Sala de ensayo
Rubén DaríoPrimaveral rebosante de azul

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Ven al jardín que parece muerto y mira:
el brillo de las playas lejanas, rientes, / de
las puras nubes el inesperado azul / alumbran
los estanques y los senderos coloridos.
Stefan George

René Char, en el poema “Nos hallábamos en el agosto de una clara mañana poco segura” (Elogio de una sospechosa), dice: “Sólo hay dos conductas en la vida: o la soñamos o la realizamos. En ambos casos nos hallamos sin destinación bajo la caída del día y el corazón sedoso maltratado sin rebato”. Valga la cita para señalar que Rubén Darío (1867-1916), poeta nicaragüense y universal, vivió —y soñó— sin complejos, ambas conductas. ¿Ángel caído?, ¿bohemio genial?, ¿sátiro loco?, ¿hipocentauro azul y profano?

Si bien José Martí es considerado por muchos el padre del Modernismo, le cabe a Rubén Darío el honor de ser considerado, por unanimidad, el máximo exponente de este movimiento estético que surgió en la América española a finales del siglo XIX, lo cual trajo consigo la renovación de la literatura en lengua castellana. Particularmente con Darío el Modernismo creó (nutrido de elementos del Romanticismo, del Parnasianismo y el Simbolismo, de los clásicos españoles y grecolatinos) un lenguaje nuevo, radiante de libertad, amalgamado de imágenes rebosantes de sensualidad, de valores cromáticos y sonoros. Universo poético poblado de evasiones exóticas, signado por la belleza, el equilibrio y la armonía.

Rubén Darío, el poeta por antonomasia del Modernismo, escribió tres libros fundamentales: Azul (1888), Prosas profanas (1896) y Cantos de vida y esperanza (1905). Estos títulos podrían encerrar, de un modo tan vigoroso como revelador, toda la magia creadora de un escritor y, por extensión, de un universo poético cuyo suave movimiento estremeció, con ardor de fuego divino, el cenit violáceo de un continente vívido: tierra de una particularidad mundana y celestial de sentir el mundo.

Así, consciente del espacio y del tiempo que le tocó vivir, escribió Darío: “Si Azul simboliza el comienzo de mi primavera, y Prosas profanas mi primavera plena, Cantos de vida y esperanza encierra las esencias y savia de mi otoño”.

Y es que, centelleando aristas de melodiosa originalidad en el lenguaje, los poetas modernos (Darío asido a la Osa Mayor) apuestan igualmente por una originalidad panóptica del pensamiento hispanoamericano. Por ello, no sorprenden estas palabras de Octavio Paz: “El Modernismo se inicia como una estética del ritmo y desemboca en una visión rítmica del universo. Revela así una de las tendencias más antiguas de la psiquis humana, recubierta por siglos de cristianismo y racionalismo. Su revolución fue una resurrección. (...) Más que una realidad que descubrimos o hacemos, América es una realidad que decimos”.

La realidad sólo puede ser aprehensible a través de la palabra. En Azul, el primer gran libro de Darío, la palabra recupera el don estético de la belleza. Escrito en la primera primavera del poeta, el lector puede apreciar, con exquisitez y asombro, un oficio y una ornamentación estilística que el joven escritor irá madurando y ampliando en el tiempo (él, viajero incansable y lector voraz). Y es que Azul, como el cielo, es un universo vibrante en el que refulgen y gravitan, en la armonía mítica del cosmos, relatos impregnados de príncipes y princesas orientales, musas cantarinas, ninfas, sátiros y faunos de exótica belleza; perfumes y mármoles babilónicos saturados de una nostalgia exquisita, donde lo apolíneo y lo dionisiaco queman las contradicciones.

En cuanto a los poemas de Azul, éstos, vigorosos de luz y encanto, impresionan incluso por la voluptuosidad de sus títulos: Primaveral, Estival, Autumnal, Invernal, Pensamiento de otoño... Estos poemas (como el trino de los pájaros) vuelan circunscritos al Año lírico, y sujetos, pues, al conjuro de las estaciones.

El primero de los nombrados, Primaveral, es un poema de mediano aliento, compuesto de seis estrofas. Canto a la mujer amada, a la Naturaleza, en el que la voz lírica se regodea en la belleza de la palabra, pues sólo a partir de ella, de la palabra, reside el poder creador: “En el Principio fue el Verbo”, truena Dios en el Génesis. Por otro lado, si bien en los países del trópico no existe propiamente la primavera, no se puede pasar por alto que ésta está asociada, en el trópico, al mes de mayo, época en que las flores son más flores y el corazón, ese eterno enamorado, palpita entonces con la fuerza selénica y cristalina de las aguas. Mas, ¿acaso Primaveral(y con él, Azul) no fue escrito al sur de Sudamérica?, ¿o acaso lo concibió el poeta al sur del Sur, bajo el calor de la nostalgia de su trópico natal? Sea como fuere, la fuerza vital del poeta se deja sentir desde los primeros versos: “Mes de rosas. Van mis rimas / en ronda, a la vasta selva, / a recoger miel y aromas / en las flores entreabiertas. / Amada, ven. El gran bosque / es nuestro templo; allí ondea / y flota un santo perfume / de amor”.

El bosque visto como morada —natural y primigenia— del hombre. No sólo como morada de lo físico (es casa, refugio), sino como el lugar en que el santo perfume del amor flota, ondea como la emanación abstracta del deseo. El bosque (la Naturaleza) como símbolo universal de la fertilidad: lugar edénico en que las flores abiertas (órganos sexuales de la mujer) se entregan en el misterio de la reproducción. El bosque visto, en última instancia, como la vastedad sagrada a través de la cual busca el hombre (búsqueda a veces inconsciente) reposo y dolor para su alma: Amada, ven. El gran bosque / es nuestro “templo”.

En la segunda estrofa (como en las restantes), la consecuente presencia de imágenes visuales (cromáticas y cinéticas) se entrelazan, en perfecta armonía, con imágenes sonoras, fundando así un territorio donde somos ráfagas de luz y nos desplazamos en silbos (diría Valera Mora). Darío es, pues, el poeta de la luz y la sonoridad: “Mira en tus ojos los míos: / da al viento la cabellera, / y que bañe el sol ese oro / de luz salvaje y espléndida”. Y unos versos más abajo: “y a contar alguna historia / de ninfas, rosas o estrellas, / tú no oirás notas ni trinos, / sino, enamorada y regia, / escucharás mis canciones”.

Ángel Rama (1926-1983), refiriéndose a la obra del genial poeta, dice: “La piedra angular de la creación será para él esa armonía de la que se cree robador”. Armonía, balanza, equilibrio; elementos embriagadores de los sentidos; melodía sensual del vino que derrama sus formas en la desnudez virgínea de la mujer amada, cuyo licor himénico invita a una cercanía de aromas: fugaz, eterna, cándida: “Allá hay una clara fuente / que brota de una caverna / donde se bañan desnudas / las blancas ninfas que juegan” (Primaveral, versos primeros de la tercera estrofa).

Heráclito, el filósofo griego del fuego, afirmó que la Naturaleza solía ocultar su fisiología. En Primaveral, esta sentencia pareciera disiparse. El diálogo íntimo de las aves, la danza simétrica de los insectos, el milagro de la polinización, el alma ovípara de las flores, así lo revelan. Sin embargo, es un disiparse a medias, pues la Naturaleza es cruz y reverso de Dios: “Van en sus grupos vibrantes / revolando las abejas / como un áureo torbellino / que la blanca luz alegra” (primeros versos de la cuarta estrofa). He aquí nuevamente el ambiente signado por la brillantez, por el regocijo de la luz exterior e interior. El canto primaveral de la cigarra, porque ama al sol, porque es criatura divina, guardiana de tesoros y arcanos. Sol dador de la savia vital, astro paradisíaco (diría el Chino Valera) amado porfrancotiradores y poetas: “Oye: canta la cigarra / porque ama al sol, que en la selva / su polvo de oro tamiza”.

En la estrofa siguiente, la quinta, el juego de las alteridades, de los opuestos, desborda el espacio impreciso de la veleidad: macho / hembra; blanco / negro. Vale acotar que la configuración de estos “opuestos”, lejos de separar unen: “Son dos: el macho y la hembra / Ella tiene el buche blanco / él tiene las plumas negras / (...) y los picos que se chocan / como labios que se besan”.

Simbólicamente hablando, el macho representa el día, la acción, la luz; la hembra, el no-día, el reposo. Además, nótese cómo estos valores (símbolos) logran yuxtaponerse: el macho, hijo de la luz, tiene plumas negras ( la noche, el pecado), y la hembra (la fertilidad, el pecado, la noche) tiene el buche blanco (luz, claridad, razón).

“Mi dulce musa Delicia / me trajo un ánfora griega / cincelada en alabastro, / de vino de Naxos llena; / y una hermosa copa de oro, / la base henchida de perlas, / para que bebiese el vino / que es propicio a los poetas”.

Estos versos inauguran la sexta y última estrofa de Primaveral. Versos cargados de sensualidad, de ese deseo terrenal que sólo el vino, licor de dioses, puede ser capaz de desatar en el corazón del hombre, al contacto sutil con sus labios rojos y mortales. El poeta, heredero de la antorcha de llama azul de los dioses, inmortal como ellos, ¡es el elegido para beber de la copa! No podía ser de otra manera: que bebiese el vino, que es “propicio” a los poetas.

Darío vuelve la mirada a la Antigua Grecia. Soñador por naturaleza, el poeta, como llevado por Cronos, se pasea por la isla de Naxos, la mayor de las Cícladas. Pero esa mirada onírica a la madre de la cultura Occidental estaría incompleta sin la presencia de elementos mitológicos; rasgos que le confieren al discurso poético un hálito de cadenciosa voluptuosidad: “En el ánfora está Diana, la orgullosa y esbelta / con su desnudez divina”. Diana, la Artemisa de los griegos, la errante de los Bosques, la cazadora. Por otro lado, está Venus (Afrodita), diosa del amor, símbolo de la sensualidad, del deseo carnal. Nuevamente, el juego de los opuestos: Venus / Diana, es decir el deseo / el no-deseo, el reposo / la acción. Y Adonis, el hermoso, anémona por voluntad divina, quien desdeña los favores de Venus, complementa ese equilibrio armónico dictado por la belleza: “Está Venus Citarea tendida cerca de Adonis / que sus caricias desdeña”. Luego, el súbito cambio, el “No quiero el vino de Naxos / ni el ánfora de esas bellas”. El enamorado sabe que existe un vino mucho más embriagador: el vino orgásmico de su amada: “Quiero beber del amor / sólo en tu boca bermeja, / ¡Oh, amada mía, en el dulce / tiempo de la primavera!”.

Vale destacar que los dos últimos versos se repiten, excepto en la cuarta estrofa, en todas las demás. Reiteración del sujeto amado, porque el amor es primavera eterna; su intención no es otra que la de seducir al lector, invitarlo a participar del ritual del vino: erotismo, seducción, entrega. Pues, sólo a través de la esteticidad de la palabra el poema funda su espacio: dimensión abstracta de infinitas posibilidades. Dimensión en la que el hombre exorciza sus demonios. Enhorabuena.