Letras
La partera

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Fue para la Navidad del 99, me parece. En el 2000 no, porque había más bochinche con lo del fin de siglo y me acordaría, me parece que fue para el 99, nomás. Ya habíamos sorteado las guardias y a mí, por primera vez en años, me tocó Navidad. Siempre me toca Año Nuevo pero esta vez no, Navidad. Qué sé yo, a mí Navidad me parece menos fiesta, más como una cosa para adentro: nos saludamos, somos todos buenísimos, nos queremos, pero, como cuando el nene toma la comunión, es entre nosotros nomás. En cambio Año Nuevo es más para afuera, más de cañita voladora, de bocinazos y caravanas por el centro. Si cuando yo era chica hasta serenatas había. Era de lindo... Se juntaban cinco o seis locos, una guitarra o un acordeón y salían por todo el pueblo a dar serenatas. Hasta si tenías suerte te tocaban dos o tres al hilo. Eso sí, tenías que tener preparada la sidra para los musiqueros, porque sí no, capaz que te bajaban la casa a piedrazos, con la curda que ya traían de serenatas anteriores.

No le sabría decir si me gusta más que me toque guardia en Navidad o en Año Nuevo. Yo ya estoy vieja para andar de fiesta, pero me gusta mirar los fuegos artificiales y ver el movimiento: es lindo el centro tan tarde y tan lleno de gente. En Navidad te vas a dormir más temprano, más tranquila, porque brindás, comés el pan dulce, juntás los platos y ya está. En Año Nuevo no, porque la fiesta sigue hasta que se hace de día.

Pero, bueno, volviendo al cuento, ese año me había tocado Navidad. En la guardia habíamos arreglado todo: nos íbamos a armar una cena que ni le cuento. Con platos enlozados y vasos de plástico, pero igualmente cena de Navidad. Y si a alguien se le antojaba joder a la hora de la cena, que se la bancara, que volviera después de la una. Habíamos repartido la cosa y a mí me tocó hacer tomates rellenos. Me acuerdo que hasta atún del bueno le puse, nada de andar pijotereando y echarle caballa para disimular. Atún y del bueno, eran otras épocas. Ahora andá a saber en cuánto anda la lata. La Piru, la enfermera de maternidad, se mandó unos pasteles que eran para chuparse los dedos. Es una genia la Piru haciendo pasteles. Teníamos dos botellas de sidra y una de champán, que le gusta al doctor Maurice, escondidas en la heladera de Vacunación, atrás de la caja de suero antiofídico.

Yo había estado sacando las cuentas y no tenía ninguna a punto de parir, pero en el hospital nunca sabés; en privada las mujeres van a control todos los meses, pero en el hospital te cae cualquiera que ni se ha enterado que está embarazada, que no se ha hecho un examen de nada, que no tiene idea de por dónde va a salir el muchachito, ganas de matarlas te dan. Sin contar las condiciones en que vienen. Condiciones de salud, sí, pero de mugre también. No tiene idea lo que es. A algunas habría que manguerearlas primero, viven en cuevas y la única cama con sábanas que conocen es la del hospital. Claro, si vienen a parir cada nueve meses. Y ni te avisan, habría que marcar en el almanaque para saber cuándo van a venir la próxima vez, yo siempre digo. Y que no me apuren, que van a ver cómo lo hago.

Y dicho y hecho. ¿Usted quiere creer que esa Navidad no había quedado prácticamente nadie internado en el hospital? Les había agarrado a todos una epidemia de salud; alta para todo el mundo dieron los médicos ese día. A la tardecita empezaron los cohetes por el barrio y yo pensé que en cualquier momento iban a caer con las quemaduras, pero no. Ni siquiera eso. Para la noche habíamos armado una mesa que ni la de Mirtha Legrand. Carla, la de terapia, había hecho un centro de mesa con las flores del jardín que era una belleza. Marcelo, el médico de guardia, la cargaba porque había puesto los adornos en los papagayos, pero quedaron hermosos.

Estaban mis tomates rellenos, un vitel thoné que hizo la mujer de Marcelo, sandwichitos de miga, un poco de lechón frío, ensalada. Y de postre, los pastelitos de la Piru.

No me había alcanzado a llevar el primer bocado a la boca, cuando no va y suena el timbre. Crucé los dedos y pensé para adentro “que sea un traumatizado, que sea un traumatizado”. Pero no, yo misma me lo iba imaginando.

“Ponele Jesús”, me alcanzó a gritar la enfermera de terapia. Y le pusimos Jesús, no más. ¿Qué otro nombre le iba a poner si el pibe nació a las 12 clavadas? Un negrito flacucho, llorón como él solo. La madre se portó demasiado bien para la edad que tenía. En cuanto la vi, me dije que iba a ser difícil, porque la muchachita vino sola, ni un bolsito tenía, ni documentos ni nada. No la habíamos visto nunca por el hospital y no dijo otra palabra más que su nombre. “Yécica”, así le mandó la Piru que se las da de doctora y no terminó ni cuarto grado. No debía tener ni 13 años y la falta de olla se le veía a la legua. La piel grisácea, el pelo finito y descolorido atado con una gomita verde, la cara huesuda, los ojos tristes: la panza hinchada desentonaba en tanta flacura. Colaboró en el parto como una experta: dos pujos y afuera. Ni episiotomía alcanzamos a hacerle, porque prácticamente lo escupió.

Cuando le puse el chico sobre el pecho me di cuenta de lo que iba a pasar. Lo había agarrado sosteniéndolo, solo sosteniéndolo, como para que no se cayera al piso. Miraba para adelante, para arriba, para el costado, pero no al nene. Marcelo le preguntó qué nombre le iba a poner y sólo se encogió de hombros. “Jesús”, dije yo que me acordé de la de terapia. Jesús le quedó, porque la flaquita se fue sola a la mañana temprano, antes de la primera visita de sala, sin haber dicho nada más que su nombre.

Todos habíamos anticipado que eso iba a pasar, la misma noche del nacimiento, cuando estábamos comiendo los pasteles de la Piru. Marcelo se puso cargoso para que le cambiáramos el nombre. Lindo destino le eligieron al pibe con ese bautizo, decía.

—No te preocupes —dijo la Piru, que estaba tomándose el tercer vaso de sidra—. Esta vuelve en setiembre y ahí le decís que le ponga Yonatán. O Kevin. O Braian.

—Ni poniéndole Rockefeller le vas a cambiar el destino —aportó la de terapia, que después de todo había sido la de la idea.

—Si vuelve en setiembre, le pueden poner Flor.

Volvió antes, por un aborto mal hecho, y se murió a los tres días. Pero esa vez, menos mal, yo no estaba de guardia.