Sala de ensayo
Ilustración: Benjamin RondelLa reiteración
de las rupturas

Comparte este contenido con tus amigos

En su libro La institución imaginaria de la sociedad,1 Cornelius Castoriadis dice que “toda vida social tiene algo que expresar”. Y que “la historia es imposible e inconcebible fuera de la imaginación...”. O sea: la historia de una nación, los itinerarios que ella ha ido construyendo en el tiempo, están muy relacionados con ciertas imágenes que esa nación proyecta de sí misma; con los dibujos o representaciones en los que se define y se muestra. Siempre según Castoriadis, esas imágenes, esos dibujos suelen identificarse con algunas instituciones-símbolos en las que encarnan la organización y la legalidad social, emblemas de eso que Castoriadis llama la “racionalidad” colectiva.

Una sociedad que no cree en sus instituciones fundamentales, que desconfía de ellas y las contempla con permanente indiferencia o burlesco escepticismo es una sociedad desorientada, confusa ante su pasado y su presente, recelosa de sus huellas dentro del tiempo. Venezuela pareciera ser un país incrédulo ante todo cuanto pueda representarla institucionalmente. De alguna manera, y prosigo con los razonamientos de Castoriadis, los venezolanos nunca pareciéramos haber actuado “racionalmente” ante nuestras principales construcciones colectivas. Somos una nación de centros desdibujados, de asideros ausentes. Nos arropan muy pocas tradiciones. Sentimos tal vez que, como nación, nos movemos y nos hemos movido siempre al margen de las referencias, más allá de las hilvanaciones, lejos de las consolidaciones, fuera de los espacios tallados por una tradición.

En Sor Juana Inés de la Cruz o las trampas de la fe2 Octavio Paz comenta que lo marginal o lo “excéntrico” fue una imagen por siempre asociada a lo hispanoamericano. Hubo, dice Paz, dos excentricidades que acompañaron la formación misma de nuestro continente. Primero, fue la propia excentricidad española dentro del mundo occidental. España había ido haciéndose diferente de otras naciones europeas. El Renacimiento español, impregnado de la fe religiosa de la Contrarreforma; heredero de una convivencia de muchos siglos entre las tres grandes religiones monoteístas: la cristiana, la musulmana y la judía, las tres culturas del libro, como las llamó Borges, fue un proceso distinto al de esa naciente modernidad que comenzaba a imponerse en otras regiones de Europa. Y estaba luego, además, la propia peculiaridad de lo hispanoamericano al interior del orbe hispánico. Durante los siglos coloniales, dice Paz, se extremaron en los espacios americanos las formas y ritos que llegaban desde España. Lo que de España venía a América, aquí se transformaba, se distorsionaba, se exageraba. Al regresar a la Península, lo americano español volvía ya convertido en “indiano”: algo insólito, algo extraño. Doble rareza, pues, que, desde un principio, pareció irnos colocando a los hispanoamericanos dentro de los más remotos confines del espacio occidental; algo que, en el caso venezolano, lució acentuarse aun más en razón de ciertas peculiaridades del itinerario de nuestro país.

Durante los tres siglos del tiempo colonial, Venezuela fue una muy remota provincia al interior de la inmensa vastedad del imperio español. Su marginalidad, tanto territorial como administrativa, pareció favorecer muy tempranos sentimientos de independencia en la región frente a los controles impuestos por la lejana administración imperial. Una cosa era lo que decían las disposiciones que llegaban desde Madrid y otra, muy diferente, lo que imponía nuestra realidad. Los edictos reales solían desobedecerse a través de un curioso ritual: el funcionario local colocaba sobre su cabeza el pergamino en el que estaba escrita la orden real y, públicamente, proclamaba: “Prometo obedecer, pero no puedo cumplir”. Se acataban las formas y se ignoraban las instrucciones. Generalizadas desobediencias fueron imponiéndose desde siempre por entre ese inmenso amasijo de leyes y ordenanzas que nos llegaban desde España. Una visión comenzó a extenderse en Venezuela: la ley casi nunca existe para ser cumplida. Percepción que, además, pareció convivir desde muy temprano con otra: la ley, la norma, la disposición puede ser absurda, disparatada, irreal.

También resultó ser siempre muy irregular la memoria venezolana. Los recuerdos aparecían y desaparecían en medio de un paisaje de incesantes olvidos. Construcciones y memorias fueron siempre muy endebles entre nosotros; muy frágiles las creaciones, muy poco perdurables los recuerdos. “Nadie recuerda”. O “todo estaba como hace cuatrocientos años”, escribe Enrique Bernardo Núñez en Cubagua. Algo semejante a lo que había dicho Oviedo y Baños doscientos años atrás: que su propósito al escribir la Historia de la conquista y población de la provincia de Venezuela no había sido otro que el de “sacar de las cenizas del olvido” la memoria de los principales fundadores de la región.

Recordar, rescatar, superar desmemorias, corregir la fragilidad de los recuerdos: signos desde siempre presentes en ciertos esfuerzos de la cultura venezolana. Ya el comienzo mismo de la historia nacional pareció entrañar un primer olvido: la memoria del mundo indígena. En el siglo XVI, tras la lucha de la Conquista, la presencia del universo prehispánico pareció desvanecerse con muchísima rapidez. Pero tampoco parecieron muy firmes, al menos en un principio, muchas de las creaciones impuestas por los españoles a lo largo de sus arduas aventuras. Todavía a finales de ese siglo XVI, fray Pedro de Aguado describe lacónicamente la situación general de la región: “Este es el origen o principio que tuvo la Gobernación de Venezuela, el cual (...) nunca ha sido muy feliz, porque con estar en ella pobladas seis ciudades que son: Coro, Borburata, La Valencia, Barquisimeto, El Tocuyo, Trujillo y otros dos pueblos que ahora nuevamente se han poblado en la Provincia de Caracas, no son bastantes los quintos que el Rey tiene allí para pagar los oficiales que administran y gobiernan aquella tierra espiritual y temporalmente”.

Cierto imaginario de fugacidad e inconclusión pareció adherirse a los primeros tiempos de la vida venezolana. La Nueva Cádiz, por ejemplo, la primera ciudad del país, desapareció rápidamente cuando las perlas comenzaron a escasear alrededor de la isla de Cubagua. Adriano González León utiliza como epígrafe de País portátil la referencia que hace José de Oviedo y Baños a las numerosas vicisitudes de la fundación de la ciudad de Trujillo: “Fue tan desgraciada esta ciudad en sus principios, que sin hallar sus pobladores lugar que les agradase para su existencia, anduvo muchos años, como ciudad portátil, experimentando mil mudanzas...”. La ciudad de Carora, fundada en el año de 1569, fue, luego, refundada en 1571. La ciudad de Barinas, fundada inicialmente en 1577 con el nombre de Altamira de Cáceres, no llegó a establecerse en el lugar que hoy ocupa sino a mediados del siglo XVIII. Mérida fue trasladada a otro lugar poco tiempo después de fundada y luego mudada definitivamente a su emplazamiento actual. A más de veinte años de haber nacido la ciudad de Coro, Rembolt, el gobernador alemán de los Welsers, propone olvidarla y fundar una nueva ciudad en otro lugar. Nueva Segovia de Barquisimeto cambió de sitio cuatro veces. La actual Cumaná mudó varias veces de lugar y de nombre en el transcurso de sus primeros años de existencia. El que estaba llamado a ser el principal puerto de Venezuela, Caraballeda, fue abandonado poco después de haber sido fundado, a causa de desavenencias entre sus vecinos y el gobernador. Pocos años después sería fundada La Guaira, muy cerca de donde había estado la abandonada Caraballeda.

El territorio que hoy conforma lo que es nuestro país no definió su forma definitiva sino a fines del siglo XVIII, apenas unas pocas décadas antes de que comenzase el proceso emancipador de España. Repetiré aquí algo que escribí hace unos años:3“Incluso jurídicamente, la Provincia de Venezuela luce errática, provisional. No será sino hasta finales del siglo XVIII cuando se creen las distintas instancias administrativas que darán a la región un perfil propio. Hasta la instalación de la Real Audiencia de Caracas, en 1786, la región ha dependido unas veces de la Audiencia de Santo Domingo y otras de la de Santa Fe de Bogotá. Geográficamente, las distintas regiones que componen el territorio de lo que hoy es Venezuela se articularon y desarticularon sobre mapas siempre provisionales, frecuentemente confusos. Las varias provincias que componían el territorio de la actual Venezuela fueron decretándose a lo largo de varias épocas; prácticamente durante casi tres siglos. En 1525 se creó la provincia de La Margarita y Trinidad, en 1528 se decretó la provincia de Venezuela —luego conocida, también, como provincia de Caracas—, en 1568 fue el turno de la de Cumaná o la Nueva Andalucía, ese mismo año de 1568 nació la provincia de Guayana, en 1622 la de Mérida (posteriormente Provincia de Maracaibo) y en 1786 la Provincia de Barinas”.

Pero en medio de la fragilidad de las construcciones, pareciera haber predominado en el recuerdo colectivo venezolano la intensa fuerza de ciertas perdurables imágenes. Poder de la imagen que dibujaba la realidad, fuerza de ciertos mitos expresándose más allá de las creaciones humanas. Carlos Fuentes ha comentado que “el mito ilustra históricamente el paso del silencio ‘mutus’ a la palabra ‘mythos’ ”. El mito, la imagen mítica, es la voz y el signo encargados de dibujar las primeras percepciones colectivas y de instaurar duraderas comprensiones en sociedades y culturas. Desde nuestro más remoto pasado parecieran alcanzarnos hoy visiones que los venezolanos presentimos desde siempre presentes en los entretelones de nuestro tiempo. Visiones como, por ejemplo, la de una siempre invasora naturaleza; fuerza indomable de paisajes que se imponían sobre gestos y comportamientos humanos. Recuerdo un ensayo de Arturo Úslar Pietri titulado “De la selva a la vanguardia”, en el que Úslar distingue, en la estética del cinetismo, una expresión de viejísimas relaciones entre seres humanos y naturaleza. En nuestro país, dice Úslar, el “espacio natural no ha sido nunca un mero telón de fondo ... sino una condición fundamental de su ser, y un personaje predominante y múltiple de su aventura existencial”.

El paisaje venezolano, activo, agresivamente invasor, pareciera haber generado en los hombres respuestas de una particular intensidad. Los signos más llamativos de lo venezolano suelen aludirlo: llanos, selvas, la gran sabana y sus colosales tepuyes, las muy vastas costas, las altísimas cordilleras... En la exuberante belleza de lo natural han existido siempre genuinas identificaciones entre el venezolano y Venezuela. Quizá por esto haya sido Rómulo Gallegos el más significativo de nuestros novelistas: más que ningún otro, él supo dar a nuestro paisaje toda su importancia protagonista. En sus novelas incorporó la fuerza inmensa de una naturaleza entrometida que se relacionaba o se sobreponía a las acciones y voluntades humanas.

Esa peculiar relación hombre-naturaleza pareciera haber llegado a expresarse de muy diversas formas; por ejemplo, en ciertas preeminencias estéticas. Como sugiere Balza en D: “Venezuela es visual y nada mejor que su coherencia óptica para demostrarlo. Mientras ciencia y literatura apenas son esbozadas ... la investigación de la forma y el color maduró entre nosotros”. Es una idea interesante que pudiera, quizá, explicar la mayor importancia que ha tenido en Venezuela la expresión plástica por sobre la literaria: la mirada más que la palabra y el color más que la voz. Trascendencia, por ejemplo, de hallazgos estéticos como el del ya mencionado cinetismo o el de las interpretaciones visuales de la luminosidad de los paisajes venezolanos. Intensidad de una luz que todo lo invade, y que el pintor Armando Reverón supo, en un momento determinado de su creación, en su “época blanca”, convertir en centro de sus búsquedas. Dibujo de la luz como rabiosa y violenta blancura que llegaba a borrar todas las formas y a desvanecer todas las imágenes.

La original relación entre el venezolano y el paisaje no cesa de aparecer, también, en esa peculiar construcción que es Caracas. Muy por encima de sus confusiones y de sus siempre proliferantes edificaciones, lo más familiar para todo caraqueño es el paisaje que rodea a su ciudad: el majestuoso Ávila, siempre llamativo desde casi todos los espacios. En Caracas la naturaleza logra imponerse al cemento y a las siempre congestionadas autopistas. El verdor de la montaña lo penetra todo. Es el emblema más significativo de la ciudad: una montaña. No iglesia ni casa ni monumento humano alguno, sino un inmenso cerro que nada tiene que ver con las construcciones humanas. De hecho, éstas parecieran relacionarse muy poco con una Caracas que, fundada hace más de cuatrocientos años, pudiera haber empezado a existir hace apenas pocas décadas. Nada o casi nada dentro de Caracas testimonia su historia. Es la naturaleza, la inmutable belleza de su circundante geografía, la que dibuja su peculiaridad. Icono máximo de lo caraqueño, el Ávila aparece frecuentemente en novelas que aluden a la ciudad: “Gradualmente entendí que la ciudad lejana se resumía para él en el hermoso cerro, que éste significaba todo lo vivido y lo ausente”, dice Balza en Percusión. Algo muy parecido a lo que había escrito décadas antes Meneses en El falso cuaderno de Narciso Espejo: “Hasta la frente majestuosa de una montaña en cuyos lomos se alzan las casas de la ciudad donde nací. Una ciudad de luz que se llama Caracas”.

Otros imaginarios muy remotos dentro del tiempo venezolano evocan amplísimas y vacías superficies que ocultan en su interior inmensas riquezas perseguidas por férreas individualidades. De un lado, escondidos tesoros al alcance de quienes los pudiesen encontrar; del otro, el rostro torvo de aquéllos que los buscaban. Riqueza y violento individualismo. Inestabilidad y violencia en un mundo en el que la riqueza y el poder parecieron ser siempre fugaces, huidizos. Esos imaginarios acompañaron el momento de la Conquista durante las primeras expediciones que buscaban el mítico El Dorado; y acompañaron, tres siglos más tarde, algunos de los signos impuestos por las secuelas de la Guerra de Independencia: caudillos militares que, al igual que los conquistadores, fueron, también, solitarios todopoderosos, guiados por sus ambiciones, y rodeados de violencia y anarquía.

Signos una y otra vez reiterados: individualismo, poder, violencia, vacío, inconsistencia, impredecibilidad. No deja de ser significativo que la memoria más dignificada en toda la historia venezolana; de hecho: nuestra única memoria dignificada, sea la de la gesta emancipadora. Idolatría hacia un acto que fue desolación pura. Veneración frente a diez años de inmensa destrucción. Devoción ante un recuerdo frente al cual palidecen y se olvidan cinco siglos de tiempo vivo y creador. A esos diez años de guerra convertidos en fetiche de todas las referencias y de todas las miradas patrióticas, nuestro recuerdo oficial rinde único culto. Y en Bolívar, adorado icono máximo, los venezolanos aprendemos a venerar, sobre todo, al guerrero. Nuestro mayor héroe es, también, nuestro mayor deshacedor. Un soñador y, a la vez, un destructor en cuyas visiones e ideales los venezolanos aprendemos a mitificar lo nuevo y a deificar el comienzo de tiempos siempre construidos sobre las cenizas del pasado.

Con Bolívar y la Independencia se inicia una interminable convicción venezolana: la de que para iniciar algo es preciso destruir lo que ya existía antes. Deshilvanado itinerario de restas y no de sumas. Derrotero colectivo percibido a través de una cultura de la violencia y del olvido que contempla el paso del tiempo como un inacabable vaivén de desolaciones y reinicios. Destruir para construir y olvidar para recomenzar: en nuestro itinerario nacional los venezolanos hemos aprendido a venerar el cambio, a idolatrar el renacimiento. Nos hemos acostumbrado a creer, a esperar y a confiar mucho más en las voluntariosas iniciativas de algunos iluminados personajes, generalmente percibidos por encima, muy por encima de la tradición y de la ley, que en nuestras construcciones colectivas. Identificamos nuestras huellas mucho más con los deslumbrantes ademanes de algún carismático demagogo que con sólidas hilvanaciones de todos los venezolanos construyendo juntos el tiempo. Creemos que logros, aciertos y conquistas afortunadas, si llegan, deberán hacerlo desde fuera de las fronteras de la tradición, al margen de lo consolidado, lejos de lo establecido. Somos un país de rupturas más que de normas, de excepciones más que de cánones, de alteraciones más que de tradiciones. Pareciéramos haber apostado siempre al recomienzo continuo y al reinicio interminable de propósitos y sueños.

Hemos entrado ya al siglo XXI y Venezuela continúa obsesionada por atrapar renacimientos, por acosar novedades, por inventar resurrecciones. Nuestro actual gobierno mira el pasado reciente como algo que es necesario olvidar e impone sobre él un nuevo olvido oficial. Tras el derrocamiento de la dictadura de Marcos Pérez Jiménez, el 23 de enero de 1958, y hasta finales del siglo XX, Venezuela conoció una firme estabilidad en lo político y una gran bonanza en lo económico. Por más de cuatro décadas los venezolanos vivimos la alternabilidad democrática, un genuino respeto hacia la voluntad popular expresada a través del voto; pero, también, se nos hicieron familiares muchos vicios de la práctica política: clientelismo partidista, corrupción en la administración pública... Desde febrero del año 1983, tras el tristemente célebre “Viernes negro”, cuando nuestra moneda nacional perdió su vieja paridad cambiaria con el dólar, otra Venezuela comenzó a asomar. El país vio cómo se hacían realidad temores y desconfianzas presentidas desde mucho tiempo atrás. La gran riqueza petrolera no fue capaz de impedir que los venezolanos comenzásemos a vivir flagelos hasta entonces desconocidos entre nosotros: devaluación de la moneda, inflación...

Más de una década después, el país conocería otros trastornos, esta vez políticos. Un creciente debilitamiento de los partidos tradicionales y el rechazo del venezolano común hacia esos partidos que, por más de cuarenta años, encarnaron la solidez de nuestro sistema democrático, dio paso a un irreal deseo popular por ver nacer una democracia sin partidos, auspiciosa de algún jefe único capaz de transformar —¡una vez más!— el rumbo del país. El año de 1998, un nuevo gobierno democráticamente electo, el del teniente coronel Hugo Chávez, insistió en reiniciar la historia venezolana a través de su proyecto de una “pacífica revolución bolivariana” que había de iniciarse con el extraño, muy extraño, extrañísimo ritual de cambiarle el nombre al país. Era el símbolo de la absoluta novedad, del total reinicio, del máximo renacimiento: un nombre nuevo para Venezuela. Acto deslumbrante de un primer paso colosal hacia el país necesario que debía ser reinventado. Lo paradójico fue que Venezuela pareció, en muchos sentidos, volver a ser la nación de mucho tiempo atrás: anterior a sus cuarenta años de democracia, anterior, incluso, al siglo XX. Con Chávez regresaron los gestos caudillescos más primarios. Regresó la versión del carismático guerrero capaz de enfrentar y resolver él solo todos los problemas nacionales y capaz de satisfacer él solo todas las expectativas populares.

En su libro Regreso de tres mundos,4 Mariano Picón Salas se sirve del ejemplo bíblico de Caín y Abel para ilustrar dos opuestas percepciones de los seres humanos ante su entorno. La habitabilidad hecha de memorias cercanas y tradiciones comprensibles, de comportamientos articulados y referencias claras y continuas, formarían parte de la ubicación y la experiencia de Abel. La desorientación dentro de lo inexplorado, la errancia en medio de lo azariento, la confusión por entre interminables aventuras sin conclusión, serían la ubicación y la experiencia de Caín. Si Abel percibe apoyo y confianza en el lugar que lo rodea; Caín está familiarizado sólo con la hostilidad, la fugacidad y el albur. De Abel es la tibieza de la casa; de Caín, los siempre confusos horizontes. Abel es el constructor de su morada y en ella permanece, siempre protagonista y actor de su entorno. Caín es el morador de la intemperie, el habitante del desarraigo. Suya es la incertidumbre frente a las aventuras sin destino. Sus pasos reinician, una y otra vez, los arduos recorridos por entre lugares donde no logra avizorar meta alguna.

La imagen de Abel pareciera resultarnos extraña a los venezolanos, quienes, de muchos modos, hemos identificado nuestras miradas y movimientos más bien con el riesgoso desenfado y la tortuosa desenvoltura de Caín. Nos resulta muy difícil a la mayoría de los venezolanos ser genuinamente Abeles. Rasgo que, por lo demás, compartimos en gran medida con otros muchos pueblos de Latinoamérica; pero que, en nuestro caso, pareciera adquirir un carácter más intenso. Caín y un interminable laberinto serían dos imágenes ilustrativas de la forma como los venezolanos nos vemos y de la manera como distinguimos nuestros itinerarios.

Pero Caín, más allá de la imagen bíblica del primer homicida y victimario de su propio hermano, podría percibirse, de acuerdo al dibujo propuesto por Picón Salas, como un aventurero inconforme con su realidad, un siempre insatisfecho buscador de nuevos destinos. Abel, por su parte, resultaría un conformista habitante de sus espacios y un heredero natural de su tradición. Las miradas de Caín, dirigidas hacia vastos y lejanos horizontes, se opondrían pero, a la vez, se complementarían al sustentador arraigo de Abel.

Hoy más que nunca, los venezolanos necesitamos reconstruir la relación con nuestro propio tiempo: percibir más habitabilidad en él, menos hostilidad en sus itinerarios. Contemplar a nuestra historia como un lugar hospitalario en donde la lenta construcción y la amplitud de las memorias sean parte de la hechura de un destino. En suma: ser un poco más abeles y un poco menos caínes. Por sobre tantos imaginarios que expresan ruptura, individualismo, aventura, azar y violencia, los venezolanos necesitamos rescatar otros que expresen construcción, solidez y continuidad de una tradición. Menos rupturas, menos recomienzos, menos incomunicación dentro de nuestra historia; tal vez la única posibilidad de acción colectiva que lograría extraernos de ese laberinto en el que hemos permanecido por demasiado tiempo; escapar a sus gravitaciones de desaliento y afianzarnos sobre nuevos itinerarios guiados por propósitos de consolidación, hilvanación y consistencia.

El tan poco conocido y tan caricaturizado universo colonial fue mucho más que sopor de misa y de siesta al que lo condenaron nuestros recuerdos oficiales. Fue, también, mucho más que esa larguísima sucesión de rufianerías, bajezas y excesos con que lo dibujó Herrera Luque. Fue, sobre todo, una época de consolidación, un tiempo creado por una sociedad que nacía e iba descubriéndose y formándose. Tiempo de calladas construcciones a manos de gentes que llegaban de lejos y que se instalaban para siempre en los nuevos lugares. Nuestro siglo XIX es, aparte de la Independencia, recuerdo que opaca todo lo demás, mucho más que sólo esa constante evocación de los muy distintos caudillos que gobernaron el país en medio del más grosero nepotismo. Es, también, mucho más que la larga sucesión de guerras y alzamientos y revoluciones y rebeliones que asolaron el país. Porque junto a tantas guerras y caudillos, existió otra Venezuela: una nación empeñada en la búsqueda de un igualitarismo social, un país impulsado por genuinas convicciones democráticas y por anhelos necesarios de justicia colectiva.

Y ya en la segunda mitad del siglo XX, durante los cuarenta años de democracia, el pueblo venezolano fue, también, construyendo, haciendo. Hubo en esos años errores y excesos; pero hubo, también, la consolidación de una vida en común. Fueron años que nos acostumbraron para siempre a los venezolanos que cualquier forma de convivencia en nuestro país no podría ser sino democrática. Y fueron, también, los años que nos enseñaron a creer en una sociedad civil que se fortalecía, que no deseaba regresar al pasado pero que sentía que necesitaba apoyarse en ese pasado. La sociedad civil, ésa que existe desde siglos atrás, ésa que pareció importar muy poco para las memorias oficiales, ésa que se forjó a la sombra del tiempo colonial y protagonizó y padeció la sangrienta violencia de la Independencia, ésa que vivió bajo un siglo XIX plagado de caudillos y guerras y más caudillos y más guerras, ésa que llega al siglo XX y vive los cambios del país petrolero, ésa que junto a los nuevos partidos políticos creyó en ideales de democracia, ésa que se fue apartando de esos partidos cuando comenzaron a fallarle, ésa que se encuentra ahora confusa y dividida en medio de la confusión y la división nacional... En ella encarna cierta esencial continuidad de las cosas en Venezuela, en el tiempo venezolano. Encarna una tradición que sería el contrapeso imprescindible y necesario para la trasnochada imagen del individualismo mesiánico como el único posible hacedor de la historia nacional.

 

Notas

  1. Madrid, Tusquets Editores, 1983.
  2. Barcelona, Seix Barral, 1982.
  3. El silencio, el ruido, la memoria, Caracas, Alfadil Ediciones, 1991.
  4. En: Obras selectas, Caracas-Madrid, Ed. Edime, 1962.