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Fiesta

I

Amanece.
El alba, de privilegios es un escaparate.
Todos van,
               de ida o vuelta pero todos andan;
comen, bullen a pasos cortos. Hay que llegar.
La calma está en desuso, excepto nosotros.
Olores de café, y el chocolate yla loción
               —barrera de sentidos—
se mezclan en vagones atestados.
Pronto el mediodía todo lo calcinará.

 

II

El hambre
comienza a caminar (trepar diría)
por las entrañas.
Pulula una calma de anticipo;
las risas se adelantan, andan sueltas
y se sirven de botana;
el alcohol gana terreno, domina.

Llega el punto crucial,
                  definitivo arcén
—vuelvo a trabajar o cambio por vodka la cerveza.

Hervirán las venas dos, tres horas
luego una calma fugaz antes del salto;
puntuales la ebriedad
—a las nueves más o menos— hemos de hallar.

 

III

La noche es prolongado instante previo.
               Contención,
                               vértigo.
Tendremos que saltar, ¿caer acaso?
Ya será otra tarea reconocernos:
jugar, como fichas, nuestros restos.
Ajustar la cinta del zapato, el cinturón.
En la piel un aleteo, rescoldo de otras ataduras.

De las comisuras de este pavimento
               emergen
sedientas legiones sobre bestias aladas
ciegas que olfatean las luces de neón.

Sin muchos contratiempos encontramos
cualquier habitación que gire y dance
hacia las horas altas.
Beber es preciso,
comenzar el ritual que nos asciende:
magia incorruptible de la juerga interminable.

Del éxtasis oscuro hasta el vacío,
a las etapas en que amamos por teléfono
llegamos incrustados al cristal.
Henos aquí que estamos reunidos
y habremos de libar sin condiciones,
una vez más, dos, cinco...

Los muros y las losas son pasillos,
el viento suena turbio y se entrecorta,
tus párpados reclaman libertad;
tus párpados,
                ahora,
                             son los míos.
Impune se aparece la verdad
y no hay en el lugar ningún poseso
que escape a sus heridas lacerantes,
mañana —que es hoy sin parecerlo—
fuera del trance, nadie la recordará.

En un balde de plata hemos dejado,
como ofrenda final del sacrificio,
la cabeza de la noche para el alba
que al cabo ha de bailar sobe las nuestras
mostrando su furia,
                               su desnudo ombligo.

Con sonidos guturales y gemidos
la función damos por finalizada
(Sin aplausos, sin más gloria que el sueño).

 

IV

Hay que llegar.
Los sentidos amanecen confundidos,
chocolate y ron impregnan las promesas;
Todo se junta, todo duele:
la sangre diluida sube apenas
a la nuca que se encoge al interior
de un vagón atiborrado.
Amaneció.

(Para Boris Miramontes)

 

Nombres propios

Van a dar las doce y el cenit
anuncia su fuerza en las persianas.
Errantes, en el borde de la luz
(donde nada reaparece),
celebramos la herida original,
nacemos de decirnos nuevamente.

 

(15 de febrero de 2006)

Qué preguntas harás desde la calma
oscura que ha templado los insomnios.

Desde el luto púrpura y temprano
qué les vas a decir a tus amigos
—si no entienden tu lengua—
cuando te hablen de amor adolescente:
dirás que la muerte es un fetiche
que se agolpa y secuestra a las abuelas,
un pretexto para llorar por todas
las madres de las madres que están vivas.

Cuántos versos precisos heredaste
que no alcanzan a dar luz a tus recuerdos.

¿Y qué no hay ritos o danzas primigenias
que rescatan del limbo a los perdidos?
¿No hay pociones condensadas
que levantan de su losa a los vampiros?

Tú sabes que vendrán otras edades,
otras gatas, funciones, personajes;
olvidarás los nombres de los muertos;
habrá más amores y otros muertos.

Qué preguntas harás dentro de un año
cuando ya no haya abuelas que morirse.

Desde el luto lavado y permanente
qué feliz andarás por las esquinas
que el aire desgasta cuando lleva
los recuerdos hechos nombre, multitud.

(Para Andrea Lumbreras Elvridge-Thomas)