Artículos y reportajes
Tomás Eloy MartínezSobre El cantor de tango,
de Tomás Eloy Martínez
Buenos Aires,
las líneas de tu mano

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El moreno Amargura desenfarda el bandoneón
y en el pasto verde se destrenza el tango,
negro ritmo de carnaza sensual y angurrienta.
Roberto Arlt, Los lanzallamas

No vivimos en una ciudad, realmente vivimos en un barrio, a veces sólo en una calle. El resto es ese Territorio Apache del que hablan los vecinos: “no vayas, por allá asustan”. Mientras, los mapas repiten como espejos a las ciudades, pero ya sabemos que hay cosas que los espejos no reflejan.

Bruno Cadogan, el personaje de El cantor de tango, llega a Buenos Aires armado de mitos y referencias, dispuesto a descubrir un misterio. Estudiante de doctorado, Bruno escribe una tesis doctoral sobre Borges, y le han dicho que hay un cantor mejor que Gardel en Buenos Aires; al llegar encuentra una ciudad más allá, invisible y simultánea, que late fuera de las cartas turísticas.

El sabueso académico estudia el tango original, tal como Borges consideraba que debía ser el tango, no el tango pervertido después, por la inmigración que nos besa, como decía el notario de Funes, sino el tango anterior a los salones de París. Esos tangos antiguos que se gestaron, según algunos investigadores, de manera especial en ambientes castrenses, en los últimos cincuenta años del siglo XIX. Canciones de soldadesca que referenciaban prostíbulos ambulantes que acompañaban a las tropas. Entonces los músicos pobres practicaban con bandoneones invisibles.

Gracias al apoyo de una universidad, Cadogan se instala en la capital argentina para dar con un cantante del que no existe grabación alguna, que se presenta imprevistamente y canta en lugares como Parque Jazz, un barrio laberíntico, o a la entrada de los mataderos de Buenos Aires, o en los subterráneos de debajo del obelisco de la ciudad, o en la entrada de una autopista, y el cantor no sabe muy bien ni por qué razones elige estos lugares, ni para qué. El estudiante percibe que sí hay un mapa secreto de la ciudad que el cantor está trazando, intenta encontrar ese mapa secreto durante todo el tiempo. Mejor no contar más, estos son los umbrales del misterio que encierra el libro.

“La novela comenzó por un sueño. Quería contar la historia de Buenos Aires como si la ciudad fuera un laberinto en el tiempo. Quería mostrar una ciudad hecha de mutaciones, que a cada hora es diferente, que desconcierta”. explicó T. E. Martínez al diario El Tiempo, de Colombia: “En Londres, soñé con un cantor de tango, al que quería oír porque me decían que era prodigioso, mejor que Gardel, y al que no podía hallar porque era imposible. Y se me ocurrió Martel, que no tiene grabaciones de su voz, hay que oírlo en vivo y es imposible retenerlo. Se me ocurrió que la búsqueda de ese cantor por Buenos Aires permitía un relato de la ciudad”.

¿Quién es Julio Martel?, ese misterio escurridizo y errante que menosprecia las grabaciones y sólo canta tangos remotos. Uno reconoce en Martel la comunidad vital que comparten los cultores primitivos del blues, del jazz, de la música de acordeón (o vallenato), de la cumbia, de la música llanera, de los corridos mexicanos, del son caribeño; y tantas otras formas musicales de nuestra América. Esta novela sería un buen modelo para aquel que quiera emprender una épica singular que espera su doliente, rastrear a Francisco El Hombre, el mito fundacional de la música de acordeón en el Caribe del norte colombiano.

¿Por qué un narrador extranjero en El cantor de tango?, Martínez dice: “Quería contar cosas de Buenos Aires que me impresionan de veras. Si las contara con la mirada de alguien que la conoce, mostrar sorpresa por los cafés y librerías sería un lugar común. El extranjero lo ve todo con ojos asombrados, permite narrar la ciudad aun en los lugares convencionales como librerías y cafés”.

Buenos Aires, desde el Modernismo, se convirtió en una ciudad literaria. Contribuyó a ello una pléyade de poetas y novelistas (Arlt, Cortázar, Mallea, Puig) que estilísticamente concluyen en la armónica totalidad borgiana; una ciudad letrada que ha encontrado en las novelas de Martínez una continuidad notable. La ciudad mostrándose como un laberinto de nostalgias y presentes que se desdobla y redobla en infinitas tramas, donde el espíritu del tango pesa sobre las conciencias: banda sonora del mito urbano.

La ciudad como laberinto, pero laberinto en tiempo porteño, que es una forma extraña, digamos, diferente, de remar en el tiempo. A medida que la historia crece, los personajes se ven devorados por las efervescencias de una ciudad, de un país asomado al abismo. En ese sentido, Malena Martínez comenta sobre ese estudiante curioso que llega a la ciudad: “En suma, la realidad le es tan inaprehensible y su cimiento intelectual se tambalea de tal modo que en algún momento llega a temer (claro, siguiendo la lógica de la literatura fantástica) que la ciudad entera llegue a desaparecer y después nada sea como había sido antes”.

El autor piensa en su espejo de tinta y confiesa en otra entrevista: “El cantor de tango es una especie de reflexión gigantesca sobre Buenos Aires. Gigantesca digo por la variedad de temas, en el momento en que Buenos Aires está en estado de mutación; una ninfa que se va a convertir en mariposa o una larva que se va a convertir en ninfa. Es el tránsito desde una ciudad con una clase de vida próspera y segura de sí, a la violencia y a la inseguridad que se engendra a finales del año 2001, cuando las calles estaban ocupadas por cientos de miles de ahorristas que han perdido su dinero por el fin de la conversión o paridad del peso a dólar”.

Sobre los impulsos primitivos, agazapados en el inconsciente, el autor nos dice: “Como en El cantor de tango, mi última novela, todas ellas provienen de sueños. Debe ser la respuesta a una especie de sueño infantil que yo tenía, en el cual me acostara; y a la mañana siguiente, me encontrara que el mejor de los poemas que voy a escribir en mi vida, ya estuviera escrito al lado de mi cama, y lo encontrase y sólo me hiciera falta leerlo. Tal vez como consecuencia de ese acto de pereza mental, ahora sueño lo que tengo que escribir al día siguiente”.

Ariel Schettini, de Radar, en Página 12 de Argentina, resume su experiencia leída: “Su prosa es de una elegancia nítida como pocas (o ninguna) en la narrativa local: sin esfuerzos ni estridencias, es capaz de contar una historia como quien entrega su relato para ser vivido, y no leído... Su sentido de la narración justa, exacta, aventurera y, al mismo tiempo, alegórica, que hace que cada salida de su obra pueda ser esperada como una “revelación” de algo que casi todos sabemos... Algunas páginas memorables: el recorrido del personaje por el Parque Chas tiene el sentido de la narración del paisaje urbano que quedará en los anales de la mejor literatura y algunos micro relatos que cuentan la historia argentina son de una eficacia insuperable”.

En una comunidad literaria virtual, alguien sin identificación nos dice: “Es una novela finamente entretejida. Un cantor de tango deífico, misterioso y nunca grabado, sirve como excusa maravillosa para vincular historias bonarenses de muy alto calibre. Desaparecidos, torturados, bibliotecarios sorprendentes, barrios laberínticos, argentinos, muchos argentinos y cada uno con su historia, se vinculan a través de viejos tangos, canciones elípticas y herméticas, que de improviso se escuchan en los sitios descubiertos o imaginados por Borges”.

Esta novela, no sé por qué, me hace recordar el clima de El Péndulo de Foucault, de Umberto Eco. Ambas son novelas de búsqueda (un posible Cortázar diría: para buscarte te he encontrado, Martel). En la novela de Eco el material desborda la historia, y hostiga en información, todo eso sin que deje de ser una gran novela. Martínez, por su lado, ha vigilado los excesos, aplica economía verbal, eso que enseña tan bien el periodismo, y sustituye los delirios verbales por elecciones anecdóticas. Además, hay equilibrio de la información musical, y se minimizan, hasta lo sensato, los “hábitos literarios” que rodean la tipología de Cadogan, el buscador de tesoros.

El olvido, que todo lo destruye, no alcanza a callar el coro de creyentes que habla por Martel, y que escucha Bruno asombrado (hasta las piedras encuentran quien las escuche, si alguien siente el llamado de su música). La música popular es una planta aérea de savias imprecisas, apela a la vida y sus cauces; para los que viven esa música, la nostalgia es a veces la única noticia que queda del paraíso, y qué mejor que un tango para celebrar la despedida de lo que no quiere irse. Todo eso también lo sabía Cortázar, quien también buscó su fantasma en El perseguidor.

Los mapas reales de las ciudades imaginarias están dibujados en las líneas de nuestras manos, con materiales de quimera, de “sueñera y barro”. Eso parece decirnos Tomás Eloy Martínez, quien con esta novela se convierte en un Cavafis de Buenos Aires, pues se sirve hábilmente (sutilmente) de lo local para retratar el universo de la condición humana de un pueblo.

Cadogan y Martel esperan silbando en las páginas de este libro, después de cuya lectura el lector irá al cuarto de San Alejo, y resucitará todos sus discos de vinilo, mientras silba pedazos de canciones que creía que había olvidado.