Sala de ensayo
“Sueño”, de Diego RiveraReflexión de dos paradigmas en la política cultural

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Se ha mencionado ya la importancia que tiene el desarrollo de la cultura: su valor, su promoción y fomento tienen el mismo peso que la política y la economía en un país. Para que una comunidad obtenga un desarrollo, el portador de ese crecimiento es el hombre mismo, lo cual nos obliga a prestar más atención a todos los componentes que son ejes transformadores y representativos de los individuos en sí: los culturales.

La cultura no debe ser un privilegio de las élites o de unos cuantos grupos de poder, debe estar al alcance de todos el conocer otras formas de cotidianidad y perspectivas de la vida ciertamente, pero de igual manera, todos deben tener el mismo derecho a ejercerla y participar en la formación del universo simbólico que genera y modifica nuestra identidad. La democratización de la cultura propone dar difusión a otras cosmovisiones que se manifiestan en nuestro entorno a través del arte; el enfoque de la democratización consiste en la divulgación de la producción de obras artísticas, evaluadas, contempladas y apreciadas desde un rango jerárquico, para que lleguen a través de su expansión, a las clases populares, y entendemos por clases populares como el conjunto de individuos que sufren la apropiación desigual del capital cultural y económico en una sociedad. No podemos afirmar que la llamada “democratización de la cultura” no ha servido de nada: no; en tiempos del peronismo (para concretar) aprovechó la industria de la comunicación abierta para difundir los bienes culturales, entre otros de sus logros. La democratización hace uso del aparato estatal para difundir la cultura, se apoya en la declaración de la Unesco, la cual afirma que el derecho a la cultura está dentro de los derechos generales del hombre (Art. 27).

Para todo aquel que tenía el poder adquisitivo, le fue más fácil asistir a museos con visitas guiadas, conciertos a precios bajos, exposiciones en diferentes partes del país,1 generando tal vez, en la conciencia de los espectadores, conocimientos acumulativos a manera de inventario cultural. Claro que esto permitió dar un gran paso: la descentralización de las expresiones artísticas que generaron movimientos civiles en diferentes partes del país, teniendo a la mano los sucesos culturales; y eso no es todo, el enfoque de la democratización se basa en la óptica del manejo de los llamados Mass Media: la televisión y la radio cooperan para que el proyecto de este paradigma se lleve a cabo. La raíz de esta propuesta deviene de la privatización de la cultura, en donde la construcción del universo simbólico corre a cargo de empresas específicas que manejan sus productos acorde al mercado; resultado: hay que difundir la cultura a todos los sectores, hasta al popular para que conozcan y consuman el arte. Y así, encontramos El Quijote en los puestos de revistas, discos de Mozart en los llamados supermercados, estaciones de radio con música clásica, en suma, el patrimonio cultural al alcance de todos.

Este paradigma es moldeado desde un punto de vista hegemónico ya que los encargados de decidir qué es lo que circulará como calidad artística está bajo la decisión del Estado y las empresas del sector privado que auspician el arte, e incluso las propuestas artísticas creativas provienen de grupos con preparación académica escolarizada, que de una manera u otra, no resienten tanto las desigualdades en una sociedad. Las diferencias entre la población siguen presentes en la práctica de este enfoque, ya que la población se vuelve solamente receptora, sin oportunidad de obtener reconocimiento por parte de otros grupos; aquí es importante plantear la pregunta ¿cómo quiero ser visto por los otros? Las expresiones artísticas permiten el heterorreconocimiento en una sociedad, ya que al hacer pública una obra de arte, el creador también colabora a formar el mundo simbólico de los otros sugiriendo las diferencias que lo hacen único y, por qué no, el reconocimiento de su obra lo coloca dentro del rango de la clase dominante, como sujeto activo, en cambio, desde un nivel meramente contemplativo, se le permite a la clase popular observar las revelaciones artísticas que el Estado y sector privado consideran conveniente dar a conocer manteniéndola al margen de este heterorreconocimiento.

Los programas que ofrece este tipo de política persiguen igualar el acceso a los servicios y el disfrute de los bienes de la alta cultura. Si bien este arquetipo permitió la descentralización y la difusión, es cierto que la valoración que se hace de las obras artísticas es unidimensional sin incluir la cultura popular, aunque gracias a la divulgación que se goza dentro de este paradigma, es posible atacar los efectos de la desigualdad en lo que a apropiación del capital cultural respecta, sin embargo, como hemos dicho, la producción de conceptos simbólicos en la que nos desarrollamos como individuos sigue siendo dispar.

La democracia cultural es definida por Néstor García Canclini como una cultura de participación. Este paradigma es planteado como una política en donde puede convivir la diversidad, ya que a cada cultura se le reconoce como autónoma e igual a sus adeptos. Es relevante señalar que el enfoque de este paradigma no plantea la pluralidad sino la diversidad, esto es: una política que sugiera la existencia de múltiples culturas a pesar de sus diferencias, y en donde cada identidad promueva cómo quiere ser reconocido, creando de una forma autónoma su propio universo simbólico. Las instituciones que están al frente de esta política son en su origen independientes al Estado, operan como circuitos privados pero generando y difundiendo sus propios programas que la sociedad necesita.

Canclini asevera que no hay una cultura legítima, sino culturas dominantes, por lo tanto toda cultura es merecedora de ser difundida, máxime si ésta representa a un vasto grupo de la sociedad, como la cultura popular, por ejemplo. Uno de los rasgos positivos que presenta esta política cultural es que posee cierto dinamismo para ser aplicado en la sociedad: las acciones culturales que realiza están generándose continuamente en varios espacios de la sociedad, de manera que penetren en la vida cotidiana de la gente. El enfoque que le da la democracia cultural en lo que a sus instituciones se refiere, apunta hacia una cultura menos retórica y contemplativa, dejando espacio a la participación, la organización y la adquisición de conocimientos y nuevos gustos; las iniciativas que se pueden desplegar en este arquetipo abarca a todo un abanico de grupos que componen una sociedad, en donde sus programas pueden tener acción en los rubros de la política, la recreación y el esparcimiento.

El enfoque de esta política persigue que las instituciones de movimientos civiles sean autónomas, pero de igual manera, el Estado se deslinda, como política pública, de aportar al impulso cultural de diversos grupos, ya que éstos remanifiestan desde un eje independiente: los estatutos y la normatividad que presentan los programas ofrecidos por la democracia cultural los delimitan el conjunto de individuos que pertenecen a un gremio en específico: grupos religiosos, movimientos juveniles, corporaciones educativas, etc.

Una de las ventajas más relevantes que ofrece la democracia cultural es que permite la participación de grupos en áreas en donde siempre fueron excluidos, teniendo así una colaboración activa y por consecuencia dinámica dentro de la democracia de un país. A pesar de las cualidades que presenta, hay algunas premisas que todavía están sujetas a debate. Al idealizar a los grupos o sectores que ejercen resistencia a la clase dominante, se les ve como entes independientes y no como parte de todo un proceso llamado cultura. Estos grupos no logran solidificar propuestas ya que su participación se concentra en ejercer resistencia a la dominación, dejando de lado la formulación de políticas alternativas. Esto me lleva a preguntarme si será necesario replantear una nueva política de conciencia, en donde el objetivo apunte a la participación de la población y no solamente en la previsión de los errores de antaño. Pienso que no se puede eludir el camino que se ha hecho en materia de política cultural, pero también es necesario reconstruir nuevas bases en donde no sólo esté la reorganización del material simbólico, sino, por qué no, la nueva creación del mismo.

La cultura debe tener un fin mediato y uno inmediato, es decir, debe servir a todos los individuos para una mejor convivencia y una aminoración de desigualdades. No es posible seguir generando paradigmas que ofrezcan cultura a la sociedad, así llegue a todos los estratos y clases sociales, y dejen al receptor como agente pasivo. La cultura es dinámica porque la sociedad lo es también, entonces, todos deberíamos de participar en el rumbo que se le quiere dar, para poder producirla, ejercerla y claro, disfrutarla.

  1. La exposición “Instrumentos de tortura del pasado” en el Centro Cultural El Refugio, fue todo un éxito en la ciudad de Guadalajara, Jalisco; visitó diversas ciudades del país suscitando a veces morbo, a veces asombro y pocas veces reflexión.