Letras
Serafín

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Marisol se detuvo frente a la higuera, le habían dicho que a cincuenta pasos estaba la gran puerta. Se acercó a la entrada y dejó el ramo de margaritas y rosas junto al muro; la cancela estaba cerrada.

Regresó pensativa por el mismo camino. Las piedritas se colaban en las sandalias obligándole a mover los pies para que cayeran de nuevo al camino del que formaban parte. Había llovido y mientras esquivaba los charcos con pequeños saltos imaginaba a su madre, pequeña, corriendo y saltando por el mismo camino. No se sentía cómoda. Una sensación de inquietud le había acompañado hasta la gran puerta de metal que custodiaba la entrada del cementerio. Cumplir aquella promesa no le molestó, pero el desconocimiento, el no saber por qué se había hecho, le producía una sensación de inquietud que no podía disimular.

Recorrió la calle Mayor hasta llegar al hotel. Antes de pedir las llaves de la habitación tomó una bebida fría. Minutos más tarde subió a ducharse. Lanzó las sandalias al aire, se desnudó y corrió al baño para quedarse largo rato bajo el agua tibia de la ducha.

Una promesa siempre debe cumplirse, le había dicho su madre mirándola a los ojos.

El teléfono sonaba insistente, una y otra vez, pero Marisol no se levantó, sabía que era ella la que insistía al otro lado de la línea. No tenía ganas de hablar. Se vistió y salió a la calle. Se sentó en una horchatería, al aire libre, bajo uno de los toldos naranjas.

 

Había llegado la mañana del día anterior al hotel, su madre había reservado la habitación hacía dos meses porque quería asegurarse de que su hija iría.

No era su intención llegar al pueblo, debía dar una conferencia en la Universidad Popular y luego quería tomar sol y bañarse en la playa, pero ahora estaba a 30 Km de la Universidad y de la playa.

Observó las caras de la gente que estaba sentada y los que paseaban. Alguno de ellos sería un pariente, si conociera todos sus apellidos quizá podría buscar en alguna guía telefónica los posibles primos. Al irse del pueblo su madre rompió con todo su pasado y sólo le contó que los parientes, al estar su padre en la cárcel, desaparecieron de su entorno. Sus abuelos nada le habían contado sobre su familia.

 

Resu, la madre de Marisol, dejó de insistir y colgó el teléfono. Su hija estaría paseando o tomando algo fresco después de visitar el cementerio. Se acomodó en el sillón que con los años había tomado la forma de su cuerpo e intentó recordar. No lo hacía con claridad, como si todo lo sucedido hubiese barrido los recuerdos de su infancia y su juventud, sólo recordaba el papel en su mano mientras gritaba por la calle.

Se había enamorado a los quince años de Carles, tenía diez años más que ella, una gran fuerza y una enorme sonrisa. Visitaba con frecuencia a su padre, Alfonso le prestaba libros y le recomendaba lecturas. Carles, de familia modesta, sólo había podido asistido a los cursos para aprender a leer, escribir y moverse sin dificultad en las cuentas. Ayudaba a su padre en los arrozales, ocho fanegas en total que tenían que dar de comer a una familia de siete hijos, Carles era el mayor y sobre él recaían demasiadas responsabilidades.

En cada visita Carles traía en una cesta una calabaza, algunas cebollas, algún tomate, varias naranjas o cualquier otra cosa de la huerta familiar que su madre preparaba con esmero como agradecimiento al aporte en conocimiento y al préstamo de los libros. Alfonso sólo contaba con su sueldo de maestro y un pequeño arrozal y cada cesta era recibida con enorme alegría ya que en esos años 40, donde no existía casi el dinero y los productos de la tierra eran un lujo, la cesta de Carles representaba la comida de media semana de la pequeña familia. Su arrozal de tres fanegas, lo llevaba el muchacho con su padre, ya que limitaba con los suyos.

En 1945 Carles pidió permiso a Alfonso para acompañar a Resu los domingos a misa y dos años más tarde se casaron.

Carles mudó sus pertenencias a la casa del suegro y siguieron discutiendo de libros hasta que en 1949 la Guardia Civil fue a buscarlo una noche. Un vecino, obligado por sus deudas con uno de los grandes, tuvo que delatar a alguno de los rojos del pueblo y nombró a Carles.

Resu había tenido a Serafín hacía seis meses. Se acercó al cuartelillo por la mañana temprano con el niño en brazos, le explicaron que había sido enviado a la Cárcel Modelo de Valencia y que al día siguiente le indicarían el tiempo que permanecería preso, fueron dos años y tres meses porque el vecino se retractó de la denuncia y desapareció del pueblo.

Serafín tenía un año y era un niño tan alegre como su padre, cuidado por su madre y sus abuelos.

Sus suegros traían la cesta pero la falta del trabajo de Carles había mermado sus ingresos y no podían entregarle ni una peseta. Había intentado buscar algún trabajo pero con la etiqueta de rojo de su marido era imposible encontrar algo. Vivían con el sueldo de Alfonso que apenas llegaba para comer.

Serafín una mañana despertó con mucha fiebre, el pequeño tenía dificultades para respirar y el médico diagnosticó una pulmonía que sólo podía curarse con el nuevo y milagroso medicamento: la penicilina. Resu corrió a comprarla a la botica y le indicaron que el tratamiento costaba 30 pesetas y debía pagarlo en efectivo cuando se lo entregaran.

En su monedero sólo tenía las siete pesetas ahorradas durante mucho tiempo, sus padres no podrían darle más que cinco y sus suegros dos o tres. Visitó a sus tíos y primos y logró juntar otras tres pesetas. No tenía suficiente. Su padre le entregó la escritura del arrozal para que lo hipotecara por la suma que faltaba.

Sabía que los ricos aceptaban las escrituras haciendo una hipoteca por la cantidad necesitada a devolver en un año o año medio. Y fue ofreciéndola a gritos por la calle, como había visto hacerlo a otras mujeres pero nadie salió a la calle, no se abrió ninguna puerta.

Serafín murió a la semana siguiente. Lo enterraron en el viejo cementerio y Resu decidió irse de ese pueblo y no volver jamás.

Viajó a Valencia y trabajó de interna hasta que Carles salió de la cárcel. Fueron a vivir a Madrid y con grandes dificultades emprendieron otra vida. Resu y Carles nunca volvieron.

 

Cuando Marisol contó a su madre que debía dar una conferencia en Gandía, ésta le hizo prometer que dejaría un ramo de flores a la entrada del cementerio recordando a su querido Serafín. Resu nunca le había hablado a su hija del pequeño Serafín. Marisol no sabía que tuvo un hermano, que aquel ramo de flores era para él.