Artículos y reportajes
“Inquieta compañía”, de Carlos FuentesLa redención del vampiro
Condena y desafío a la eternidad
en Vlad, de Carlos Fuentes

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“Con nosotros fabrica ángeles la muerte
y nos pone alas
donde teníamos brazos
suaves como garras de cuervo”
(Jim Morrison, 1998:101)

El miedo es una de las fuerzas más poderosas que mueven a la existencia humana, y la experiencia del temor a lo desconocido se encuentra profundamente arraigada en la cultura universal. El temor impele al hombre hacia la vida, hacia la voluntad de la creación, a pesar de que a veces no haya esperanza de redención más allá de las fronteras de lo cognoscible. Albert Einstein señala que

La experiencia más hermosa que se tiene a nuestro alcance es el misterio. Es la emoción fundamental que está en la cuna del verdadero arte y de la verdadera ciencia. El que no la conozca y no pueda admirarse, asombrarse ni maravillarse de ella, está como muerto y tiene los ojos nublados (1954).1

En la experiencia del miedo, la figura del vampiro, con sus evocaciones de una pagana espiritualidad, irresistible erotismo de sangre caliente y gélida potestad, ocupa un lugar central. La mítica y trashumante figura del vampiro sigue apareciendo y actualizándose a lo largo de los siglos en Occidente y Oriente. Su inmortalidad que habita la muerte alimentándose de la vida, inconcebible desde la experiencia cartesiana del tiempo y el espacio, inadmisible desde la teleología cristiana, ilustra la angustia existencial del sujeto moderno, receloso ya de las promesas eternas y encadenado al miedo sin expectativas, al limbo de lo misterioso.

Junto con demonios, fantasmas, brujas y zombies, los vampiros han sido en Occidente las manifestaciones de ese miedo por lo que escapa a la naturaleza de lo conocido, y el hombre ha conjurado su malignidad desde su conciencia efímera, desde su carne vulnerable, acudiendo a su contrapartida sobrenatural suprema: Dios, y su cohorte de ángeles, santos y almas redimidas. A pesar de que la modernidad nos arroja a un mundo desolado, donde la voluntad racional, filosófica o instrumental nos echa en cara el abandono divino, los seres humanos seguimos acudiendo a ese espacio subconsciente colectivo donde han habitado desde siempre los seres que en nuestra obsesión por lo concreto tachamos de imaginarios, como si nuestras más siniestras fobias y nuestros más soterrados deseos no hiciesen sino aguardar un poco, en el cuarto de los cacharros, para aparecer de pronto, convocados por la fatalidad, al terreno de la soberbia realidad.

El ideario vampírico, mostrado con paroxismo por crónicas modernas y postmodernas que lo han desplazado desde los mitos latentes comunes a toda civilización humana, hasta las páginas, el arte y el celuloide, se ha mantenido con más o menos regularidad a lo largo de algo más de cuatro siglos de modernidad: de origen balcánico, fueron sujetos mortales, ahora en un estado eterno entre la vida y la muerte —de ahí que se les llame los no-muertos—; se alimentan exclusivamente de sangre fresca; su mordida, si no arrebata la vida con la sangre, convierte a la víctima humana en vampiro; necesitan dormir en suelo natal, aunque sea transportado; tienen una cualidad zoomórfica que puede transformarlos en criaturas de la noche; son repelidos por la luz solar, signos cristianos o ajo, y pueden ser destruidos por una estaca de madera ferozmente clavada en el corazón. Si bien el arquetipo del vampiro se ha flexibilizado obedeciendo a la fascinación que su figura ha despertado en la humanidad, los mencionados constituyen sus signos más recurrentes, acompañados de una atmósfera metafísica de terrible abandono, soledad y crueldad, que sugiere la inmortalidad como maldición, y que los obliga a irrumpir en los territorios de la cotidianidad humana para saciar su caprichosa sed de vida y muerte.

En el terreno de las letras, una de las más recientes actualizaciones del mito del vampiro nos viene de Carlos Fuentes, escritor cuya ambivalente nacionalidad mexicana y universal ha operado como marca indiscutible en su poética narrativa: la vida y la muerte como coordenadas del tiempo; la muerte imperturbable al final del camino, al mejor estilo heideggeriano. Su extensa y laureada obra narrativa se compone de novelas y relatos en los que los personajes se debaten entre el pasado familiar, la herencia y los ausentes, y la tensión ante el futuro, la angustia o la esperanza por lo desconocido que se aproxima. En su volumen de relatos titulado Inquieta compañía (2004), Fuentes ensaya diversas tentativas para responder a una pregunta fundamental: “¿Es vida este breve paso, esta premura entre la cuna y la tumba?” (2004:233), suerte de lexía del texto entero. Cinco cuentos —El amante del teatro, La gata de mi madre, La buena compañía, La bella durmiente, Calixto Brand— y una novela corta —Vlad—, narraciones solidarias temática y estructuralmente entre sí, lo componen. Todas las narraciones se contextualizan en México, a partir de la segunda mitad del siglo XX, a excepción de El amante del teatro, ubicada en Londres. El tema del extranjero es constante: sus protagonistas detentan la condición del origen foráneo, lo que los caracteriza como atípicos, preparando la imaginación del lector para los oscuros acontecimientos que le serán narrados.

Vlad se inicia en el universo de los abogados, personajes clásicos en el mito del pacto con el demonio, donde las almas se negocian y se canjean como bienes. A Ives Navarro su extraño jefe le ha encomendado la tarea de hallar en la ciudad una casa peculiar para un amigo venido de tierras balcánicas. La fatalidad del relato, que Zurinaga, el jefe, llama una “feliz coincidencia” (2004: 222), se desencadena cuando Asunción, esposa de Navarro y trabajadora en el área de bienes raíces, se convierte en responsable de la ubicación de la casa. Del entorno laboral de Navarro, el relato se desplaza hacia su hogar, donde una pasión contenida durante las horas matutinas se despierta entre Navarro y su mujer en la alcoba nupcial durante la noche. Navarro y Asunción tienen un hogar bien compuesto, tal como la normalidad moderna exige: una familia nuclear de una hija de diez años, una buena posición económica... con excepción de la pérdida de Didier, un hijo ahogado en las playas de Acapulco, cuyo cuerpo jamás pudo ser recuperado. Corresponde este evento a la matriz fundamental del dasein narrativo: Vlad, un vampiro ancestral que vive con su hija Minea —también de diez años— y su siniestro sirviente jorobado, es convocado por el dolor de la pérdida de Didier no superado por Asunción, y se instala en el ámbito de la cotidianidad mexicana para derrumbar la estructura familiar de Navarro. El relato, de teratológica atmósfera, culmina con la incógnita del destino del narrador, el mismo Navarro: su esposa e hija se han unido ya a la tribu de Vlad, y la posibilidad de seducción o renuncia de Navarro a la vida eterna queda en el aire.

Vladimir Radu, el vampiro de Fuentes, detenta todos los signos del imaginario vampiresco occidental supracitados: históricamente conocido como Vlad, el empalador, es una combinación entre el sombrío, casi viscoso aspecto físico del Conde Orlock, del Nosferatu de F. W. Murnau (1922), y la habilidad de palabra, seductora, de sentencias oscuras y largas intermitencias, del Drácula de Bram Stoker (1897). A pesar de que desde el principio todo demuestra su obvia condición vampiresca, el enigma permanece hábilmente oculto por el relato en primera persona de Navarro, junto a quien el lector va descubriendo la fatalidad que signa a su familia.

No obstante, a pesar de su herencia arquetípica, el vampiro de Fuentes es un vampiro distinto: la concepción de la vida y la muerte que subyace a su muy interesante tesis sobre la condición inacabada del mundo y de Dios, postulan una versión otra de la ya tradicional tragedia de la eternidad. Fuentes parece dar una vuelta de tuerca a la condición de no-muerto que comparten Vlad y Minea, y que ofrecen tentadoramente a Asunción y Magdalena, su hija; ser un no-muerto significa a su vez ser un no-vivo, razón por la cual la muerte como finitud puede ser conjurada. Asunción y Magdalena, por artificio de sangre, pueden escapar al destino de Didier, renunciando a la sentencia de muerte que ha signado su naturaleza humana. Ese anhelo desmesurado de vida, manifiesto subrepticiamente en la voraz lubricidad de Asunción, la llevará a pactar con Vlad para que Magdalena acceda a la inmortalidad. La eternidad como promesa, como tentación y no como tragedia en el relato, se manifiesta en el abandono del dualismo psico-físico enraizado en Occidente, donde el cuerpo es cárcel de un alma en estado de ascenso, y en la asunción del erotismo como afirmación de un yo que no renuncia a su corporeidad, volviendo a un monismo psico-físico fundamental para la perpetuación del sujeto telúrico. En este sentido, el erotismo aniquilador del otro, que convierte a los amantes en víctima y victimario, y la noción del muerto-vivo que subyace al vampiro de Fuentes, serán los núcleos de sentido a partir de los cuales intentaremos evidenciar su originalidad con respecto a las concepciones del mal, la muerte y el monstruo que han privado en la narración vampiresca popular.

 

Deseo, poder, deseo: erotismo y aniquilación

Los espectros de Polidori y Stoker, clásicas figuras, reafirman la costumbre vampiresca de no entrar a la vida humana sin ser invitados, lo que constituye un innegable simbolismo sexual limitado a la constreñida expresión erótica de sus respectivos contextos —temprano y tardío siglo XIX europeo. El vampiro, de lascivia desenfrenada, habita un no lugar y un no tiempo que diluye las fronteras entre lo normal y lo extraordinario. Así, la expresión erótica del vampiro traspasa los límites de la relación sexual convencional y deviene en perversión. No importa cuán abominable puedan parecer los actos del vampiro mirados a la luz de los interdictos sociales y religiosos; ellos seducen desde la potencia liberadora que los sostiene en oposición a las leyes morales y civiles que atenazan la conducta humana en su intento por homogeneizarla y así controlarla: lo terrible en el ejercicio del mal es el auto-reconocimiento que en sus actos mira el hombre, la belleza de la serpiente genésica que se desliza complaciente por el tronco del albedrío y la razón humana. El hombre, acostumbrado a la naturaleza externa y extraña del mal, no cae en cuenta de que la seducción comienza en su misma propensión a la libertad y al goce: la privación fundadora de religiones y civilizaciones es la misma que engendra el pecado, el miedo y el enloquecido anhelo babélico de divinidad. Siguiendo a Nietzsche, el mal en la modernidad ya no se presenta como ajeno a lo humano, sino más bien como su proyección externa, como algo que es constitutivo al hombre. La verdad terrible que late en la tentación es lo ominoso freudiano, que se desembaraza de su ocultamiento atávico y queda revelado en la expresión de la voluntad. El cuerpo humano, liberado a su expresión genuina, no silenciado por imposición moral alguna, enuncia en humores, flagelos y extravagancias el espesor de su libertad:

Si el imaginario del vampiro nos enfrenta al horror y al vértigo de la muerte, también nos enfrenta al horror y al vértigo que la sexualidad y el erotismo entrañan (pues toda socialización presupone una regulación de estas dos fuerzas): al deseo y destrucción del otro (según Bataille, erotismo y muerte coinciden), y a la perversión como demonismo de la sexualidad (Bravo, 1999:83).

El erotismo, como encarnación del mal en el cuerpo humano, se opone a la concepción órfica, platónica y más tarde cristiana de un alma trascendente que el cuerpo aprisiona, y cuya libertad sólo es alcanzable en la renuncia de las apetencias carnales. En los intercambios de fluidos entre el vampiro y su víctima-amante, se gesta una de las transacciones más antiguas de la humanidad con la divinidad: la sangre de los sacrificios primitivos simboliza el perdón de los dioses; beber la sangre del enemigo es asumir su valor o poderío. En la posesión sexual la apropiación es ontológicamente antropofágica: se desea lo que se quiere para sí; el rito sexual, como los sacrificios primigenios, persigue una apropiación que es afirmación del yo, del poder que se tiene sobre los demás, sea éste ejercido con o sin crueldad, y que al mismo tiempo es inmolación del otro en virtud de su voluntad seducida: “Sólo la fuerza sostiene al poder y el poder exige la fuerza de la crueldad” (2004:264), revela Vlad, el vampiro. El Eros freudiano, conjunto de instintos y pulsiones de vida —de auto conservación, de la libido, del yo, del principio del placer— detentado por el vampiro, se enfrenta al Thánatos de la víctima, que ofrece su cuello, su sexo y su alma —relación asimétrica de abismales dimensiones— en la entrega vampírica y sexual.

La mujer, el otro por excelencia en las relaciones de poder en Occidente, ha sufrido en su cuerpo el castigo edénico: es el cuerpo de la reproducción, pero es a su vez el cuerpo de la tentación, de los fluidos, de la perdición del hombre. Asunción, la mujer que en la desmesura erótica condena a su marido a adorarla cayendo a su vez en la tentación de Vlad, revela su naturaleza perversa al doblegarse al vampiro: “Gozo con Vlad. Es un hombre que conoce instantáneamente todas las debilidades de una mujer...” (2004:281). El acto sexual revela, en este sentido, una de las formas que el vampiro utiliza para el ejercicio de su poder sobre los hombres: “El amor siempre es generoso, no se deja vencer porque lo impulsa el deseo de poseer plena y al mismo tiempo infinitamente, y como esto no es posible, convertimos la insatisfacción misma en el acicate del deseo y lo engalanamos” (2004:269). Navarro, mortal común, resignado a la finitud de la escatología cristiana, resulta insuficiente para complacer las necesidades físicas y espirituales de su mujer, quien aspira además, en virtud de la promesa del vampiro, la eternidad de su hija Magdalena: “Magdalena no va a morir (...). El niño murió. La niña no va a morir nunca. No volveré a pasar esa pena, nunca” (2004:279).

Pero la seducción de Vlad no sólo es ejercida en la relación sexual, pues el vampiro, como una de las figuras de la caída, es una tentación de transgresión no limitada a lo erótico. Vlad nunca obliga a Navarro o a Zurinaga: los persuade, manipulándolos con extrañas peticiones y comentarios, movilizando sus intelectos y sus voluntades para que cooperen con él sin esperanza de reciprocidad: “Algo me impidió hablar, una sensación de inutilidad creciente, de ausencia de libertad (...) el dominio del puro azar, el reino sin albedrío” (2004:245). Vlad habla a un que puede ser un personaje o el lector; su seducción transgrede tiempo y espacio, los límites mismo del texto, pues Fuentes recupera para su personaje la voz y la fuerza originaria del mito.

En todo caso, el mal que el vampiro encarna, la potencia de su atracción, implica la posesión de la voluntad del otro, de su víctima, pues el mal, una vez internalizado, es la “irrupción de otro que se instala en el lugar del yo para aniquilarlo” (Bravo, 1993:101). El vampiro afirma su trascendencia, su yo, en los límites del otro que es aniquilado. El yo, vampiro, sólo es en función de la imagen del otro. Cuando la conciencia de sí mismo del yo está todavía inmersa en el ser de la vida, arguye Hegel, excluye de sí misma todo lo diferente. El sujeto otro se le aparece como un objeto. Si bien esta cosificación es recíproca en términos humanos, la seducción vampírica anula la posibilidad de que las conciencias del vampiro y su víctima se relacionen entre sí como simples objetos; la conciencia de sí de la víctima, una vez anulada, se entrega como objeto a los deseos de su victimario. La voluntad humana que discurre en la tensión entre la vida y la muerte, entre Eros y Thánatos, se anula en la unívoca voluntad del vampiro, y es por esto que la solución final del relato de Fuentes respecto al destino de Navarro resulta irrelevante, pues el mal ya ha sido internalizado y ha aniquilado su yo:

...mientras yo luchaba con todas mis fuerzas, a pesar de todo, consciente de todo, sabedor de que mi fuerza vital ya estaba enterrada en una tumba, que yo mismo viviría siempre, donde quiera que fuera, en la tumba del vampiro, y que por más que afirmara mi voluntad de vida, estaba condenado a muerte porque viviría con el conocimiento de lo que viví para que la negra tribu de Vlad no muriera (2004:286-287).

 

Entre la vida y la muerte

“El hombre, en su orgullo,
creó a Dios a su imagen y semejanza”
(Friedrich Nietzsche, 1985:6)

Lacan señala que el inconsciente, locus del sentido, está estructurado como un lenguaje. El sujeto humano crea discursivamente las respuestas a las inquietudes de su existencia. De este modo, el vampiro representa en ese discurso la avidez y fascinación humana por lo divino: la trascendencia, la inmutabilidad y el poder ejercido sobre los mortales. Ontológicamente limitado por la existencia, el hombre adivina la posibilidad de resolución de sus enigmas más allá de ésta, en una condición de divinidad anhelada desde las dudas terrenales. Es posible vislumbrar al menos dos vertientes fundamentales de esa aspiración divina: una que podríamos llamar la vertiente del Bien, encaminada hacia el progreso humano simbolizado en un alma que asciende por sus acciones en vida, que se merece la redención y la eternidad deseando habitar junto a Dios; y la otra, la vertiente del Mal, donde una apetencia desmesurada por los placeres carnales conspira para atar al hombre a la existencia, a no querer abandonarla, y aspirar a una eternidad terrena a pesar de Dios —¿o precisamente por él?—, un Dios confinado a su cielo como un testigo mudo, impotente ante el albedrío humano.

Ambas vertientes obedecen a su vez a una división binaria en las formas que el ser humano ha utilizado en un intento por explicarse a sí mismo en cuanto a la creencia en un alma, pneuma insuflado por los dioses para dar voluntad, vida espiritual e intelectiva al cuerpo inerte. La forma más difundida es el dualismo psico-físico, definida por Morató y Martínez como

Una de las concepciones o creencias más antiguas de la humanidad, que está en la base de las creencias religiosas y que probablemente tenga su origen, por una parte, en la extrañeza ante fenómenos como los sueños y, por otra parte, ante el hecho de que los llamados estados mentales, fundamentalmente subjetivos, no se pueden tratar de la misma manera que los cuerpos, ya que carecen de peso, volumen, color, extensión, etc. (1998:74).

Esta tesis, que sostiene importantes sistemas de pensamiento como el orfismo, el platonismo y la religión cristiana, supone una preeminencia del alma como algo que es posible entender sin el cuerpo, mientras que éste sin aquélla se considera solamente un cadáver, un autómata, un no-vivo. Esta separación entre cuerpo y mente o cuerpo y alma supone la posibilidad de una vida más allá de la corrupción corporal, que según las creencias podría sostener la esperanza de una vida espiritual eterna en un Hades, en el reino de los cielos, e incluso en la misma tierra tras la metempsicosis o transmigración de las almas en reencarnaciones sucesivas.

La otra forma de concebir la relación entre el cuerpo y la mente humana es el monismo psico-físico, cuyo representante más ilustre es Aristóteles. La teoría hilemórfica aristotélica parte de la premisa de que el alma es la forma del hombre, y por tanto no puede subsistir independientemente del cuerpo, no puede ser inmortal.

Durante el medioevo, el cristianismo en Occidente utilizó la concepción dualista de alma/cuerpo a favor de la sujeción de los hombres a una vida libre de pecados —con privaciones de todo tipo— en el anhelo de merecer una vida eterna junto al Señor. Huelga decir que las cotizadas bulas papales resolvían las contradicciones entre esperanza, fe y vida pecadora, en tanto el hombre estuviera confiado en la intercesión de la Iglesia para el perdón de sus faltas. Sin embargo, superado el teocentrismo en los albores renacentistas, las inquietudes con respecto al destino del hombre después de la muerte y la posibilidad de salvación en la eternidad volvieron a surgir, y a pesar de que la concepción hilemórfica no fue la conclusión para esa angustia moderna, fue inevitable la amarga conjetura de un alma atada al cuerpo y de la muerte como vacío. “El hombre (...) parece no soportar el “vacío espantoso” del morir, y avanza por la vida en la ceguera de su propia muerte” (Bravo, 1999:80).

La muerte se define negativamente como el final de la vida, suponiendo una previa concepción de ésta como actividad interna en los cuerpos biológicos. A pesar de ser un camino ineludible, de ser tantas veces meditada, pintada, esculpida, la muerte no se deja conocer por el hombre, quien la dibuja como esqueleto de perturbadora sonrisa, acompañado siempre de su lúgubre hoz. Desde el temor y la ignorancia, se constituye como el otro extremo de lo conocido, de lo seguro: en sus pliegues se alojan todas las incógnitas, todos los monstruos, todas las angustias. El vampiro, así como otras corporeizaciones terribles de la muerte, simboliza una extraterritorialidad engendrada en la carencia de vida y en el apetito desmedido por una existencia terrenal, no tolerada por los comunes mortales. Es por esto que las creencias y mitos funerarios cumplen en las sociedades una función vital: aseguran el descanso de los difuntos queridos, pero a su vez pretenden evitar su retorno, aun de los más amados, dado que una vez que se han transpuesto las fronteras de la vida, los difuntos dejan de ser aquéllos que amamos, para convertirse en no-vivos —los celtas enterraban a sus muertos mirando a tierra, para que no pudieran regresar—; son rituales de exclusión social, porque el cuerpo sin vida inquieta al alma humana: es la evidencia de un destino que nos aguarda, es mirar en la muerte ajena la muerte propia. Víctor Bravo explica que

Frente a la escala que hace de la condición humana un ansia de trascendencia en su ascenso a lo divino, el vampiro nos muestra también un camino de trascendencia, pero invertido: camino no hacia la angelación por descorporeización y la pureza, sino hacia el horror y la mancha, en la manifestación más extrema y abismal de lo corporal: el cadáver, y el cadáver viviente como la manifestación, en el límite de lo imposible, de lo monstruoso (1999:86).

Kant, Freud y Wittgenstein coinciden en la imposibilidad de concebir nuestra propia muerte, pues la muerte no es un evento de la vida: no se vive la propia muerte. Ya los epicúreos decían desde los tiempos antiguos: “Cuando la muerte es, nosotros no somos; cuando somos, la muerte no es” (1998:36). La muerte entonces, se perfila más allá de lo humano, de las leyes, de los interdictos morales, y la aspiración a una vida eterna, engendrada en el miedo a la no-vida, es considerada desde las religiones cristianas como sacrilegio, como manifestación del mal. De allí se desprenden las figuras de acuerdos o canjes sobrenaturales como el pacto con el diablo, las misas negras, los aquelarres, la tentación de la mordida vampírica. En esta creencia ayudaron indudablemente los conceptos desarrollados por el cristianismo que, basados en la idea neoplatónica de la vida después de la muerte, fomentaron la idea de la corrupción del cuerpo y la supervivencia del alma hasta el día del Juicio Final, teniendo la posibilidad de acceder a este estado sólo aquéllos que murieran arrepentidos de sus pecados y que hubieran recibido los últimos sacramentos. Con esta fórmula, todos aquellos que no fueran enterrados en tierra consagrada —como suicidas y excomulgados— y los que no hubieran recibido la extremaunción, podrían convertirse en vampiros u otros tipos de espectros corpóreos.

La eternidad, exclusivo privilegio divino —Dios es ipsum esse subsistens, ser subsistente en quien no se da distinción entre esencia y existencia—, en un cuerpo corruptible se considera profanación, pues el hombre debe esperar, en la fatalidad de su finitud corpórea, la promesa de un alma inmortal. Todo aquel, como el vampiro, que se atreva a anhelar algo más, es expulsado de esa promesa, y su alma condenada a vagar interminablemente, a pagar sin descanso por su soberbia. Desde esta perspectiva, el relato vampírico tradicional no escapa a esa concepción dualista psico-física cristiana, y es por esto que pese a poseer el secreto de la permanencia telúrica, ese carácter propio de aquellas cosas que se hallan fuera del tiempo y del espacio, el vampiro sufre la maldición de la eternidad y considera su existencia como Zurinaga, el vampiro en ruinas de Fuentes: “un largo desfile de cadáveres” (2004:217). Es por esto también que el Lestat de Ann Rice reclama en su entrevista: “¿No comprendes que cada uno de nosotros lo abandonaría todo por tener vida humana?” (1996:178). Se cumple así el designio de la escatología cristiana, y el vampiro, quien aspiraba a ser como Dios, acaba arrepentido, víctima de su arrogante deseo.

A pesar de que Zurinaga, el jefe de Navarro, sigue el patrón, por así decirlo, del vampiro tradicional, la figura de Vlad rompe los parámetros sobre la vida y la muerte definidos por la tradición judeocristiana. La tentación vampírica de una vida eterna opera durante todo el texto, sin que veamos un peligro de caída más allá de la traición del vampiro. La atemporalidad, la trascendencia no deja de mostrarse como ventaja, como oportunidad:

Ya ve usted, mi querido Yves Navarro. La ventaja de vivir mucho es que se aprende más de lo que la situación autoriza (...). Usted desciende de una gran familia, yo asciendo de una desconocida tribu. Usted ha olvidado lo que sabían sus antepasados. Yo he decidido aprender lo que ignoraban los míos (2004:218-219).

El dolor de la pérdida de su hijo Didier, el temor constante de la muerte que está allí, aguardando, y la fascinación del escape al tiempo aniquilador, conducen a Asunción a pactar con Vlad el destino de su hija Magdalena. Su incapacidad para superar la pérdida, en contraste con la aparente resignación de Navarro, se desprende de la ausencia del cadáver del niño ahogado, evidencia de su nueva condición de no-vivo que permitiría su exclusión social mediante el rito funerario:

No lo volvimos a ver. El mar no lo devolvió nunca. Su ausencia es por ello doble. No poseemos, Asunción y yo, el recuerdo, por terrible que sea, de un cadáver. Didier se disolvió en el océano y no puedo escuchar el estallido de una gran ola sin pensar que una parte de mi hijo, convertido en sal y espuma, regresa a nosotros, circulando sin cesar como un navegante fantasma, de océano en océano. (...) Esa ausencia que es una presencia. Ese silencio que clama a voces. Ese retrato para siempre fijado en la niñez... (225-226).

Asunción entrega su existencia y la de Magdalena a Vlad y Minea, para que éstos puedan concederles la eternidad. Navarro, quien ingenuamente aspira a la recuperación de su familia, intenta hacerla comprender su error con razones atadas al pensamiento cristiano y a la misma lógica racional, pero ella desoye tales razones pues ya el discurso que opera en su conciencia es otro, ya sea éste logrado a través de la seducción ejercida por Vlad, ya sea a partir del pacto de eternidad que se ha transado. El texto, pues, en el triunfo de un vampiro que no muere viviendo, sino que vive en la muerte, revierte la lógica cristiana que ha sostenido el relato vampiresco durante siglos. Éste es un vampiro que ha renunciado a toda finalidad trascendente, que regenera su cuerpo a placer; podríamos decir incluso que es un vampiro nietzscheano en el sentido de que ha superado la condena del tiempo y ha alcanzado el pensamiento del eterno retorno.

Quizá la razón que sustenta esta inversión axiológica con respecto al relato tradicional la encontremos en la tesis enunciada por el mismo Vlad sobre la condición inacabada de Dios. Dios es concebido por Vlad en oposición a su ente inverso: si el Dios que conocemos es omnipotente e inmutable, ¿cómo se explica la presencia del mal, el albedrío humano, en un mundo creado por él? Los niños en su posibilidad de crecer y de convertirse en sujetos que ejercerán un libre albedrío, constituyen la prueba fehaciente de que el mundo, lejos de estar predestinado hacia un final trascendente, donde el demonio será expulsado y las almas serán juzgadas, avanza sobre sí mismo, como una cinta de Möebius, interminablemente:

Un niño es como un pequeño Dios inacabado (...). El abismo de Dios es su conciencia de ser aún inacabado. Si Dios acabase, su creación acabaría con él. El mundo no podría ser el simple legado de un dios muerto, (...) un círculo de cadáveres, un montón de cenizas... No, el mundo debe ser la obra interminable de un Dios inacabado. (...) Los niños son la parte inacabada de Dios. Dios necesita el secreto vigor de los niños para seguir existiendo (2004:251).

El vampiro, que ha transpuesto el pórtico de la muerte y que se mueve caprichoso entre los vivos y los muertos, se reconoce a sí mismo, manifestación del mal absoluto, como parte de la obra de un Dios que engendra el mal para que él mismo, el supremo Bien, pueda seguir existiendo:

El secreto del mundo es que está inacabado. Quizá, como el vampiro, Dios es un ser nocturno y misterioso que no acaba de manifestarse o de entenderse a sí mismo y por eso nos necesita. Vivir para que Dios no muera. Cumplir viviendo la obra inacabada de un Dios anhelante. (2004:285)

Esta revelación, sólo alcanzable en la vida de ultratumba, se acerca a la iluminación de Zaratustra, en el capítulo titulado De la visión y el enigma (1980:270): un pastor atenazado por una serpiente debe morder su cabeza para poder liberarse. Esta alegoría simboliza la liberación tanto de la opresión de un tiempo que está en función de un sentido —el trascendente lineal judeocristiano—, como de la opresión de un tiempo circular que produce hastío; y la decisión de morder la serpiente representa la voluntad de afrontar valientemente lo vital, que equivaldría de algún modo a conjurar la muerte. La palingenesia vampírica, así como su presencia fuera del tiempo humano, no se consideraría ya como hastío, como deseo de muerte ante su imposibilidad. La eternidad deviene en posibilidad de experimentación, de conocimiento, y de elección: “Sí, usted sabe que no es lo mismo ser dueño de la propia muerte que ser víctima de una fuerza ajena” (2004:220). Siguiendo a Nietzsche, la repetición de lo mismo, la vida eterna, es equivalente a afirmar que no se repite, pues en la repetición lo mismo ya no sería lo mismo. Cada vida del vampiro, aunque en sucesión, correspondería a una nueva experiencia: cada instante es único, pero eterno, ya que en él se encuentra todo el sentido de la existencia. Ya no anhela, como el vampiro de Stoker o de Rice, la finitud, porque no cree en ella. No cree en un Juicio Final, no cree en un Dios que pueda prescindir de él. Por eso Vlad, al culminar la exposición su tesis a Navarro, exclama enigmáticamente: “Usted vive la vida. Yo la codicio” (2004:283).

***

Entre los límites de la normalidad, del mundo conocido, el hombre intenta satisfacer con ciencia, filosofía y arte las dudas que su episteme le impone. Cada respuesta alcanzada, que engendra secretamente infinidad de nuevas preguntas, le impele a alejarse cada vez más del círculo protector del mundo concreto; cada agudeza lo acerca, como Ícaro a su sol, a las fronteras de lo no cognoscible. El pensamiento mítico, luego las religiones, intentan casi siempre mantenernos entre unos ciertos límites, necesarios para no perdernos en el enigma; cuando transgredimos esos límites sobreviene un más allá que puede ser iluminación creadora, arrebato místico, o simplemente locura. El imaginario del vampiro occidental, como un intento de dar respuesta al misterio de la muerte, es una secreta condena desde la teleología cristiana a la pretensión de eternidad —delito babélico— y al apetito carnal desmedido —que bien pudiera ser el mismo delito edénico— del hombre moderno, indiferente a la ira de Dios. El vampiro de Fuentes revierte esta tradición postulando una concepción de Dios, de eternidad y de vida que abandona la idea de trascendencia por completo, que aspira a los bienes terrenos y nada más, sereno en la garantía de un Dios que le necesita para subsistir, y que por tanto, no puede destruirle o castigarle. En Vlad la vida se define afirmándose en sí misma, y no en oposición a la muerte. El Dios de Vlad no se opone a su existencia vampírica: lo considera quizá una curiosidad dentro del mundo de los mortales, un primus inter pares, nada más; es un Dios inacabado que se completa en su sombra, un demiurgo complacido que se sienta a expiar la oscura naturaleza humana, anhelante.

  1. Ver referencia electrónica.

 


Bibliografía de Carlos Fuentes:

  • Fuentes, Carlos (2004). Inquieta compañía. México DF: Alfaguara.

 

Sobre Carlos Fuentes:

  • Anadón, J. (1983). Entrevista a Carlos Fuentes. Revista Iberoamericana, XLIX, 123-124.
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General:

  • Bravo, Víctor (1987). Los poderes de la ficción. 2ª edic. Caracas: Monte Ávila Latinoamericana, 1993.
    (1999). Terrores de Fin de Milenio. Del orden de la utopía a las representaciones del caos. Dibujos y pinturas de Henry Bermúdez. Mérida: Ediciones El Libro de Arena.
  • Cortés Morató, J. y Martínez Riu, A. (1998). Diccionario de filosofía. Barcelona: Herder.
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  • Larraya, J.G. (1966). Religiones y creencias. Barcelona: Ediciones Danae.
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  • Nietzsche, F. (1882). Así habló Zaratustra, trad. Sánchez Pascual. Madrid: Alianza Editorial, 1980.
    (1895). El Anticristo, trad. María Cóndor Orduña. Madrid: Alba, 1985.
    (1902). La voluntad de poder, trad. Aníbal Froufe. 11ª Edic. Madrid: Edaf, 2003.
  • Rice, Anne (1976). Confesiones de un vampiro. Barcelona: Ediciones B, 1994.

 

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