Artículos y reportajes
La narrativa puertorriqueña
en Cuentos de oficio

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“En un cuento bien logrado, las tres primeras líneas tienen casi la misma importancia que las tres últimas”. No lo he dicho yo, lo ha dicho Horacio Quiroga. No se equivocaba. Quiroga desnuda la quintaesencia del escritor en uno de esos adagios que no envejecen, que se perpetúan y que gozan de la aceptación de casi todos los lectores. La cita es todo un aforismo recurrente en esta obra.

Los diecinueve oficiales de prosa que se reúnen enla antología puertorriqueña Cuentos de oficio sabían hacia dónde se dirigían. Practicaban como un mantra el hecho de que sus tres primeras líneas habrían de ser tan importantes como las tres últimas. Su comandante al mando, Mayra Santos-Febres, se los hizo saber desde la primera clase de taller. Santos-Febres, premio Radio Sarandí-Juan Rulfo Internacional de Cuento, París, Francia, 1996, es profesora de estudios hispánicos del Recinto de Río Piedras de la Universidad de Puerto Rico.

El tallereo, como ella misma le llama, es una brújula que únicamente sirve a aquellos que ya han salido de viaje, aquellos que ya tienen un rumbo entre las letras del quehacer criollo. Mayra menciona en el prólogo de esta antología “que nadie puede enseñar a nadie a tener talento creativo. Eso se tiene o no se tiene”, por lo que la experiencia de tallereo es la captura del velero mar adentro, es la toma en sobresalto del timón ya estando el buque en altamar.

Salen a flote en esta colección narradores sumamente pulcros en sus historias, sacadas del marco del diario vivir y del diario morir. Cuentos de oficio logra impartir una muestra del arte narrativo del patio, y adereza este plato principal con un sentimiento sobrepujante de esperanza. La esperanza radica en que al final de las lecturas uno suspira, agarra el libro y se abraza a él. Puesto el libro sobre el pecho se anhela más y se dice con alivio: “Hay talento. Todavía queda”.

La modernidad con la que se tratan los temas trascendentales de ésta y de toda otra época, logra crear una complicidad generacional narrador-lector. La carne se pone de gallina cuando se observa cómo los temas de ahora y de antes se vuelven inmediatos mientras el lenguaje tan habitual, tan cotidiano, tan de nuestro hablar del día a día deposita el voto de confianza que necesita el lector para zambullirse en las letras colocadas con tal minuciosidad. Cómo el hombre se relaciona, cómo el mundo se relaciona con el hombre, cómo hombre, mundo y otros entes se relacionan entre sí parece ser el cabo suelto próximo a amarrarse. Las relaciones de pareja, de padre e hijos, de objetos inanimados y sus dueños, se manejan como constante a través de todos los cuentos.

Algunas de las relaciones contadas por los escritores emergentes Maite Aragón, Luis Othoniel Rosa y Juan Carlos López Pérez electrifican las neuronas. En uno de los argumentos Paula C. salta del epígrafe a la boca de Rubén Blades y de ahí a la alucinación de un junkie recién curándose entre somnolencias de un overdose. En otro, la boca es la antesala y el veneno para ratas parece divagar entre algo más que la mirada de un hastiado marido y su taza de café. También se nos presenta a un instrumento musical infatuado por su dueña, por sus manos, por sus roces.

Más adelante Axel Alfaro esboza todo un develamiento existencial entre la relación que se cuece por un extraño escritor, su computadora y algunos vicios que incluyen el coleccionar camareras de Portugal con propósitos puramente voyeristas y estrictamente periódicos, mostrando con ello que los finales impactantes todavía pueden ser posibles. Una mágica contundencia en la vejez ocasiona efectos insospechados entre una mujer y su memoria, mientras que la autoayuda deposita nefastos acaecimientos en la vida de una de las chicas de Hatillo (no de Montehiedra), y encontramos a un individuo recordando cómo emplastar chicles correctamente desde punto A a punto B, y de B ad infinitum a la vez que comparte soledades raspando el portón de la casa de la abuela. Todas ellas visiones compartidas del mundo, orbitadas desde las plumas de Margarita Pintado Burgos, Giselle Román y Alleya I. Rodríguez Vázquez.

Existen unos retazos de narrativa que indudablemente han influenciado esta baraja de escritores. Es imposible ignorarlos mientras se tropieza uno con intertextualidades, guiños de ojo, frases intercomunicadas aun en el metatexto y andamios de coordenadas precisas que remontan a Carlos Fuentes y su Aura, a Cortázar y el desdoblamiento de personajes transmutados a otros cuerpos de “La noche boca arriba”, y hasta a la propia Santos-Febres con su Sirena Selena, por mencionar algunos. Joan Vidot, Mara Pastor y Edmaris Carrazo hacen presencia como oficiantes con la muestra de relaciones tan diversas como congruentes en esta variedad de interlocuciones que van desde lo que esconden las sábanas de seda, los sueños proféticos de muerte y los amores de temporada, con y sin complicaciones.

Se denota una sutil mezcla de latinoamericanismo y caribeñismo en la prosa de Cuentos de oficio. Se hace difícil despegar uno de otro y eso agrada los paladares. La modernidad de la prosa vuelve a delatarse en los planos en que ésta no se detiene con la partitura del establecimiento de guiones de diálogo en cuentos como los narrados por Carlos R. Tirado y Giovanni Roberto Cáez. Los diálogos se leen lo mismo dentro que fuera de los párrafos, entre cambios de personas narrativas, al inicio de alguna secuencia escénica lo mismo que al final y sin necesidad del estipendio cosmético del guión que tanto destacó a otras cosechas literarias antes de la incursión de las modalidades de un Saramago o una Restrepo. La modernidad también se hace permeable en las demarcaciones de estilos tipográficos, con las bastardillas o en la carencia de éstas, para establecer diferencias entre habla y pensamiento, entre lucidez y alucinación, inclusive entre interlocutores.

La llamada escritura experimental tiene aquí un repertorio bien logrado con lo intangible de las manifestaciones sensoriales en un plano futurista redactado por la figura de David Caleb Acevedo y los intrépidos escalones delineados por Karina Claudio García en un cuento que recorre el bajo mundo. El uso de la tan respetada segunda persona narrativa asume su oficio en gestadores de la talla de Eggie M. Aguilar. El cuento in media res —un comienzo en medio de la trama— es prácticamente representado por la mayoría de los talleristas, ejemplificado en dos de los que mayor beneficio obtienen de la maña, Luis Roca con sus esquelas portadoras de las buenas nuevas y Edwin SánchezFigueroa, tratando de transformar a un mocoso inmaduro en hombre, a cuenta de secuelas constreñidas. La técnica tan representativa de tallereo denominada “pie forzado” posee aquí dos máximos exponentes en Mayra E. Rivera Rivera y Abdil Javish Padilla García al exhibir ambos sus versiones de cuando “se abre un libro y una página aparece marcada”.

Lo relatado en Cuentos de oficio es como un navajazo, parafraseando a la escritora Marina Mayoral cuando define cómo debería ser un buen cuento. El estilo mordaz, pintoresco, recalcitrante que dibuja la realidad puertorriqueña en este libro, bien puede identificarse también con la realidad universal. Concuerdo con el escritor Luis López Nieves cuando expresa apenado que desafortunadamente “sólo hay una página literaria una vez a la semana” en los periódicos del país; ello no es suficiente. Faltan más talleres, más talleristas, más presencia de escritores en prensa, más suplementos culturales recurrentes para que estos nuevos talentos sigan ejerciendo el oficio. La presente producción literaria creativa que se gesta en nuestra isla, sobrepasa el limitado espacio mensual, quincenal o hasta semanal al que se circunscribe en la actualidad. Es un quehacer de todos los días que debe gestionarse y fomentarse con mayor asiduidad. Y hace falta. Lo mismo que otros lectores, yo también me quedo con las ganas. Quiero más.

La antología está a la venta en librerías puertorriqueñas y a través de Internet en el sitio de Terranova Editores.