Letras
Dos cuentos

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La mirada de los peces

Sofía compró los peces porque vio atrapada su angustia en esos ojos. Detrás del cristal de la pecera, esos globos saltones iban respondiendo las preguntas que ella acostumbraba hacer al vacío. Sintió como si esa vista acuática recorriera la piel, los párpados caídos, las mejillas tersas, hasta entrar por el costillar, golpear el plexo para que la respiración regresara intacta y poder sentirse viva.

La noche anterior a la compra aún mantenía las marcas de insomnio en la cara por el terror a sentirse perseguida. Tenía razón la soledad: era prisionera y los reclamos continuos de su esposo la iban avejentando.

De aquel amor inaugural que la había enfrentado a sus padres, a los compañeros de escuela, no quedaba más que la sombra de aquel “Es mi decisión” y, ahora, los peces que una tarde de domingo compró en un bazar, cuando deambulaba por las calles, quizá para no pensar en los errores cometidos, ¿y qué son los errores sino la aproximación de la experiencia?

Sofía decidió quedarse en el parque a ver corretear las aves tras el alimento, huyendo de las manitas de los niños y sus voces agridulces. Esperaba que el hombre con el que vivía se calmara y le hablara al teléfono portátil. Mientras tanto dejaría que el calor la consumiera, ofreciendo el rostro al sol, sintiendo crecer las grietas del tiempo, como aquellos ancianos que lamentan su vida. Era preferible la violencia del astro a ser consumida por la angustia de estar en casa.

No importaba perderlo todo. Ese hogar que le habían adornado a su capricho, el auto deportivo, el cuerpo delgadísimo producto del gimnasio por las tardes y las clases de baile. Incluso el trabajo en las mañanas que de alguna forma le servía para huir del aburrimiento. Los múltiples regalos, todo. El hastío iba enredándose como nauyaca entre sus piernas, apretando el corazón con las escamas del tedio.

Tampoco importó la amenaza de divorcio. Él estaría con ella siempre. Lo había dicho en la iglesia junto con las promesas mutuas. Incluso lloró al ver realizarse el sueño de tener a la niña que siempre había amado, vivía para recordárselo.

Si a eso pudiera llamarse amor. Sofía quizá ya no lo intentaba, al menos ahora no quería hacerlo; no estaba segura si alguna vez aquel sentimiento de salir del hogar paterno fue amor por este hombre o simple arriesgarse a una vida nueva. Cómo llamarle a la relación que los mantenía juntos: “No eres mi dueño”, le decía después de cada pleito.

Pero sabía que Pedro estaba conforme con lo poco que ella le daba, aquel hombre de cejas cerradas, dientes apretados y pómulos secos sólo necesitaba saber que al menos él la amaba, y eso ni ella ni nadie podría evitarlo: “Te lo doy todo, vivo queriéndote, y nunca voy a permitir que te vayas”, decía la voz por el teléfono, y Sofía se secaba las lágrimas al regresar a casa. Permanecía detrás de esa muralla de recuerdos con que aquél ponía candados a sus movimientos exteriores.

De regreso a casa Sofía anduvo cinco cuadras para llegar al parque donde se exponía la venta de animales para mascotas. Miró un conejo. Sostuvo en sus manos a un curie. Se quedó atrapada en el verde plumaje de los loros, y la escandalera de los periquitos australianos le arrancó la risa casi en el olvido.

Entre jaulas, ladridos y pelos de gato, escuchó la voz sobre los tímpanos. Su propia voz, esa que había querido mantener encerrada y que desde el reflejo del vidrio de la pecera le hablaba por medio de esos ojos saltones de los peces dorados.

La diminuta voz se revolvía sobre esas tonalidades naranja, dentro de la azulosa agua. El piso de piedras de colores opacos desprendía su burbujeo de oxígeno. Las aletas y la cola como un plumero iban barriéndolo todo. Ese parloteo respiratorio que fingían en la boca. Los peces dorados la miraban con sus ojos acuosos, en cuya oscuridad Sofía observó su alma arañando la superficie. Era ella presa dentro de esos ojos. Presa dentro de la pecera, en su propia casa, dentro de su cuerpo.

A dónde huir, cómo sostenerse si él siempre se ha encargado de todo. Desde que Sofía terminó la escuela entró a la oficina y el trabajo se lo había conseguido un amigo de su esposo. Pedro la llevaba y la iba a buscar sin contratiempos. Ni un minuto más en la oficina después de la jornada.

Ahora, con la pecera en el sitio que le había escogido, cerca de la ventana del jardín, permanece horas, sentada, mirando el ondular de sus dorados cuerpos, los flecos de sus aletas, el remolino que forman con su respiración.

Y allá en el fondo de los ojos mira el encuentro con su amante. Las escapadas por las tardes cuando su esposo trabaja. Invitarlo a casa y manchar las sábanas del matrimonio. Aquel amor que pronto se hartó de la indecisión y se fue diciendo: lo tienes todo menos aventura, eres una niña que sólo está aburrida, por eso no tienes intención de rescatar tu vida. Y después del No te vayas, recuerda la respuesta: Ya vendrá alguien más.

Y tenía razón, las imágenes se precipitan entre las burbujas: el rostro de otros hombres le hacen gritar al espejo, pintarlo con labial, romperse las uñas intentando abrir las puertas del hartazgo del que tal vez no ha querido huir. Las persecuciones con que sueña, amenazada: siempre te voy a buscar, a donde vayas. Y el dolor de nuevo en las muñecas, moradas por los apretones.

Sofía ha permanecido junto a la pecera todo el día, quieta, absorta, comiendo yogurt con miel y bebiendo pequeños sorbos de té de jazmín. No piensa más que en la voluntad de sentirse viva, y el sexo no ha sido esa posibilidad.

Ha paseado por la casa reconstruyendo cada adorno y el momento de adquirirlo, cada historia con esos hombres sin rostro. Empaca sus cosas en un maletín de cuero y regresa junto a la pecera.

Mira los peces ir y venir en el encierro del cristal. Su esposo llegará en cualquier momento, con su cara de felicidad por verla sobre la cama, doblegada. Durmiendo o llorosa con el insomnio de siempre. Ya no será así.

Baja de nuevo, corta una fruta y se queda mirando a los peces dorados, no quiere huir a escondidas, quiere verlo de frente y decirle adiós.

Ha apagado todas las luces de la casa para no mirar el cadáver de la tristeza que se derrama por la escalera. La puerta pronto dejará caer los cerrojos que anunciarán su llegada. Su partida.

Quita el oxígeno a la pecera, y mira cómo la respiración de los peces dorados empieza a atragantarse. Engulle la pulpa de la fruta. Se queda fija en la mirada de los peces y ve extinguirse la luz de esos discos jugosos donde se petrifican los colores y se abandonan los brillos. Para Sofía el pasado ha muerto con los peces.

Pronto la puerta se abrirá.

Allá va. Es él, ha llegado. Gira el picaporte.

Sofía se levanta con decisión. El maletín de cuero en la mano. Su futuro relumbra en el cuchillo que se ha quedado entre las cáscaras y el bagazo de la fruta, ahí, sobre la mesa.

 

Transfiguración

Todos los días han sido diferentes para Niza. No hay rutinas. Por los corredores se la pasa fumando y bebiendo agua en vasos desechables. Un sorbo de humo y un trago de agua a cada momento. El humo pasando de la boca a su nariz y hacia los ojos, siempre enrojecidos. Ella se levanta a comer de madrugada, ratoneando por la cocina hasta hartarse. Sobrepasa unos quince kilos su peso normal.

En ocasiones se queda de pie, por horas, junto al álamo del patio de la casa, o bien sube al techo y se acuesta desnuda para que el sol le muerda las piernas. Puede sentarse en la terraza a ladrar a los perros que pasan por la calle o a tirar piedrecillas a los camiones de pasaje.

Nunca ha atentado contra su vida, ¿para qué?

Cuando vienen visitas a la casa, ahí está ella mirando a las personas y participando de las pláticas. Con una soltura que sorprende, puede hablar de cualquier tema. Pero algunos días no se levanta ni para ir al baño, anochece y hay que limpiar el batidero que deja en la cama con sus pestilencias.

Años de terapia, circulando en horarios de pastillas, sin creer en la volatilidad de los medicamentos.

Cuando su madre se harta de verla caminar desnuda por la casa, untar las paredes con pintalabios, sentarse en el suelo del baño a comer sus excrementos, resulta sencillo doparla y llevarla a su cama. Es un estorbo.

A sus treinta no es la sombra de aquella joven hermosa que estudiaba mercadotecnia.

Cuando me hice novio de Mirna, le fue difícil hablarme de su hermana. Días después de que estuve presente en uno de los continuos ataques, mi novia quiso enseñarme una foto de su hermana donde aún podía vérsele linda y en paz. Llevaba puesto aquel vestido rosa y permanecía sentada sobre una piedra grande en la inmovilidad del tiempo que el papel fotográfico logra detener. Niza remojaba los pies en el agua de un río, reía de forma diferente a la de ahora, sin esa agitación que ahora se le presenta en los ojos.

Apoyé a Mirna y logramos convencer a su madre que esa fotografía, incrustada en su marco de madera, debería estar en la pared de la sala, frente al sofá, como un buen recuerdo de los días de tranquilidad de Niza.

Desde hace unos días, en la revolución de su mente, Niza comenzó a quedarse largo rato mirando el televisor cuando éste se encuentra apagado. Una ocasión me pareció ver que lo encendió sólo con mirarlo. Luego mira la fotografía en la pared y acaricia su imagen.

También se queda observando con detenimiento cada uno de los ladrillos del piso de la casa, uno por uno. Se tira al suelo y se va arrastrando hasta recorrerlos todos, y va dejando un rastro de colores. Al principio creímos que se trataba de sus orines, pero las tonalidades pastel de esos líquidos, que poco a poco se volvieron gelatinosos, nos hizo odiarla más. Más de una tarde, después del paseo por el piso de la casa, su madre la zamarreó de los cabellos, intentando quitarle esa sonrisa estúpida de la cara, mientras la atábamos a la cama para pasar la noche.

De cuando en cuando los ojos se le ponen en blanco, y cuando volteas a verla para saber si no ha sido la imaginación, Niza te mira fijo y ríe agitada, como una hiena.

Esta tarde su madre fue a surtirle sus medicinas. Mi novia se sentía enferma, con calentura, y se ha quedado dormida en la habitación.

Estoy en la sala cuidando que mi cuñada no vaya a salir a la calle.

Viene hacia mí y me quedo ahí sentando, mirándola. Me pide un cigarro, se lo doy y le ofrezco la flama del encendedor. Da una chupada larga mientras cruza las piernas acomodándose en el sofá sobre sus muslos, en posición de flor de loto.

Escupe el humo en mi rostro, mientras veo el hormigueante color de esa vellosidad casi transparente del pubis. Comienza a reír, y puedo distinguir esos rastros de lo hermosa que un día fue. Con el humo escurriendo por los dientes amarillos dice: He decidido probar ir en contra de todo y hacer lo que se me pegue la gana.

Aprieta con los labios el cigarro. El humo va elevándose circundando su rostro.

Coge el cigarrillo con los dedos para mirarlo y se transfigura en humo. Toda ella comienza a dar vueltas por la sala, pegándose en las paredes, subiendo por el techo. Sus ojos permanecen risueños en la niebla. Me repliego contra el sofá y todo el humo que la conforma viene hacia mí. Vuelvo a reconocer sus labios.

Se eleva y se va a refugiar al televisor que se enciende. En la pantalla hay un campo cubierto por hierba y al fondo un río que deja escuchar su recorrido. Miro la fotografía, frente al sofá en que me encuentro. Desde el fondo se levanta la mujer con su vestido rosa y comienza a correr amaneradamente hacia el primer plano. Niza con muchos años menos, el rostro limpio y sin manchas.

El televisor va cambiando de imágenes para mostrarme su memoria intacta. Ella desde la fotografía se asoma, ríe ante los recuerdos que se precipitan en la pantalla. Las imágenes de su primer día de escuela, la pubertad y el éxtasis, desfloramiento, vómitos, encierro, la niebla de hoy, yo con cara de asustado y de nuevo la niñez de Niza.

Mirna aparece de pronto en la sala. La desperté con el grito que di al ver a su hermana transformada en humo. Camina somnolienta y cuando pasa junto al televisor lo apaga. Niza desde la fotografía mira a su hermana y regresa a sentarse sobre la roca junto al río. Parece enojada.

Mi novia se sienta sobre mis muslos, se acurruca en mi pecho y comienza a besarme la barbilla. Estoy excitado y hay que aprovechar antes que su madre regrese de la farmacia.