Letras
Retrato de una lágrima

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Con la miel de sus manos desnudas, Felipe talló su pupitre de algarrobo. El lenguaje de sus dedos largos hilvanó una rosa en sus labios, y tras la lluvia de invierno, contempló en silencio la piel salvaje de su musa. Paloma se dejó bañar por sus ojos, y después de aquella mirada, simplemente, se dejó crear. Era una mulata ardiente, inspirada en el aliento de su tierra natal, sin embargo, disimulaba su piel morena detrás del guardapolvo azul, que dejaba ver entre sus piernas cruzadas, la delicada belleza de su retrato.

Las oscuras alboradas de invierno entumecían los cuerpos; a pesar del frío en sus pies, Felipe podía concluir las fórmulas matemáticas y grabar a Paloma en su banco, al mismo tiempo. Miraba su perfil desde la última fila de la sala, envuelto en una mueca tímida, hablaba sin hablar otro idioma. No necesitaba dialogar con sus compañeros, se aburría en los recreos y muchas veces lo ahogó un sentimiento de bronca ante su irresistible timidez. Las palabras mudas no se hacen oír, y lo que no se escucha muchas veces no se ve. Lo que no se ve, se deja o se ignora... Felipe había inventado esa cadena para explicarse a sí mismo su patología; soledad. No todos en la escuela hacen amigos.

Felipe del Pino sintió que sus dedos pálidos rozaban el pupitre como un puñado de seda, incrustó los ojos y los labios se apretaron con fuerza, codiciaba poder calar el tallado en el algarrobo, como si fuera un tejido de algodones. Relegando su papel de alumno, hirió la madera con sus manos anémicas, dejando caer la sangre de una mística musa. Vestía guardapolvo azul y pantalones cortos, cuando decidió crear su silencioso idioma.

El ceño se plegó entre sus ojos cafés, nadie escuchó la suavidad con la que tallaba el pupitre. En lamano derecha sujetaba un pequeño punzón, que con punteos duros labraba los detalles más gruesos, rascando la cera para fundar surcos humanos en su banco de escuela. Cerró los ojos y con el tacto de sus yemas acarició la madera. Un estornudo lo conectó con su escenario de alumno, levantó la mirada y se obligó a soltar una sonrisa. Las paredes descascaradas del aula se asfixiaban entre polvo de tiza y fórmulas matemáticas; ante aquel aire espeso el pequeño Mateo no podía desligarse de su alergia al polvo. Algo que provocaba risas entre sus compañeros. Los primeros pupitres de las cinco hileras estaban ocupados por los alumnos más atentos de la clase: en dos de ellos se encontraban los cuatro “sagrados”, pues tenían nombres de la “sagrada escritura”; Mateo, Juan, Isaías y Lucas. En primera fila también estaba el “espíritu santo”; Paloma, quién sufría las cargadas de sus compañeros por su inalcanzable inteligencia. En una esquina, apoyado contra la pared, se ubicaba Felipe. Con tan sólo 15 años, poseía un rostro pálido, salpicado con algunas pecas y labios color púrpura. Llevaba más de una hora en esa posición encorvada, casi inmóvil, cuando el profesor se acercó a su pupitre, las medias blancas se desvanecieron hasta sus tobillos. Los macizos tomos del diccionario escondían sus manos, levantó la mirada aflojando sus labios llenos, y relajando su frente permaneció en silencio con los ojos encogidos de culpa.

Las palpitaciones lograron sofocarlo cuando el profesor corrió los tomos del diccionario, aquel minuto se instaló en sus mejillas como un granizo de vergüenza. El 18 de julio de 1952 Felipe conoció la Dirección de la escuela Normal. A pesar de ello, sonrió.

Atravesó el patio de cemento hasta llegar a una puerta de madera blanca, un cartel borroso indicaba el nombre del lugar, golpeó con timidez y esperó con las manos cruzadas atrás. Unos segundos se interpusieron entre su silueta y la puerta cerrada. Hasta que el rasguño de la manija le apretó un nudo en el estómago, se presentó y denunció su culpa. El director lo miró entre cejas y con una seña le indicó el paso. Pensó en aquel señor alto como un temible hombre que debía respetar. Vio cómo el tiempo había devastado sus engominados cabellos blancos, y se sorprendió del brillo de su piel rojiza recién afeitada. Ese día Felipe tuvo que entender lo entendible, y quedó sumido a las reglas.

“Debes actuar como los demás, si continúas distrayendo al resto de la clase con tus intentos de hacerte el artista, tendré que llamar a tus padres”, explicó el director con una suavidad que pretendía bordear el límite de la ironía. Se despidió con la debida cortesía agregando sus disculpas.

Miró el reloj y atravesó el patio corriendo. La profesora de literatura seguramente había comenzado su clase. Odió aquel trámite burocrático. Ingresó al aula pidiendo nuevamente disculpas, y se apresuró torpemente a llegar a su banco. Miró el pizarrón y se olvidó de las palabras del director: “Hombre, si eres alguien, anda solo, habla contigo y no te escondas en el coro”. Epícteto, filósofo estoico.

Amparo Montenegro podía silenciar una multitud de jóvenes sin siquiera elevar la voz, las clases de literatura eran solemnes y, a su vez, fascinantes. Pues el título de egresado iba acompañado, inevitablemente, por la certificación de que habías memorizado sus frases ilustres.

Antes de comenzar con su clase, enhebraba en cada alumno sus enormes ojos negros, casi sin parpadear, tomaba una tiza entre sus manos infiltrándose en un silencio sepulcral. Por unos segundos, sólo se escuchaba el sonido áspero de la tiza sobre el pizarrón, luego, los lápices sobre el papel, y más tarde, la elipsis del pensamiento. Vestía una pollera marrón y un delantal a cuadros, sus cabellos grises se entretejían formando ondas perfectas que caían sobre sus redondos ojos, quizás, sobre dos cristales gruesos. En la escuela Normal, era la única profesora que mantenía, cada semana, la tradición del sorteo de los compañeros de banco. Su aspecto de bisabuela era una fachada embustera de su ligero caminar.

Esa mañana, la profesora Montenegro recitó unas palabras de José Martí matizando en su boca color rubí, una ligera sonrisa, escondida debajo de su inminente nariz.

—“Lo que quede de aldea en América ha de despertar. Estos tiempos no son para acostarse con el pañuelo a la cabeza, sino con las armas de almohada. Trincheras de ideas valen más que trinchera de piedras” —expuso casi sin mirar el cuaderno amarillo.

Al terminar, con el índice empolvado, recorrió la lista de alumnos. Estaban todos condenados a sufrir ese instante de incertidumbre, pues nadie deseaba pasar a dar la lección. Su rostro fruncido, surcado con arrugas severas, dio la señal emitida con un sonido grave y seco: “Seiref, Paloma”, gritó rascando su larga nariz:

—¿No crees que los comunistas viven con sus ideas y comen con el capitalismo?

Paloma sintió que los ojos se le inundaron de agua, lo que ansiaba contestarle no debía hacerlo. La profesora acomodó algunos libros sobre el escritorio, la lluvia había cesado, no se oía más que sus bruscos movimientos. Tomó asiento y con aire arrogante permaneció mirando hacia un costado, mostrando, así, su perfil inconfundible. Paloma se acordó de las palabras de su padre, Mateo quiso olvidar que su padre había sido un militar en contra de los comunistas, y Lucas se cargó con la misma bronca que su abuela.

De repente, un discurso apuñaló sin anestesia aquel silencio inquisidor, parecía repetir palabras de memoria. Hablaba con la mirada inmóvil y las manos petrificadas al banco. Sus labios se movían al borde de tartamudear, pero no lo hicieron. Finalizó dando un zarpazo al punto final:

—Si para vivir es necesario comer, pues también es necesario pensar, para respirar como hombres. De lo contrario qué es lo que nos diferencia del instinto animal, si no es éste espacio de pensamiento, la escuela es el inicio de las ideas —concluyó tomando una bocanada de aire fresco, al tiempo que una lágrima cegaba sus ojos. Nadie se movió. Nadie murmuró. Y nadie olvidó jamás aquella clase de literatura, en donde todos respondieron mudos las mismas palabras que sus padres renovaban en cada cena, aquellos ideales contrapuestos de peronistas y radicales. La campana dio un ahogado respiro al pensamiento, eran las doce del mediodía. La profesora Amparo, quien aún no sabía qué decir, despidió a los alumnos con un alarido de recomendación, mientras todos se apresuraban a salir. Mateo se quedó sentado en la plaza de enfrente, ese día su padre le había prometido que lo buscaría, deseaba hablar con él. Lucas se encontró con su abuela apenas se abrió el portón, le dio su portafolio, se dispuso a caminar junto a ella y esperó el pie que tanto deseaba: “¿cómo te fue hoy?”, y así las seis cuadras que separaban su casa de la escuela se llenaban de anécdotas.

A media noche, cuando terminó la lluvia del viernes, en el sótano desordenado de su casa, Felipe vistió a Paloma con las acuarelas de sus manos. Comenzó a bosquejar líneas perdidas que se entrecruzaban, se perdían unas a las otras y se enamoraban en sus ojos. Pero el recuerdo de su rostro salvaje no era demasiado fiel. Se desveló mirando la luna y repitió una y otra vez las palabras de Paloma, aquel aire combativo de su tono perturbado al hablar, lo dejaba sin aliento.

Lunes 21 de julio. Con el almíbar de un amanecer de invierno, Felipe despertó de un salto, los gritos lo vistieron de un tirón. Otra vez había amanecido en el sótano, y aquello enfurecía a su madre, pues conocía sus largas noches en vela. Tropezó con unos tachos de pintura seca, pegó una rodilla contra una mesa de hierro y resbaló con un papel húmedo, hasta subir las escaleras de madera. Ese lunes estaba ansioso, debía peinarse lo mejor posible y no presentar ningún rasgo de desprolijidad, desayunó un sorbo de leche y partió con algunas galletitas en la mano. Luego de caminar cuatro cuadras eternas, llegó al portón de hierro disimulando su agitada respiración, saludó al encargado recibiendo los elogios de siempre por su pupitre y caminó por el patio húmedo hasta llegar al pasillo de cerámicas celestes.

Buenos Aires había despertado con el día más frío del año, pero sin embargo, los alumnos debían ubicarse en la formación de la mañana, el patio aún estaba oscuro, cercado por pasillos de cerámicas que ordenaban una tras otra las puertas blancas de las aulas. Mateo elevó su voz ronca como de costumbre, terminando las frases con una cierta demora, Isaías movió los labios en una mímica ridícula que copiaba la insoportable voz de Mateo. Juan y Lucas sólo intentaron contener la risa. El canto del Aurora espantaba las palomas del patio. El frío hacía temblar los labios morados y obligaba a cubrir las manos con guantes, todos se mantenían erguidos, con las medias hasta las rodillas y los guardapolvos azules recién planchados.

Al finalizar el izado de la bandera, el director anunció que el día 26 de julio se haría el baile destinado a la recaudación de fondos para la construcción del gimnasio. Los gritos se escucharon más que los aplausos tapizados de lana. A Felipe no pareció importarle.

Al llegar a la puerta del aula vio en la manija la bolsita colgada, le parecía ser el primero en llegar, se quedó un instante parado frente a la bolsa de papel, quiso mirar si Paloma había llegado pero seguramente la profesora Amparo estaría dentro, no podía entrar sin su ubicación. En ese momento un saludo ronco lo asustó, Mateo venía caminando del patio con los ojos hinchados y su simpatía tempranera casi inexplicable. Felipe metió su mano, revolvió un poco, tomó un papel y se quedó unos segundos con la mano adentro, luego revisó como conociendo su destino a través de su tacto y sacó repentinamente otro papel; “4-5”, tembló y abrió despacio la puerta. Espió con rapidez. El aula estaba vacía aún, sólo se encontraba en su escritorio la profesora Montenegro, que lo saludó normalmente sin intuir su frente transpirada y sus pasos lentos.

Mateo sacó su papel sin demasiada importancia, pues si no le tocaba la primera fila sabía que alguien se la cedería. Abrió la puerta, saludó con un grito y se dirigió a su lugar. A Felipe se le cayó una gota de transpiración por las mejillas, Mateo se acercaba a su banco de acompañante, lo miró con nerviosismo y le sonrió casi sin esperanzas. Él llegó a su banco y puso su portafolio en el banco de acompañante:

—¿Me mostrás tu pupitre? —le dijo arrimándose a su lugar—. Dicen que tiene cosas raras —continuó con una risa que se oía como un asno.

—¿Nos sentamos juntos? —le contestó Felipe casi desahuciado.

—No, no... me tocó 4-6, acá atrás tuyo.

Volvió a sonreír. Mientras golpeaba sus dedos en la madera no dejaba que su mirada se moviera de la puerta. Eran ya las 7:30 hs. y la mayoría de los alumnos habían llegado al aula, todos pasaban a su lado y desafiaban sus ilusiones, él deseaba perdidamente que Paloma se siente a su lado. Sólo quedaban tres lugares libres. A las 7:36 hs., después de mirar su reloj, levantó la vista y la vio entrar con dos amigas, quienes a escondidas intercambiaron sus papeles de ubicación. Paloma caminó por la hilera cuatro, y dejó el anhelo de Felipe por el suelo cuando se sentó al lado de Mateo y Sofía ocupó el lugar al lado de él.

Todos estaban ubicados, creando el cuchicheo del lunes que pretendía contar las hazañas del fin de semana. La profesora Montenegro llamó la atención, cortando de un chillido el murmullo.

—Hoy alguien hizo trampa —gritó en tono de chiste—, Paloma y Sofía deben cambiarse de lugar así como se cambiaron los papeles al entrar.

El aula se despanzarró de carcajadas y miradas que recién comenzaban a despertarse, Paloma no pudo evitar ponerse colorada y Sofía levantó sus cosas, mirando el suelo, casi enojada con su propia actitud.

Felipe comenzó a temblar, con una rapidez que no era suya, corrió sus útiles para dejarle más lugar, ordenó lo ya ordenado y se acomodó en la silla sin necesidad. Sólo miraba al frente, mientras Paloma instalaba su portafolio. Ella le hizo una sonrisa tímida, él la miró con cortesía.

Y sin precisar palabras, fundaron la mañana más larga de su vida. La profesora Montenegro los miró y escribió la frase del día: “Heridas y ojos son bocas que nunca mienten”. Calderón de la Barca.

Intentó escribir bien sobre la esquina de la mesa, para no molestarla con su codo puntiagudo. Luego de la clase de literatura, llegó al aula la profesora de plástica. Paloma había olvidado su lápiz punta Nº5, él tenía miles de ellos.

—Me prestarías un lápiz, no quiero que me ponga un incumplimiento.

Su piel se translucía de nervios y sus manos aceitadas de humedad se habían vuelto torpes. No sabía si sonreírle, si hablarle o si simplemente extenderle el lápiz. Con un movimiento brusco, abrió el estuche de madera y arrebató ante sus ojos tres lápices.

—Te los regalo —le gritó con la voz entrecortada.

—No hace falta, con uno está bien.

Se sintió avergonzado por su actitud, recogió sus hombros y se tiró hacia atrás. En aquella hora debían terminar un trabajo que él ya había adelantado en su casa, sacó la hoja y la dejó reposar sobre la mesa mientras la observaba a ella pintar, con una tranquilidad que podía traspasar su piel oscura.

Pensó en la frase de la profesora Amparo, y supo que jamás se borraría de su mente.

María Paloma Seiref era su nombre, aún tenía 14 años, pero su cuerpo había madurado hace tiempo. Poseía piernas finas y largas, manos de pianista y gruesos labios morados que le daban un tono salvaje a su mirada gris, o quizá, un recuerdo melancólico de sus antepasados cubanos. Felipe sintió en su perfume un sabor a frutas del bosque, quiso permanecer en ese momento mirándola, sólo mirándola.

Había pasado una hora, la profesora comenzaba a recoger los trabajos. Paloma se apresuró con una violencia arrolladora, lo golpeó con el codo, y al girar se dio cuenta de que él la había estado mirando toda la clase. Sin decirle nada, se dejó ayudar por sus manos. Al terminar la hora de plástica, los dos entregaron sus trabajos.

El profesor Oscar Pescatore ingresó al aula con un acelerado suspiro de mal humor, saludó a la clase y comenzó a dictar fórmulas matemáticas. Luego llegó el recreo, la clase de geografía y ninguna palabra se había intercalado entre ellos.

Apenas faltaban quince minutos para partir y Felipe permanecía en silencio, Paloma se quedaba de espaldas, murmurando risas con Sofía, a veces gritándole chistes a Isaías.

Martes 22 de julio. Ya había olvidado su labor de tallador de pupitres por su compañera de banco. Paloma se sentía sumamente aburrida, miraba hacia los costados buscando complicidad de sus compañeros. Se volvía hacia atrás para hablar con Sofía y Mateo. Pero en ningún momento se dirigía a Felipe. Antes de partir, Paloma encontró en su estuche un papel doblado con una delicadeza admirable.

“¿Quieres ir al baile conmigo?”, enrolló el papel y lo miró. Felipe ya no estaba. Se enfrentó con el pupitre y descubrió su rostro en la madera, nunca se había visto tan real.

Nuevamente Felipe despertó en el sótano, con los huesos torcidos y una sensación de no haber dormido. Pintaba el retrato hasta que el sueño lo vencía sobre la mesa.

Miércoles 23 de julio. Paloma estaba conmovida, luego de ver el tallado de Felipe sintió ganas de no hablar, y dejar que las miradas hagan su trabajo. En la clase de zoología compartieron un trabajo de laboratorio, rieron juntos mientras inspeccionaban una rana muerta. Sin ninguna invitación de por medio, los dos se volvieron juntos caminando, ella habló casi todo el camino, él la miró con una suavidad impalpable.

Jueves 24 de julio. Era una mañana tormentosa, los bancos vacíos eran excusas de inasistencias destinadas, Juan vivía en calle de tierra y jamás la cruzaba cuando llovía. Paloma tomó, como era habitual, la palabra, con un poco de altanería lo interrogó en medio de la clase de matemáticas:

—¿Aún quieres ir al baile conmigo? —le dijo con una sonrisa blanca.

Esa noche se sintió abrumado por su belleza cuando entró al sótano. Un rectángulo sofocado entre polvos de papel ajado y pinturas sin usar, del cual ya se había acostumbrado, como a su insufrible olor a humedad. Apenas ingresaban algunas delgadas líneas de luna por sus encajonadas ventanas, destellándose sobre los bosquejos desparramados. Devorado por una sensación de vigilia, se abrigó con una cobija apelmazada y tomó un carboncillo negro. Lastimó el papel con la melancolía de una radio encendida, y lejanos lamentos de sus padres ante la noticia de que Eva Perón estaba muy grave. Cuando se quedó dormido sobre el papel ya había terminado de pintar a Paloma.

Viernes 25 de julio. Como de costumbre, despertó sobresaltado, con el rostro pegado al retrato, tenía la mejilla manchada con pintura, y el cuello enroscado. Al mirar el retrato vio que la humedad de su rostro sobre el papel había surcado una gota en los ojos de su modelo. Parecía una lágrima. Ese día Paloma faltó a la escuela. Nunca más volvió a vestir el guardapolvo azul.

La esperó en el baile, pero la muerte de Eva Perón, ese sábado 26 de julio a las 20:25 hs., suspendió la fiesta. Jamás quitó esa lágrima de su rostro de papel... Todo terminó, y cada cual siguió su camino.

Los diarios vespertinos titulaban “NEFASTA RECESIÓN. Más de 70 mil despidos de trabajadores industriales”. Los ideales políticos de 1962 intentaban desgarrar a la Argentina de su pasado peronista, enterrando el lugar de los obreros y los jóvenes tras liberales medidas económicas.

El cemento de la Avenida de Mayo ardía entre las zapatillas gastadas de los protestantes, envuelta en una bandera blanca, caminaba delante de la multitud de jóvenes, gritando palabras coreadas. Llevaba una remera roja manchada con tres iniciales, PCR; Partido Comunista Revolucionario. Paloma tenía los ojos distintos, combatían un pasado insuperable.

Pensó que si cada ser pudiera elegir el lugar y el tiempo en que nacer, jamás lo haría, porque no existe el molde de tiempo ni de lugar que todos buscamos. Por lo menos no en este mundo, por lo menos no para ella.

La vereda del café Tortoni se recubría con el matiz de unos retratos dispersos. Sentado sobre los mosaicos atraía la atención de los turistas y de los elegantes señores que salían del café. Su mano atendía los pedidos de arte en tan sólo unos minutos, rodeado de hojas pintadas y un atril con su mejor retrato, allí estaba Felipe del Pino, retratando rostros anónimos por algunos pesos.

—“Heridas y ojos son bocas que nunca mienten” —repitió Paloma al encontrarse con su retrato mientras pasaba la protesta. Felipe sintió un ligero temblor en las piernas.

—Ese retrato es lo más sincero que recuerdo de ese día.

Aquella voz lo perturbó, no quería levantar la mirada del papel.

—¿Me puede volver a retratar? Pero esta vez deseo una sonrisa —interrogó dejando nuevamente sus labios sin palabras. Él disfrazó la emoción con una sutil curva entre sus mejillas.

—-¿No estoy más linda? —preguntó con la voz ahogada en un llanto amenazante.

—¿Por qué faltaste ese viernes?, te esperé —dijo levantando sus melancólicos ojos café. Había ensayado esas palabras cada noche al mirar su cuadro.

—Esa noche dejé caer mi última lágrima, mi padre quiso estar en su tierra, huyó del país con sus ideales, luego lo mataron. Nunca supe por qué. Hace unas semanas volví, para hacer justicia, pero ahora que veo que el tiempo pasó, me siento cansada.

Y sus palabras lo golpearon con violencia, estaba tan hermosa, sus ojos se habían vuelto turbios y su piel parecía más morena.

Tomó una hoja sin usar, eligió un lápiz fino y la sentó delante de él. No dijeron nada más. No necesitaron las palabras, el retrato fue un puñal del pasado incrustado en el presente. El amor había sido su silencio más hermoso. Él la volvió a mirar como en aquel viernes de lluvia, con la miel de sus manos desnudó de sus ojos una lágrima. Ella permaneció sentada, quizás recordando, o quizás olvidando sus heridas. Y volvieron a ser el niño del pupitre y la mulata ardiente de la escuela Normal. Así lo quisieron.

Pues sus ojos con sus heridas no podían mentir, como dos labios en un beso intangible.