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Sector Nueve: el de la calma

A Roberto Rivera del Río, a quien
tanto debemos yo y este poema.

     Camino. El sol camina conmigo entre sombras,
entre racimos que emigran aquí debajo
formando su maraña gris, multiplicando su colmena de hojas.

     Mi sol me mira desde sus alturas derramadas de espuma,
desde su continental distancia blanca.
     Mi sol me mira desde su casa oceánica,
desde su azul abrazo marítimo.

     Yo camino.
     Camino contigo y conmigo, a la vez;
con tu sombra —la mía—, yo camino. Tus pasos son los míos.

     Tus pasos son tan míos, y caminas igual que las nubes.
     Eres un algodonal ladeado por el aire:
una neblina que impide la visión vesperal,
que todo pinta y vuelve de blanco, armando la claridad a cada paso.

     Caminas y el mundo se pone blanco, se pone claro.
Tus pasos son tan míos...

     Caminas y cambias, igual que las nubes:
se te derrama la espuma, el rumbo se te cambia.

     Yo vengo de las sombras. Yo de la luz me escondo.

     Camino. El viento hace remolinos con el polvo
y nos llena con su harina del atardecer.
     Con su blancura vespertina, su talco del crepúsculo,
cierne en nosotros su polvo sin tiempo, sin pasado, sin recuerdos...
     Con su espiral transparente hace remolinos con nosotros.
Y se detiene todo, incluso la calma.

     Se detiene el enjambre tuyo, tu voz, tu irte de pronto.
Se detiene tu boca, tu lengua, tu rumor de ave.

     Los árboles anidan el día que eres, el cielo que guardas,
la claridad que zumba y planea entre sus ramas.

     Camino. Voy con tu harina y con mi sombra sin término:
sin fronteras, sin horizontes.

     Nada ahoga, nada sepulta el tacto con el que armas las estelas.
No hay continentes, no hay océanos...
Dejas en cada paso tu reguero —tu rocío— de estrellas.

     Camino. Corro por tus calles sin conocer tus direcciones.
El sol galopa aquí debajo. Su polen de oro el camino nos ha desbaratado.
     Caminamos. Tropiezo con las grietas cotidianas,
con las grietas que se ocultan debajo de los pasos,
con las mismas piedras que rebotan, que saltan y viajan,
dejando atrás su eco de palpitación.

     Eres espuma y continente. Tienes mar y polvo en el cuerpo.
Estás construido con ambos ingredientes, con los mismos ingredientes de las costas...
Eres mi puerto, de donde parten las caracolas.
Eres viento: pero sin rosas, pero sin direcciones...

     Camino.
Con su rehilete —su espiral transparente— el viento llevará los atardeceres.
Llevará, de pétalos y plumajes, las tintas con las que está coloreada la tarde.
Llevará todas las voces, todos los retazos de aves que en el pecho traes.

     Tus silencios son tan pocos, y se parecen tanto al viento.

     El viento aletea hacia ti desplegando sus hélices de vidrio.
Y te lleva la tarde, con sus fragmentos de vuelos de aves de noviembre.
Llega hasta ti, hasta tu blanca espuma. Eres tan algodonal y tan harina...

     Las tardes de tus cielos y el polvo de tus suelos
abarcan todos los colores y, sin embargo, ninguno eres.

     Camino. Voy por ti o hacia ti; la dirección no importa.

     Camino. Voy por calles que conozco sólo en las tardes,
cuando nadie pasa por ellas. Y son mías, tan mías.
     Camino... Ando por ellas, ando por ti.
Camino debajo de tanto blanco, de tanto cielo pálido.
Debajo de nubes que caminan y cambian,
debajo del cielo y de su continental distancia blanca.

     Voy por un camino que no es mío y, sin embargo, camino.

     Y se detiene todo, incluso la calma.

 

Distante, distante...

     Tus ojos vespertinos guardan los vuelos salvajes de las aves.
Encuentro debajo de tus párpados las rocas en donde las olas se revientan.
Este es un día azul.

     Hay voces de pájaros en tus ojos. Tienes tantas tardes en la mirada...
Tantas tardes en que no hemos podido mirarnos con toda la entera vista.
Te he visto casi a escondidas de mí, traicionándome.
No sé por qué prefiero no tenerte tan cerca.

     Tus ojos tienen algo de canto y de vuelo.
Y yo no sé cómo no acordarme de ti.

     Las miradas de tus ojos tienen la pintura de las olas.
La pintura sin color del agua; el mismo oleaje de los mares...

     Cuando es de noche pienso en ti. Me acuerdo...
Aunque no tengo nada en el pasado que nos una.
Somos distintos... Nuestras estaciones no coinciden.
Están situadas en los rigores frenéticos del tiempo, y no coinciden.
Tampoco mis palabras pueden ser escuchadas por ti.
Porque si yo te hablo, hay algo —todo— que no nos une.
Todo nos separa, incluso la distancia.

     No sé por qué prefiero no tenerte tan cerca.

     Quizá sea que acortar la distancia es imposible.
Quizá sea que por algo —por mucho— no podemos estar juntos.
No quiero culpar a la distancia.
No quiero culpar a nadie.

 

Últimas lloviznas

     En la tierra, húmeda de ti, están, enteros, los crepúsculos de las estaciones.
Pero son, del otoño, tus sobriedades conocidas.
Son, del otoño, tus noviembres tristes, tus últimas lloviznas,
tus silencios en borrasca que hacen perder, a las horas, los estribos.
En parvadas de aves oscuras se surca la tarde
y el tiempo se pierde a la distancia.
Tus ojos ya no miran los retazos del sol de este día
ni las sombras del rocío de la noche.
     Entera y profunda es la huella como herida;
herida mía, noche quieta y mía, deshilada en la remota y muda lluvia.
No hay voces cuando el rehilete de la noche llena el viento.
De la noche no hay más silencios y el tiempo, inquebrantable, se quebranta.
De los atardeceres, anaranjados a la distancia, fuiste dueño
como los astros y como las flores.
Está, en las entrañas de la vida y del cielo y de la tierra —tu tierra—,
el agua de tu boca.
La lluvia mansa moja el atardecer mientras las aves revolotean la brisa.
De ocre andan las montañas cuando los caminos y las constelaciones se confunden.
Se confunden como si fueran raíces anidadas en tus manos.
     Ya no reconozco el vuelo del viento ni el color de la noche.
Serán los deshojados atardeceres los que de ti surjan...
Los atardeceres, húmedos de ti, serán raíces que como abanicos
se abrirán en mis ojos y llenarán mi vista con su canto.
     Hoy, en mis brazos —solitarios—, recojo las sombras:
de las últimas lloviznas se me llena el cuerpo y se me llenan las manos
y, entonces —y sólo entonces—, soy.

 

Te esconden nuestras noches de sol

     Nuestras noches
te esconden, luna, quiero
un reflejo
que a mis muecas cambien,
un
destello
de las penumbras
que en tus cabellos
logran
disfrazarse en años
podridos, oxidados,
que
en las luces de colores múrices y argentados
penetren tu noche
revuelta de sol,
tu sal lóbrega de horror,
nuestras noches
te esconden, luna,
quiero
yo
un hálito
que robe el sueño,
un murmullo
de la sal de los mares,
un destello de firmamento, y, al fin,
la caricia sucia,
la mueca rota
que das en madrugada
y
miento siempre
cuando me digo
que
sin ti
yo muero.

El sol perdido...

 

No distingo

     No distingo las estrellas en este cielo.
En esta noche de flores apagadas, se traza, a lo alto,
la geografía constante de tu tacto.

     De acuerdo a tu regazo de océano, hay gaviotas en mi pecho
que aletean hacia ninguna parte.
     Y mis manos no tienen nada qué tocar.

     Ya no hay tanta noche, tanto cielo encima.
Del mar sólo han quedado suspiros y, de tu paso, constelaciones de huellas.

     ¿Por qué las estaciones nuestras no coinciden?
Tu idioma de pájaros —tu lengua de vuelos perpetuos—
anida en las cuencas de mis manos.

     Así es como quisiera memorizarte: con el tacto.
Tomar puñados de tus voces, de tus ecos,
que se deshilan entre mis dedos enredados de ti.

     No distingo las estrellas en este cielo.
No me alcanzan estos ojos para verte a ti y al cielo, juntos, en una misma estación.
No distingo, a veces, las luces del cielo.

     Las estrellas parpadean, y tú tienes tantos astros en los ojos.

 

A mí

     Brota de nuevo la lluvia tan pausada
y con ella algo se me queda en los labios.

     La boca siente sed
y el deseo se llega como la noche que nadie duerme
y que nadie recuerda
y que nadie la canta
porque aquí, por estos rumbos, todos duermen las noches, sin sufrir...

     Esta lluvia incesante lastima.
A mí, el recuerdo de las noches
y la soledad
y el abecedario
y yo y nada más
me fomenta el remordimiento.

     Y el remordimiento es por dejar atrás,
en la oscuridad de otras noches tan quietas
de una lluvia también quieta y, además, pausada,
a mí.

 

El viento

     El color, tan verde, ahoga el aire matutino.
La mañana está exhausta de volar tan temprano.
De volar en el rocío de follaje e insectos...
     En una calle ciega, de ojos que no han volado,
me encuentro, a solas, y me extravío, entre tantos.
     El viento y las hojas parecen olear abajo.
Parece que agua y viento parieran al rocío.
Miras la cópula húmeda y volátil, la miras.
     Hay tantos mares en lo que respiro, tanta agua,
tanto océano, y aves que pardean por la tarde.
     Las hojas reverdecen mi vista, y en mis manos
florecen las tuyas, echando redes y raíces.
Y están unidas, como la arena con la espuma.
     Estamos tomados de las manos, embriagados...
¡Tanta arena, tanta espuma, tanto tacto y manos!
     Unidos por nosotros mismos, estamos tomados de la mano.
Y no hay destino que nos una.
     Veo el profundo aleteo, el eterno batir de alas en el verdor de febrero.
     El viento enciende en el cielo sus últimas aves.
Vuelan, en círculos, y se juntan... son racimos.
     Tú callas, miras este cielo de vuelos mudos.
Y te olvidas de las palabras, porque enmudeces.
     Te pareces tanto al viento al callar. Te pareces...

 

Campanadas

     Suena, a lo lejos, la tristeza de una campana y, del badajo, su soledad inoxidable.
Libélulas y mariposas suplantan a las aves.
Está, ausente, su oleaje de alas, el volar la tarde.
     Dentro de mí no hay nada... Y me pregunto si todo ha terminado.
No encuentro respuestas, porque no las busco.
Me busco en los espejos, en las sombras...
Y de mi paso no hay rastro ni en las huellas.
     Se inunda una tarde con su eco de hojalata.
Yo he olvidado algo...
     La miel del crepúsculo, en primavera, es de enjambre.