y un orgullo para sus deudos despedirlo en ese lugar. Pero hay que juntar méritos para que el padre Bruno les dé su aprobación. Los Quebrachales es un pueblo de longevos, por ende, cada cristiano que fallece promedia la centuria.

No estoy muy segura si llegué al velorio llevada por mi propia voluntad o por capricho del destino. El muerto era un tío abuelo político que casi no conocía, y su deceso me produce la misma sensación de perder exactamente lo que era: un pariente lejano. De aquellos que uno no recuerda que existen hasta el momento en que mueren, y la pregunta ante el dato necrológico es siempre la misma: “¡Cómo! ¿No se había muerto hace mucho?”.

Lo cierto es que aquí estoy, un poco desencajada entre tantos gerontes que parecen brotar, como la humedad, de las paredes de la iglesia. Estudio sus rostros y les adivino el corazón debilitado, la voluntad cansada, el desamparo, quizá presintiendo la inmediatez de su propia partida. Y trato de parecerme a ellos, en la adustez de sus gestos, sólo por cortesía. Me conmueve mucho más ese puñado de sobrevivientes que el viejo que ya murió.

En medio de la escena lúgubre, con lágrimas de ojos antiguos y llantos que no se oyen, allí mismo, suena una risa; una risa está licuando el silencio viscoso que pesa sobre nuestras cabezas. Se esparce por el templo desintegrando cada átomo de la obstinada calma. La religiosa quietud acaba de ser profanada.

Todos giran sus cabezas hacia mí. Sus rostros expresan, sin disimulo, un intenso desprecio, y el temblor de sus mandíbulas se acelera. Me miran con desconcierto, con bronca, con odio, con lástima. Yo no me estoy riendo adrede. Pero la risa emana de mí. No sé qué está pasando. Me tapo la boca con la mano tratando de sofocarla. No lo puedo controlar. Percibo el débil murmullo de los ancianos: “pobre, se volvió loca”; “es el dolor por la pérdida de su tío”; “hay gente que ríe de nervios”; “saquen a esa desquiciada de aquí, está ofendiendo la casa de Dios”. El cura está petrificado, con la ostia en alto, justo en el momento de la comunión. No sé qué hacer, estoy aturdida, avergonzada. En un arrebato tomo mi cartera del asiento y salgo corriendo a la calle. La risa me persigue. Trato de poner distancia, la dejo atrás, pero me alcanza. Sigo corriendo cada vez más rápido y presiento que, afortunadamente, la pierdo. Jadeante, casi sin respiro, me desplomo en un banco de plaza. Pero no, aquí está, otra vez junto a mí, riendo descarada con su bocota llena de dientes. Me pregunto, ¿dé qué se ríe mi risa? ¿acaso de la pobre vieja que perdió la dentadura postiza mientras le daba el saludo de la paz a la otra que estaba junto a ella? Obviamente, la escena movía a risa, y a carcajadas también. Pero a mí jamás se me hubiera ocurrido una reacción semejante.

Resignada, espero que la risa se canse y calle por fin. Mientras tanto, ya han desfilado decenas de personas que me miran con la certeza de estar ante una chiflada que se escapó del manicomio. Singulares cuadros se suscitan mientras dura mi descanso con la risa trinando a todo pulmón. Una mujer pasea su coqueta perrita que la precede atada a una cuerda. El curioso animal, impresionado con la risa, se detiene a mirarme. Inclina su cabeza hacia un lado y otro en actitud de desconcierto. Al no hallar una explicación, comienza a aullar. Su dueña, asustada por mi conducta, forcejea con la mascota para continuar la marcha. Un niño que camina de la mano de su madre, se desprende de ella, y no sólo se detiene, sino que se sienta a mi lado para presenciar la risa. Conclusión, termina riendo a carcajadas conmigo. Perdón, con mi risa. La tercera víctima es un médico, con guardapolvo y maletín. Se acerca y me observa detenidamente. Luego de hacerme un par de preguntas a las que yo no puedo responder, saca su celular y solicita una ambulancia. En ese mismo instante mi risa se apaga. Entonces me percato del cauce que va a tomar esta inverosímil historia, y huyo apresuradamente ante los reclamos del solícito médico. Es probable que aún esté averiguando en los manicomios si algún interno se ha escapado.

 

Llego a casa en total abatimiento. Miro al espejo anhelando encontrarme, ver alguna señal, algún dato que explique, que “justifique” lo sucedido. Nada, todo está normal en mí. De pronto, el timbre del teléfono me arrebata de la angustia por un instante. Es mi prima Elvira que necesita alguien que la escuche pues está pasando un mal momento. En medio de la conversación, la risa carcajea de modo insolente, inoportuna, sin tener nada que ver con nuestro tema, pues mi prima acaba de comunicarme que fue despedida del trabajo. Pregunta si me causa “gracia” su “desgracia”. No sé cómo disimular. Le digo que es la radio. Me pide que la apague, que está desolada, que necesita ayuda y comprensión. La dejo unos minutos esperando mientras me dirijo a mi cuarto, con la risa pegada a mí, por supuesto. Simulo que voy a buscar algo dentro del placard e introduzco medio cuerpo entre las perchas. La risa se mete conmigo. Súbitamente, con la velocidad del rayo, saco mi cuerpo de adentro y cierro las puertas con llave. ¡Qué alivio, por fin! La muy ridícula quedó riendo sola dentro del placard. Regreso al teléfono y termino mi conversación, como corresponde.

 

El resto del día me muevo cómoda entre mis quehaceres, con absoluta tranquilidad y sin miedo al ridículo. De paseo en el centro comercial, un afiche publicitario me recuerda que tengo entradas para el teatro. Es esta noche. Llamo a Julia, pues quedamos en ir juntas y combinamos el encuentro. Cuando voy a cambiarme de ropa, advierto que dejé a la risa encerrada en el placard. ¿Abrirle la puerta? Ni loca. Me arreglo con el vestido que recogí hace un rato de la tintorería. No quiero arruinar mi salida. Me pinto, me acicalo y listo.

Comienza la función y el cuerpo de vedettes invade el escenario acompañadas por un cómico que despliega su jocoso repertorio. Un sinfín de cuentos y artilugios bien logrados ponen a prueba su talento artístico. El público ríe. Julia ríe. La sonrisa se posa en mi cara y permanezco distendida. El cómico aumenta el tenor de sus chistes y el pulposo elenco se pavonea envuelto en plumas y lentejuelas. Las risas crecen, se transforman en carcajadas y Julia se desternilla. Me mira desconcertada, no entiende mi silencio. Mi rostro revela, insultante, la sonrisa perfecta dibujada en los músculos, en la piel, en los ojos, pero no se oye nada. Un silencio mortal fluye de mi boca y empiezo a sentirme extraña. Me desespero por reír, gritar, chacotear. No hay respuesta a mi voluntad. Sólo gesticulo. Julia me codea pues las risotadas le impiden expresarse, y está a punto de llorar. Hago fuerza, me compenetro, pero no logro concebir mi risa. Muero por una risa estrepitosa. La dejé encerrada en el placard.

Llego a casa y la libero de su cautiverio. Está callada, reina la calma. Como entiendo que tiene autonomía y decisión propia, voy a hablarle con sensatez. Le presento dos opciones: vivir en el placard bajo llave, o vivir en mí como una risa convencional, respetando mi voluntad. Obviamente elige la segunda.

 

Nuestra convivencia se desarrolla dentro de los términos normales, con uno que otro altibajo. A veces se desorienta su cordura —ríe a destiempo, o sin límite de tiempo— y me somete a menudos papelones, nada que no se pueda disimular. Pero soy consciente de lo difícil que es prescindir de ella. Intenté hacerlo en algunas ocasiones y sólo logré cosechar el mote de “antipática” o “desubicada”.

 

Son las siete de la tarde y la embajadora de Turquía, Hatidjé Rahmi, con quien trabé gran amistad, pasa a buscarme con su chófer para asistir a una conferencia sobre la situación política en Medio Oriente. De más está aclarar el nivel de la concurrencia; entre embajadores, cancilleres, agregados culturales y respectivas esposas, el auditorio está colmado de prestigio y solemnidad. Hatidjé se ubica junto a su marido, el embajador Zeinel Rahmi, y yo entre ella y el representante de Ucrania. El acto comienza en un marco de respetuoso silencio. El disertante exhibe sus conocimientos con destreza intelectual y política ante los rostros imperturbables de la audiencia. En este mismo momento suena un estruendoso flato justo al lado mío. Le pertenece al embajador de Ucrania quien, dolorosamente incómodo y humillado, intenta disimular el escape poniendo su mejor cara de desentendido. Lo veo rígido en su butaca, como si le hubieran dado un baño de yeso, revoleando sus ojos para todos lados queriendo averiguar si se notó. Como la concurrencia es gente seria, por supuesto nadie ríe. Al contrario, alguien, en solidario gesto, intenta disimular la desgracia carraspeando para desviar la atención del infortunio. Pero la detonación se oyó sin dejar el más mínimo lugar a dudas.

Nadie ha reído... hasta el momento en que mi risa se escapa. Empieza a reír y reír y reír desenfrenadamente ante la mirada atónita del público y de mi vecino, el embajador de Ucrania. Hatidjé me codea, incómoda, avergonzada, me pide silencio. Yo no puedo hacer nada. Estoy pasando el peor papelón de mi vida y sé, a ciencia cierta, que no tengo control de la situación. La risa aumenta al punto de descostillarme y, a pesar de que redoblo mis esfuerzos por encontrar un pretexto que me despegue del horror, es inútil. A esta altura creo que nadie recuerda la desgracia del diplomático pues toda la atención está concentrada en mi imperdonable desatino. El desdichado embajador de Ucrania, al saberse descubierto, se pone rojo como un camarón. No puedo soportar más la vergüenza y decido, abruptamente, levantarme y salir corriendo. Las risotadas vienen detrás de mí y crecen en intensidad. Ahora son carcajadas que se oyen en todo el edificio, traspasando los muros, los techos, los pisos. Es terrible el efecto que puede tener un flato diplomático. Cuando salgo a la calle, agitada, acezando, una suave garúa humedece el asfalto. Súbitamente, las carcajadas cesan. Así, de improviso y sin preámbulos, la risa calla. El agua obró el milagro.

 

Como no estoy dispuesta a reincidir en estos papelones, recurro a mi lágrima en busca de ayuda. Me escucha atenta y solícita. Le explico que ella representa la solución a mi problema y le pido que interfiera ante cada desborde de la risa. Generosa como es, acepta involucrarse sin condiciones. El noble llanto que una vez rescató a la sombra sepultada debajo del edificio, es ahora el que calla a la risa.

 

Ya más relajada, gracias a la buena conducta que ha demostrado últimamente mi risa, decido entrar en un cine de Belgrano atraída por el título de una película. Inmersa en el drama en pantalla, comienzo a sollozar sin consuelo. Y allí, en el oscuro silencio de la sala, ocurre lo inesperado: la risa se escapa. Llena el aire de carcajadas, se descoyunta, genera un clima de características exorbitantes considerando lo incompatible de esa alegría con el argumento de la película. Me pregunto, ¿qué habrá visto? Pues siempre existe el disparador que provoca su desborde. Hasta ahora no la he visto reír sin que se le diera algún motivo. Que sea indiscreta es otra cosa. De pronto es como mi otro yo que se expresa, se exterioriza, con el consecuente daño ocasionado a mi indefensa persona. Ya sé, es probable que haya descubierto a la señora de adelante en situación crítica. O sea, cuando le propinaba un brutal codazo en las costillas al señor de al lado, porque le metió su mano en el escote y luego entre las piernas. Forcejeaban ambos, él por querer, ella por no dejarse. Mientras tanto yo, desesperada ante los reclamos del público, manoteo el bolso en busca de la lágrima. La encuentro y, de inmediato, entra en acción. Lanza un chorro de fina lluvia sobre la risa pero, ¡oh sorpresa!, ésta la esquiva artísticamente con un giro de ballet. Como consecuencia del frustrado intento, se redobla el alboroto en el recinto cargado de insultos, silbidos y reclamos. La lágrima vuelve sobre ella apuntándole certera, un sonoro chorro a presión. Da en el blanco y, por un segundo, se silencia. Sólo por un segundo, porque la risa vuelve a rehuirla con ingeniosa gambeta sorteando filas y butacas. La lágrima la persigue, encaprichada, sin notar que va mojando a la gente en su vano intento por apagar las carcajadas.

Al festival se suma, inesperada y sorpresivamente, mi sombra. Tal como es ella, expedita, juguetona, se desliza ondulante y leve alborotando los cabellos de mujeres y hombres que permanecen anonadados. El caos es total. ¡Bingo! —pienso casi en voz alta—, lo que me faltaba. En medio de aquel bochinche insólito, rara mezcla entre motín y aquelarre, me arranco despavorida, como una ráfaga de viento, fuera de la sala, arrastrando mis “tres... gracias”.