Letras
El juego entre lo oculto y lo dicho
(Manual para un viudo)

Comparte este contenido con tus amigos

A los lectores

Han pasado cinco años y el Juez acaba de declarar legalmente muerta a Déborah. Su viudo, Ernesto (llamémoslo desde ahora así) me entregó unos borradores al tiempo que decía: —Aquí tienes para que alimentes la carne pulposa de tu casa de lenguaje.

—Mi casa está hecha de algo más que de lenguaje —le respondí.

Tal vez Ernesto quería ponerme en el compromiso de rescatar un pasado, aunque yo le diera una nueva y distinta representación de los hechos, de las cosas y de su contexto. Una experiencia diferente a la que él me estaba ofreciendo. Los hilos los fue tejiendo el pensamiento de Ernesto, sólo he liberado algunos escombros de su vida, de un viejo diseño cuyas palabras, hasta ahora mudas, comenzarán a hablar. Soy tan sólo la organizadora del evento.

Gracias a José Saramago por haberme regalado el título del cuento.

***

—Solamente un lunático puede pensar que el mar le va a devolver el cuerpo de su esposa una noche como esta —le dijo Simón a un Lucas más hosco y enfurecido que las crestas desalmadas de ese Pacífico, cuyo respeto no se ganarían nunca los pescadores.

Mientras tanto Ernesto, sentado entre los riscos y muerto de frío, no ocultaba su preocupación, tal vez era la conciencia que lo obligaba a una introspección. Luego de tantos años de vivir confiado sentía la necesidad de recuperar cuanto antes el cuerpo de su esposa suicida. Los pescadores no comprendían la prisa, cada uno enfocaba los hechos desde el marco donde le había tocado vivir, desde el lugar donde había nacido, miembros de una tribu marinera cuyas formas de vida en desuso les otorgaba autoría cultural. Por eso, a pesar de las protestas, seguían tras el rastro de aquella Déborah que les leía poemas.

—¿Te acuerdas, Simón, de aquel que decía: Tú me quieres alba me quieres de espuma?

Los dos pescadores callaron, pensaban en un saco cerrado, maniatado, en la desintegración del bonito cuerpo de la esposa del patrón, que se iría a convertir en un “imbunche”. Pero el Señor Ernesto sabría preparar una mortaja astutamente construida para exhibirla. De pronto oyeron los gritos.

—Les pagaré el triple, vuelvan a recorrer las playas, merodeen por las costas, el mar no traga, devuelve.

—Es claro, él escribe sus días con dinero y nosotros, noche tras noche, aferrados a este temor sin palabras y sin protección —murmuró Simón, mientras pensaba en sus vidas canceladas entre mar y barco. Pero la perspectiva de los ojos de Dios le llegaba a los tuétanos, saldrían de nuevo.

—¡Pobre mujer! Tiene derecho a un entierro digno. Salgamos ya. Ahora sí es verdad que vamos a zarandearnos como goleta al viento, y lo peor es que sin rumbo.

Mientras caminaba hasta la lancha, seguido por Lucas, pensaba Simón si su fe religiosa no sería un dispositivo propuesto por debilidad, para sobreponerse a la naturaleza indómita del mar y a la decrepitud del poder de Ernesto, cuyos pies sonaban en sus oídos en un ir y venir, entre la maraña de algas y redes, tejido vital del poblado. Subió con ligereza a la lancha y miró las aguas tumultuosas que, como en Déborah, ejercían sobre él un poder secreto.

La narradora supone que Deborah virtualizó el Helesponto en el ríspero Pacífico, atraída por el encanto de sus bajos decibeles.

Las voces de los curiosos empezaron a multiplicarse e interrumpían ese triste espacio donde ahora se desarrollaba la existencia de Ernesto, a pesar de ello trató de conservar la elegancia que necesitaba para endulzar los estragos que le estaban produciendo tantos trasnochos.

¡Pobre Déborah! Sin duda rumiaba adentro de ella un conflicto que él no había sido capaz de percibir. La gente lo miraba, Ernesto pensaba en voz alta. Tal vez la idea de reencarnación de su mujer era el nomadismo de su otredad que ella cristalizó con el suicidio. Mientras tanto las horas iban pasando en medio de enmascaradas meditaciones que luchaban entre sí por expresarse, hasta que los pescadores lo sacaron de su ensimismamiento:

—Por ahora su esposa está perdida, el mar le dará refugio —dijo Simón convencido de sus palabras—. Sabe, Señor, el mundo a veces es imprevisto y desilusiona, y la rutina diaria impide renacer. Es que... Usted no se imagina como libera el mar, es infinito como los sueños.

Ernesto lo miró asombrado por ese arresto de sabiduría. Se sintió como un niño a quien el abuelo trata de descubrir sus escondites y aquellas mentiras que revelan las miradas de asombro simulado. Observó con admiración a sus interlocutores. ¿Habrían conocido a Déborah? La vida de su mujer iba adquiriendo matices nuevos que el cuerpo recuperado no lograría descubrir.

De vuelta a su casa, aún marcado por el desequilibrio, trató de dormir pensando siempre en la majestad no contaminada de una esposa perfecta. Al día siguiente comenzaría a arreglar su intimidad conservada entre ropas, perfumes, libros y tantos objetos para él desconocidos.

Sorpresivamente, Ernesto se encontró envuelto por un morboso placer, como si entrara a un museo en busca de errores y faltas ajenas. —¿Será mi curiosidad una excusa para encontrarle mayor sentido a mi existencia? —pensaba cuando por cuarta vez se acercó a la pequeña gaveta de su esposa. Tanta duda obedecía a una necesidad de no querer invadir lo que, a simple vista, revestía cierto carácter secreto en la vida de su Déborah muerta. Podía dejar el misterio encerrado para siempre, aunque coexistiría con esa machacona trama que se va fraguando adentro de nosotros y nos lleva a desnudar, con desacato, a la persona que la muerte nos ha escamoteado.

Hacía tres días que Déborah se había sumergido en el mar, con la voluntad de no salir a flote. Desde el primer momento Ernesto pensó en influencias que él consideraba nefastas, sobre todo la famosa Alfonsina Storni, leída, recitada y cantada por esa esposa tan infantil y romántica. Pero no, todo debió ser producto de la enfermedad, una tristeza que la invadía por temporadas. ¿Penosa? No, ella no había sufrido, conservó hasta el final el encanto de lo ilógico. Tal vez por eso tomó la decisión de irse tan joven.

¡Pobre Déborah! Nunca dejó de ser la niña que aprendía el catecismo al abrigo de la cocina de su madre. Ernesto la consideraba de naturaleza angelical, mostraba un asombro permanente ante la vida y el mundo. Ahora lo atosigaban frases que ella decía al azar. Sí, ideas para él infantiles y esotéricas. Recordaba aquella repetida tantas veces:

—Reencarnaré en una mujer distinta, ya verás.

Veraz es lo que vivimos, después de muerto: la nada, le había respondido él con su típico escepticismo.

¿Y cómo te llamarás en esa otra vida?, replicó con ligero sarcasmo.

Sólo “Tú”, corto, fácil y único.

Sus palabras caían en el zigzag que Ernesto no aprehendía porque el sueño de su mujer lo hacía reír. Y ¿él, estaba desconsolado? Triste sí, por el gran cariño que le profesaba, y por no haber podido impedir el trágico final. Además, ahora, sin esposa, sin cuerpo muerto y sin viudez.

Las visitas conspiran contra Ernesto, susurran, se refleja en sus caras una severidad que remite a tradición y que nada tiene que ver con la verdad que desconocen.

—Después de veinte años seguía siendo una esposa ideal —comentaban las lloronas del pueblo. Él también lo pensaba, sin inventar una versión post mortem de una historia que permanecía entre las calladas paredes del cajoncito hermético que no dejaba de asecharlo.

No pudo más, empezó a buscar infructuosamente la llave, estaba por abandonar la tarea cuando el tornasol de los recatados vestidos le reveló una almohadilla con una llavecita dorada prendida en sus bordes. Al moverla cayó sobre sus pies descalzos, con un golpe tan íntimo que los hizo estremecer.

Miró hacia todos los rincones, como esperando encontrar un espía escondido entre cortinados y ventanas. La recogió con miedo y la introdujo sigilosamente en la labrada cerradura del secretaire, cincelado con lo que ella consideraba falsa quincalla victoriana. Media vuelta fue suficiente, un chis tris y la gaveta se fue abriendo poco a poco. Ernesto la manoseó con temerosa libertad.

Se adueñó de los objetos ajenos e inesperados: cremas afrodisíacas, fotos de los dos en la playa, caracoles, claveles secos, imágenes dispersas que habían saboreado pasadas dulzuras. Clausurada entre cuatro tirros irrompibles, La mujer, de Severo Catalina. ¿Por qué allí, como segregado, el libro que él le había regalado en su primer aniversario?

La muerte de Déborah le estaba resultando reveladora. Más aun cuando, arrinconado en la sombra de la oscura madera, encontró un librito de tapas violetas, aterciopeladas; lo acarició con placer, al contacto la piel de ángel le produjo un escalofrío, por fin iba a recuperar la memoria de su dueña hurgando las letras menudas de aquella fugaz existencia. Ahí adentro estaba la verdadera Déborah, la pecaminosa, que nacía ahora para un Ernesto atribulado a quien los nubarrones de sus pensamientos le desdibujaron la realidad que tenía a su lado.

Al abrir el diario un tan tarán reconocible comenzó a llenar la habitación. La Obertura de 1812 fluía de entre las tapas del atractivo cuadernillo, cuyas líneas apretujadas fueron llevando a Ernesto de asombro en asombro. Comenzó a leer en voz alta para evitar la resistencia del sonido, cómplice con los pequeños signos negros y bien delineados.

“Te extrañará la presencia de este manual que comienzo a escribir a un año de nuestro matrimonio. Eres un esposo perfecto, al estilo de la Edad Media”. Ernesto frunció su ya marcado entrecejo y sintió que los cabellos canos querían escaparse de su soporte racional. “Sé que estoy en desventaja, soy una azucena vigorosa junto a un tronco firme, duro y algo carcomido, veinte años más es mucha vida, la que día tras día me quieres trasmitir”.

Ernesto se sentó en la cabecera de la cama, sobre la que tantas veces le había prodigado tímidas caricias de marido respetuoso. Recostó la cabeza sobre el respaldo y siguió develando los imperceptibles tules que cubrían la candidez de esa mujer que huyó de la vida a los treinta y ocho años.

“Te diré, querido mío, que has sabido conciliar mis aletargados veranos con tus insomnes inviernos, creo que debiste leer El Económico de Jenofonte y te convertiste en un Isómaco en busca de la esposa perfecta”. Ernesto miró por la ventana, la muerte y la belleza se hermanaban en esa tarde de otoño. Volvió los ojos a la página escrita. “Has de saber”, continuaba Déborah, “que todo te lo digo con buena intención ya que, aunque mucho me complaces con tu comportamiento, no siempre tú y yo nos hemos sentido cómodos el uno junto al otro. Sólo te atrae mi excelencia en el oficio culinario. ¿Es qué acaso no puedes pensar que he superado la etapa artesanal, aunque ella brinde sus aportes a mi creatividad intelectual?”.

”Sé que mis camarones al ajillo, encarnados, eróticos y matizados con aguacates son de rechupete, pero a veces quisiera que algún diablillo travieso te inspirara y consolaras tanta cocina con un beso. Otras desearía llegar a casa y encontrarte saboreando la melcocha dulce y correosa del elixir de la espera. Pero nunca te has preocupado por adivinar mis pensamientos, a pesar de que siempre dices: —Te complaceré hasta en tus mínimos deseos. —Bueno, en realidad son los que supones me pertenecen.

”¿Qué pensará mi sucesora si no te dejo este legado post mortem para que rectifiques en tu vida futura los ‘correctos errores’ cometidos conmigo? Te creo capaz de someterte a una viudez completa, lo cual no es mi voluntad”.

El eco irónico de las reclamaciones sonaba junto con las notas triunfales de la Obertura. Ernesto cambió de posición, se tiró boca arriba, colocó una almohada bajo la nuca, tomó uno de los caramelos que Déborah tenía sobre su mesa de noche y él nunca había probado. ¡Qué raro! Estaban rellenos de licor. Lo masticó, una amarga sonrisa se dibujó en la comisura de sus labios. Iba a pasar directo a la última página cuando una cucaracha que salía de la gaveta llamó su atención, la aplastó con la punta del zapato. El “craqueo” le hizo escupir con asco el caramelo mordido. Recapacitó en ese instante de interrupción, ya no valía la pena aparentar discreción, leería todo hasta el final.

“Para que logres el amor de tu esposa (por ahora el mío) tienes que transformar ese comportamiento de hombre circunspecto en otro: cariñoso, enojado hoy y amoroso mañana. Los machos vernáculos también acarician, ríen, dicen chistes y otras cosas que debes saber. No entraré en detalles para no escandalizarte con mi lujuria, no quiero causarte la pena de sufrir una vergüenza que no tengo.

”Cuando me siento complacida por la admiración ajena te imagino heroicamente reprimido. El pecadillo, Ernesto, cuando no daña es corazonador. ¿Acaso no crees que en el amor hay dolores gratos? Al no permitirme bailar con otros destruyes mi espíritu festivo. Piensa que cuanto más respetes mi libertad mejor experimentarás la tuya y así seremos ambos generosos. Aunque no lo creas, querido mío, la libertad teje más compromisos afectivos que la opresión”.

Ernesto interrumpió nuevamente la lectura, Déborah estaba estremeciendo su frágil poderío. Miró el techo lleno de sombras, ya la noche había ocupado los espacios vacíos. No encendió la luz, su mente estaba detenida en un pasado inesperado. Realmente nunca se preocupó por conocer a su esposa, ella era un hecho y estaba siempre allí. Simplemente vivió a su lado y ¡él que creyó proteger a esa jovencita tan cariñosa, dócil y complaciente! ¡Qué equivocado había vivido!

Ahora se sentó sobre la almohada tibia y peluda, encendió la lamparita de noche, la colocó a su lado y recorrió varios años del manual carentes de interés, hasta que le llamó la atención su cumpleaños de 1989, diez años de matrimonio.

Ella decía: “He pasado una década segura y me pregunto si feliz. Hoy continúo estos escritos interrumpidos hace algún tiempo. La vida se ha puesto monótona, pesada, me agrada a pesar de todo. Tu insomnio me preocupa pero no quiero expresar demasiado mi inquietud, me trago tus exasperaciones, esa atmósfera de rigor que has implantado.

”No sé por qué recuerdo aquellas conversaciones con mi padre cuando te decía, entre serio y riendo: —¡Ay, Ernesto! Ese rigorismo tuyo esconde siniestros significados. —Trato de pensar si es que realmente te conozco y son sólo inquietudes propias de la edad.

”Ya ves que sigo siendo tu costilla sumisa. No debe estar lejos el día en que cambie la versión bíblica y yo, mujer, habré nacido no de un costillar sino de un seso. Si eso llega a suceder y aún vivo me verás transformada de complaciente Griselda en temerosa Morticia”.

Ernesto se retorció, las mialgias lo alertaban sobre la rigidez del disgusto; trató de relajarse para seguir leyendo.

“El parágrafo que sigue es muy importante, mira a tu alrededor, cuántos objetos inertes que nunca te han pertenecido, ni los tocas, ni los sientes, son extraños que habitan en sus escondites llenos de polvo, sugiero que guardes sólo aquellos que enriquecen tus recuerdos.

”No creas que este es un juicio sin testigos, son impresiones mías nada más. Tal vez lo que escribo en estas líneas puede corresponder a muchas páginas más complejas de lo que aquí trato de explicar, porque tú no eres un hombre traslúcido y definido a pesar de tu aparente verticalidad. Pero lo que hacemos es la realidad fiel, el resto es paráfrasis.

”Muchas veces me he preguntado para qué vigilas con celo tanta quincalla ajena, a lo mejor has llenado tus días de un virtualismo sentimental que desconozco, pero más bien creo que tu afán de guardar corresponde a una pasión clandestina de poder material que escondes bajo esa facies de indulgencia controlada.

”Ya, ya, te estoy oyendo. Basta Déborah, así soy yo.

”¡Qué distraída! ahora no me tienes de interlocutora. Estoy segura de que esta vez no te fuiste de mi lado como solías hacerlo, ahí permaneces, al pie de la cama, con mi librito apretado sobre el ángulo recto de tus rodillas, todavía leyendo.

”¿Me ves? Estoy en el balcón, el viento bate ‘estos pelos largos, lacios y envolventes de mujer seductora’ que el inquisidor sembrado en ti rechaza pero disfruta”.

Ernesto cerró los ojos, saboreó la sal del disgusto. Déborah parecía querer vengarse de algo. ¡Y eso que él creía conocerla! Ella era incapaz de una actitud irónica, ni causar dolor tenía cabida en sus sentimientos. No era posible que su mujer hubiera guardado en sus profundidades más sombrías tantas reservas subversivas. Se presionó los párpados, recogió el escaso mechón cano que le caía sobre la frente y volvió sobre la compañera recién descubierta que se había encerrado en la seducción de un librito.

“¡Oh, Ernesto! Espero que en un próximo matrimonio puedas descubrir y paladear el melado exquisito que arropa a la compañera, amiga y amante, porque a mí sólo me has atribuido los tres talentos de Chaucer: ‘simulación, llanto y arte de hilar’. A pesar de todo creo que tu corazón me ha sido fiel...”.

La escritura quedaba inconclusa, Ernesto hurgó su memoria. El único suceso relevante que la pudo perturbar fue aquella terrible tormenta que lo retuvo fuera de casa hasta media noche y le sirvió para justificar una de sus escapadas, lo que él llamaba sexo-turismo-ecológico. Ahora pensaba: ¿qué hacía Déborah mientras tanto?

¡Qué mujer tan contradictoria era esa nueva Déborah! Bajo una fachada de colegiala puritana coleccionó un opresivo archivo de sugerencias y reclamos que él recibía como herencia tardía. Las palabras le ofrecían lo que había escapado a sus ojos, debía continuar a pesar de las contrariedades que su lectura le proporcionaba.

“En otra oportunidad”, insinuaba su mujer, “no te veas en el espejo tal como te imaginas o como te has convencido que eres. Mi sucesora no me tendrá en alta estima si supone que no fui capaz de romper tanto recato.

”Quiero aprovechar para dejar aquí testimonio de mis impulsos de libertad, así como el deseo, que alimenté y realicé a tus espaldas, de esos que tú llamabas ‘devaneos intelectuales’. Aunque te parezca mentira, encontraron su alimento y desahogo entre caprichosos y deformes escombros marinos. Se alimentaron sobre la urdimbre infinita de las líneas de pescar y saciaron su sed con el amasijo de hilos gruesos de unas redes que aprendí a tejer, junto a la calidez de la gente de mar.

”Me imagino lo que estás pensando. ¡Ay, Ernesto! ¿Qué dudas te carcomen? Déjame reír y no acumules mal talante, a través del papel no metes miedo”.

Ernesto presintió en la letra la firmeza de una decisión inquebrantable. Ahora necesitaba saber más. Sus ojos no podían separarse de las páginas rellenas de patitas de mosca, que por primera vez despejaban de su mente lo que para Déborah eran basuras vernáculas.

“Tu mente unidimensional no pudo asumir que existe un umbral donde se combina lo doméstico, lo conyugal y lo intelectual”, le decía su mujer en tono más conciliatorio. “Tal vez de haberlo entendido te hubieras abierto a una diferente experiencia amorosa que incluyera pasión, ternura y amistad. Me subestimaste, Ernesto, pensando que los variados roles me harían caer en la histeria postmoderna que alarma a quienes se dejan envolver por ella”.

Las manos de Ernesto acariciaron a contrapelo la tersura de las tapas, se quedó con la mirada fija en un retrato de Déborah adherido a la pared granate del cuarto. ¿Habría conocido ella sus aventuras secretas? ¡Qué tonto había sido! La gran aventura vivía junto a él. Ahora añoraba esa desmesura, no dicha pero muchas veces sugerida.

Ya casi llegaba al final; lo que leyó era aun más inesperado. No podría retomar su trajín cotidiano lleno de costumbres laboriosas, su mujer lo desnudaba hasta de los horarios regulares. El piso de la rutina estaba casi destruido por ese atípico manual.

“Han pasado veinte años, apenas tengo treinta y ocho, parezco enferma, pero no lo estoy y tú no lo sabes. Anoche, mientras dormías, salí al patio, el ladrillo húmedo y resbaloso opacó el ruido de mis pasos, los conté por primera vez, veinticinco desde la cama hasta el rosedal. Caminé apurada, sin la gravedad de mujer de casa. Lástima que ya sea tarde para que me reconozcas como una Cloris enamorada que se enteró, por casualidad, que otra recibía las rosas mientras dejabas para mí el tallo y las espinas”.

Ernesto trataba de argumentarjustificaciones con el fantasma que bailaba entre los triunfales sonidos de Tchaikovski. Flirteaba con su muerta sin darse cuenta de que no había retorno a casa.

“Se acaba el siglo, Ernesto, unos días de diferencia no cambiarán la situación. No quiero que nada enturbie la verosimilitud de los hechos. Sea como fuere mi desdicha no me hizo descuidar la liturgia cotidiana, queda tras de mí una imagen que no podrás olvidar. Sé lo que estás pensando, tienes razón, pero no me guardarás rencor porque los recuerdos negocian con los muertos, los reivindican y llenan de gloria. ¡Extraño comercio virtual!”.

Ernesto quedó pensativo, llegaría tarde a su cita con Magdalena. La Obertura estaba por terminar. Imaginaba un Napoleón que se retiraba vencido por las frías estepas rusas; oía las campanas de San Petersburgo cantando la algarabía de la libertad. Sintió el peso de la derrota que le producía el otro yo descubierto. La atmósfera se le hizo insoportable, ya no toleraba más palabras pero terminaría de leer el legado póstumo.

“Cierro los ojos y te veo abriendo las esmeriladas ventanas del dormitorio para contemplar las imágenes en tres dimensiones que te invitan a tomar posesión de ellas. Están allí, donde el espacio natural le cede derechos a la fábrica de mariscos enlatados, a orillas de los rieles de un tren que se involucró hace ochenta años con el progreso. No te niego la capacidad para controlar esa industria que tan bien conoces, pero ni los trabajadores ni yo somos actores de ese video interactivo que pretendes manejar a tu antojo”.

”Ernesto querido, antes de despedirme te diré que has vivido entre unos paréntesis que ocultaban tu vida. Ahora pienso que eres un Ibsen que quiso construir el relato de nuestros pensamientos, sin darte cuenta de que los míos no te pertenecían. He podido convivir con la ornamentación hogareña de tu vieja casa, exaltada por vitrales, porcelanas rococó y austeros muebles de cuero, demasiado inflexibles e incómodos. Ayer hice un recorrido por los pasillos y habitaciones, los vi entreverados entre lo recto y lo torcido que se pelea objeto a objeto por adueñarse de cada rincón; hasta los libros chocan lomo contra lomo sin encontrar acomodo. El lugar de privilegio lo ocupa La importancia de llamarse Ernesto. ¿Será que nunca lo has leído?

”Estoy segura de que estás cansado. Espera... no te vayas. La música terminó pero es importante que leas el final. Nuestra vida fue un derroche, caímos en el consumismo de años sin sentido, que yo asumo por inexperta y tú por fraudulento.

”Piensas que he muerto. Sí, me tragó el ataúd sin paredes de un mar atávico donde, cuando leas este manual, estaré flotando en el crucero Neptuno vía a un mundo que siempre quise conocer.

Tómalo como un pasado con rumbos divergentes que no tiene retorno”.

Ernesto iba a cerrar el libro cuando vio al pie de la página dos líneas escritas con letra diminuta pero legible. “Olvidaba decirte que, además del mar, Magdalena será cómplice de mi aventura”.

De esta manera, desafiando toda lógica, desapareció Déborah, la situación hizo trizas la postura racionalista de Ernesto, de quien comenzó a apoderarse un gran desasosiego. Una noche, caminando por la costa, bajo el mismo cielo cargado de nubes tormentosas de aquel día inolvidable, mientras las aguas golpeteaban rítmicamente el suave acantilado, su corazón le reclamó en demanda de eternidad. No tuvo ni tiempo de mirar la oscura silueta de la fábrica, el silencio se volvió funerario.

Allá lejos, en Atenas, Déborah decidió liberarme de tantos años de complicidad y asumir la autoría de este relato que en ningún momento es apócrifo; ella expresó y creó la realidad, una realidad que no existe ya fuera del cuento porque la realidad es el cuento mismo.