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“Los mejores cuentos”, Sergio PitolSergio Pitol, detrás del espejo

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¿Qué estás leyendo?, me preguntó hace un par de días. Buena pregunta. Además, pensé, de lo que escribo, diarios, correos, el vicio heroico de la poesía y tu corazón gitano indescifrable. Leo las estrellas, la mano del viento Sur, los crucigramas que alguien me escribe y borra. Leo el silencio de las palabras que no diré. Salí del paréntesis y respondí: Sergio Pitol, Los mejores cuentos. No se ahondó más en el tema, y decidí escribir una nota. En el extenso prólogo-presentación, el escritor español Enrique Vila-Matas devela la escritura lúdica, personalidad de Pitol, y se mimetiza con el autor, a quien califica de amigo y maestro. Son 38 páginas de pitoladicción, desde su primer encuentro iniciático en Varsovia, Polonia, agosto del 73, hasta el inicio de este prólogo en sus primeras palabras: Sergio Pitol está durmiendo en estos momentos en su casa en Xalapa.

En ese encuentro polaco, que se prolongó un mes, cuando el destino era Alejandría, Egipto, Vila-Matas nos aproxima a este sorprendente narrador mexicano, premio Juan Rulfo y Cervantes.

Xalapa significa en el lugar del manantial sobre la arena, donde Pitol sigue soñando con sus vivos y muertos, la frágil frontera de la realidad.

Pitol fue diplomático en los países de Europa del Este y París, lector feroz, traductor y de un humor contagioso, muy superior al de los funcionarios que debió acompañar, me imagino, en esas largas sesiones donde es difícil ubicar las cosas que no sea en el silencio o detrás de la pared. Había leído Mujer en el espejo, de Vila-Matas, su primer libro asesino, como lo califica, porque no tiene puntos ni comas, asfixiante, agrega, y considera que su amigo Pitol sobrevivió a la hazaña de esa infame lectura intoxicante. Pitol no se quedaba atrás, y lo presentaba a sus alumnos como un hijo que venía de Barcelona. Pero a la casa del diplomático azteca, también venía como visitante un hijo natural de Lenin, que hablaba muy bien el español con claro acento mexicano, porque había pasado un verano en Cuernavaca. El hijo de Lenin describía lugares que no conocía, y sólo a los 12 años se enteró de quién era su padre. Narra Vila-Matas que después, agobiado por el peso de la historia, necesitó huir y ahí fue cuando aprendió a hablar español con acento mexicano. El hijo de Lenin resultó ser un hábil conferenciante y el éxito de sus palabras consistía en no buscar una explicación tradicional a las respuestas que esperaban las personas. La libertad, por ejemplo, no existe, les decía a unos presos. En un centro de sordomudos, acotaba que el poder de la palabra es puro engaño, una falacia total. El hijo de Lenin le dijo un día a Vila-Matas que el don de la palabra había perdido a su padre. Sólo cuando dejó Varsovia, en el aeropuerto, supo que el hijo de Lenin no era más que un invento ficcional de Pitol. Los personajes reales pueden llegar a convertirse en cuentos, fue la lección del mexicano, según el escritor español. Ya su maestro le había sugerido sobre el hijo natural de Lenin, a quien le negaba ser miembro del KGB, como creía Vila-Matas, que ocurre que “parece un personaje salido de un cuento sencillo, pero es sólo en apariencia un cuento sencillo”. También los personajes de Chéjov parecen sencillos y sin embargo no lo son, redondeó Pitol. Para Vila-Matas, esa frase le hizo pensar por primera vez que él podría escribir un cuento.

La narrativa de Pitol, resulta que dicen sus amigos escritores, Villoro y Vila-Matas, no busca aclarar sino distorsionar lo que mira. Y fue en Varsovia nuevamente, en un café, donde surgió una nueva historia. El objeto de la acción literaria, el viaje ficcional, fueron las tres personas que conversaban en la mesa de al lado. Comenzaron por asignarles un rol a cada uno. Pitol, cuenta Vila-Matas, de pronto se fugó en su propia fábula y considerar que el trío era mexicano además de representar uno al maestro, alumno y su esposa. La fabulación continuó en el trío de la mesa de Pitol, diciendo que el maestro era un escritor cuya literatura se frustró por haberse casado y para vivir publicaba cualquier cosa. El joven era su discípulo y el viejo escritor veía en él su propio espejo del fracaso. El maestro intentaría persuadirlo intentando crear innumerables problemas entre la pareja. Cuando la historia parecía llegar a su final, relata Vila-Matas, la mesa de al lado los sorprendió más allá de la ficción. Oigan, dijo el supuesto maestro, “quiero decirles que no estamos sordos, que lo hemos oído todo perfectamente. Les felicito por haber sabido divertirse tanto con nosotros”. Pitol negó que los personajes fueran mexicanos. Dijo, son bolivianos.

Después de relatar unas búsquedas domiciliarias frustradas del sitio de nacimiento de Proust y de una librería, Vila-Matas sigue mezclando los encuentros con Pitol y su vida literaria, narrando la personalidad literaria del autor mexicano. Lo compara con los españoles exitosos de su época, faltos de ética, soberbios, engreídos en su mayoría, acusa. “Sólo pueden ser generosos aquellos escritores que, dentro de su humildad kafkiana”, advierte Vila-Matas, “pero conocedores de su sosegado y suficiente talante de hombres de letras, no temen que nadie pueda hacerles sombra. Eso, reafirma, los hace desprendidos. Su literatura no depende de lo que hagan los otros, sino lo que escriban ellos. Saben que no serán peores ni mejores porque escriban cosas infames o sobresalientes”. Una verdad absoluta, pero no sólo arrastra a esos escritores que él denuncia, sino a muchos otros, a veces, a una gran mayoría, más aun en la actualidad, azuzados por el mercado y unas cuantas pequeñas glorias de celofán.

Y sigue el peregrinaje de sitio en sitio y país en el prólogo. Caracas, 1998, 19 de agosto. Buscaban un museo y era inencontrable. De pronto Pitol le preguntó a un negro de casi dos metros de altura si conocía la dirección del “pequeño museo”. Uy, tú estás más perdido que el hijo de Lindbergh, respondió el negro. Lo que sorprende es el desconocimiento de Vila-Matas acerca de la anécdota, porque este dicho está muy enraizado en el Caribe y se conoce en Panamá como en Venezuela. Lindbergh fue un piloto y héroe, cuyo hijo fue secuestrado y asesinado. Pero ambos escritores siguieron ficcionando la realidad y aprovecharon de perderse, y “volver a uno de los sueños más recurrentes de Pitol: ir de excursión con sus padres, perderse de pronto y hallarse en un entorno hostil y tenebroso”. Vila-Matas, en estas revelaciones de su maestro, sostiene que Pitol descree de los decálogos y las recetas universales para llegar a ser escritor. La infancia, los libros preferidos, intuición, todas las experiencias, conducen al escritor a puerto seguro. Entiende Pitol, la literatura como una república de las letras en libertad. Leía a Tolstoi, Gombrowicz, Witkiewicz. Faulkner, James, Schulz, entre otros.