Entrevistas
Tony ÉvoraCuando hablan los tambores

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Intentar definir a Tony Évora, musicólogo, percusionista, destacado dibujante, grabador, diseñador gráfico, profesor de arte y caribeño universal, resulta una tarea ardua. Este cubano polifacético, nacido en La Habana hace 62 años, licenciado en bellas artes, pionero del arte gráfico en su país, ex director artístico del Instituto Cubano del Libro y peregrino por Europa desde 1968, vive hoy en España dedicado al grabado, la enseñanza y la investigación sobre la música popular del Caribe. Amable, cálido y locuaz, su habla no ha perdido ni el calor y ni el ritmo típico de su tierra natal, a pesar de los 32 años que lleva viviendo lejos de Cuba.

Cuando se le pregunta sobre las influencias africanas y europeas en los ritmos del Caribe, Évora abre sus expresivos ojos con admiración apasionada y bombardea al interlocutor con su erudición, aportando datos, fechas, citas y hasta canturrea ejemplos de habaneras, sones, mambos, rumbas, guarachas, boleros o chachachás, golpeteando hábilmente con sus dedos gruesos sobre cualquier superficie de madera que tenga a mano.

Indudablemente, lleva el ritmo muy dentro de su corazón y en la sangre antillana que corre por sus venas. Según cuenta, comenzó sus amoríos con la música a los once años de edad, en el Instituto Edison de La Habana. Primero tocando las cacerolas de su madre, luego cualquier objeto de madera a su alcance hasta que por fin logró sentir el parche de cuero bajo las palmas de sus manos.

Uno de los temas que más interés despiertan en nuestro entrevistado es la influencia que han tenido y tienen aún hoy las religiones en la música de las Antillas. Según nos explica, penetrar en la historia de la música afrocubana no es tarea fácil. Por lo general, la música de los negros ha sido poco estudiada. Existen impresiones y relatos de siglos anteriores donde se trataron algunos aspectos sociales pero nunca se ocuparon de la transcripción de esas músicas y mucho menos de su análisis. En ese sentido, Évora en su libro Orígenes de la música cubana (publicado en 1997 por Alianza Editorial, Madrid), insiste en su deuda personal con la vasta obra investigativa de Fernando Ortiz, quien indagó con rigor durante casi 60 años sobre la realidad económica, social y musical de la nación cubana. Para él, al clasificar los distintos aportes en grandes grupos es necesario distinguir la presencia de las cuatro etnias africanas principales: la de ascendencia dajome, la lucumí, la carabalí y la de conga.

—En Cuba —nos dice Évora— todavía sobreviven caracteres bien marcados de música arará o dajome, pero por supuesto la mejor conservada es la religiosa de los negros yoruba, sin olvidar la música carabalí ni la bantú o conga, generalizada en sus bailes. Como sucede en Brasil y Haití, en Cuba están vivas las creencias, magia y cantos de los diversos pueblos africanos. Ya lo advierte Fernando Ortiz: “Si en un lugar hubo negros, allí hubo música, tambor, canturreo y danza...”. Los ritos africanos, confundidos en liturgias cantadas y bailadas, aún se practican en Cuba con bastante pureza... —agrega con una extraña sonrisa de complicidad.

Es a través de la música que el negro canaliza su emotividad, excitada por el goce o el dolor. Y como la música abarca toda su vida social, no es de extrañar que sea la forma más ordinaria de exteriorización de sus sensaciones y sentimientos. Es indudable que bajo la piel de chivo del tambor se esconden las tragedias humanas, así como también muchos secretos sobre los orígenes de la música cubana.

—En el negro africano —declara Évora— predomina su extraordinaria memoria y el pensamiento emocional, momentáneo y explosivo a veces. Sin embargo, su emoción suele evaporarse tan rápidamente como surgió. La obra musical de los negros nace del encuentro de varios individuos que la conciben colectivamente. Mientras el solista se desgañita recordando alabanzas a los grandes del pasado o el recuerdo de las victorias de su tribu, el ritmo de los tambores pulsa el tiempo presente y futuro. Si el canto inmoviliza la acción en el pasado, gracias a la alquimia del movimiento, el ritmo la impulsa hacia el porvenir... —y a continuación Tony Évora ilustra su explicación con el tamborileo de sus dedos sobre el escritorio.

Aceptando el carácter politeísta de las diversas regiones africanas y la práctica de la polinimia (por la cual los dioses o santos recibieron diversos nombres), facilitando así la incorporación de divinidades de otros panteones, encontramos que la misión asignada a los tambores para invocar a los dioses exigía diversos toques para cada divinidad. Y Évora nos continúa explicando:

—Este importante aspecto lo encontramos en el culto a los loá en el vudú haitiano y a los orichas en los cultos yorubas de Cuba y Brasil. En cuanto a la cultura bantú, existe un estrecho paralelo entre los cabildos congos de Cuba y los reisados congos de Brasil, y también con los antiguos candombes uruguayos.

Para nuestro entrevistado, el sincretismo religioso se ha impuesto en diversos grados y aunque la mayoría de los cultos presentan características cristianas, no son siempre en reconocimiento de Dios o de un santo cristiano. En el contexto afrocubano, no caben deidades en tormento y sin triunfos. La crucifixión de Jesús, por ejemplo, no desempeña un papel preponderante, sino que su simbolismo es transmitido a la persona de Olofi y Olodumare, supremos dioses en el panteón yoruba.

A menudo, como resultado de un acomodo socio-histórico-cultural, el santo católico impuesto por los amos blancos fue asimilado a la personalidad y atributos de una divinidad africana, aunque es importante señalar que la equivalencia de santos y divinidades no es en modo alguno uniforme en el continente americano.

—Como es sabido —explica Évora—, las religiones del África occidental son de naturaleza animista y entrañan la existencia de un panteón de deidades mayores y menores, a cada una de las cuales se le rinde culto con ceremonias, ofrendas, cantos y toques de tambor específicos. Entre los rasgos más evidentemente africanos que se conservan todavía en dichas ceremonias está el uso ritual de la sangre (sacrificios de animales), ritos de iniciación, danzas con coreografía y mímica altamente simbólica, la personificación de los orichas mediante la posesión del espíritu, así como ofrendas de alimentos y objetos adecuados a los dioses. Los cultos afrocubanos más importantes son el yoruba o lucumí (Regla de Ocha o santería), el kimbisa o mayombe (Regla de Palo Monte) y la sociedad secreta abakuá, que combina algunas creencias y prácticas incorporadas de los otros cultos y a cuyos miembros se les denomina vulgarmente ñáñigos.

Para entender la complejidad de dichas creencias, según Évora, es necesario tener en cuenta que en África la religión está íntimamente concebida como un concepto de familia, que comprende el conjunto de vivos y muertos surgidos de un ancestro común. A estos ancestros se les atribuye el control sobre determinadas fuerzas de la naturaleza, la posibilidad de realizar ciertas actividades extraordinarias o ejercer el conocimiento de las propiedades curativas de las plantas. Estos espíritus con poderes especiales fueron identificados como orichas. El oricha no puede hacerse perceptible a los seres humanos sino tomando posesión de uno de ellos. El candidato a la posesión (elegido por el propio oricha) suele ser uno de sus descendientes. Tras el largo proceso de sincretización con el catolicismo, al conjunto de creencias se le conocerá popularmente como santería, término establecido por los negros yoruba pero cuyo verdadero nombre es la Regla de Ocha.

—Cuando los caracoles “hablaban” allá en África (su mensaje se descifra a partir del número de caracoles que caigan boca arriba al ser lanzados varias veces), penetrando sueños y aclarando dudas sobre el porvenir, la muerte o el amor, las cosas tenían principio y final —aclara muy serio—, pero luego llegaron los traficantes de esclavos y con ellos el caos. Sin embargo, en su mundo de creencias y esperanzas, los orichas siguieron lanzando los caracoles sobre tableros americanos y continuaron descifrando las viejas interrogantes, aunque de nuevas maneras.

—Entre los colonizadores españoles, portugueses, franceses e ingleses hubo notables diferencias éticas y actitudes sociales, destinadas a consecuencias de largo alcance. Una de ellas —explica Évora— fue la mayor tolerancia de los católicos de la península ibérica en relación a cultos y festividades netamente africanas. Estoy convencido de que el negro no se convirtió al catolicismo por la violencia sino en virtud de su gran caudal supersticioso y así ha logrado equilibrar sus propias creencias animistas con el catolicismo popular, manteniéndolos en armonía.

Orientándose por la simple semejanza o la descripción de sus hazañas, los negros fundían ingenuamente las figuras de sus antepasados divinizados con el panteón de la Iglesia Católica y así, al ritmo de los tambores, la figura de San Lázaro se confundía con la de Babalú-Ayé, la de Aggayú-Solá con la de San Cristóbal, la de Changó con Santa Bárbara... y de esta forma todo un largo desfile de sincretizaciones que se mezclan en los ritos de la santería.

Como la música y la danza son parte integral del ritual santero, en las fiestas de santería se ejecutan cantos, toques y bailes en honor a los orichas, elementos importantísimos del folclor musical cubano. En las ceremonias de mayor significación, cuenta Tony Évora en su libro, se tocan los tres tambores batá (equivalentes a los tambores parlantes africanos llamados dundún). Estos formidables tambores constituyen la orquesta del templo yoruba y su función es establecer comunicación con los orichas. Debido a que en su interior radica una deidad o secreto llamado añá, los batá son objeto de ritos especiales, antes de iniciarse la ceremonia de santería.

—El tambor yuka de los bantú (provenientes del Congo) constituye uno de los instrumentos africanos más primitivos que aún sobreviven —aclara Évora.

Mucho tiempo después, según nos relata este experto musicólogo y percusionista, el tambor se convertiría en la base rítmica de las congas callejeras o carnavalescas. Paralela a la música que diversos grupos religiosos africanos practicaban en sus cabildos, se fueron formando en el siglo XIX otro tipo de congregaciones secretas, llamadas abakuá. Dichas congregaciones, nos explica Évora, proliferaron en zonas portuarias de las provincias de La Habana y Matanzas, y reconstruyeron aspectos que ya prevalecían en su cultura original. Como los masones, los abakuá poseen ramas, están clasificados por grados y consideran sagrado el número siete, investido de un valor mítico. Sus sociedades se convirtieron en fuertes asociaciones entre los estibadores de los muelles, así como también entre los obreros de las fábricas de tabaco y mataderos. Trabajadores que ocupaban una posición social de prestigio dentro de los barrios urbanos. Vale aclarar que a una secta abakuá sólo pueden pertenecer los hombres.

—El baile de una fiesta abakuá —nos dice Évora— se centra en la actuación de varios diablitos o íremes (cada uno representa un ser sobrenatural que viene a la tierra a comprobar la fe de sus miembros y la corrección en el seguimiento de la liturgia abakuá) y esas altas figuras enmascaradas, con su colorida vestimenta y enérgicas danzas se han convertido posiblemente en lo más atractivo que ha logrado preservarse del folclor afrocubano.

Y como broche final, ya en su despedida, Tony Évora nos informa que está ultimando la segunda parte de su libro Orígenes de la música cubana (que cubrirá desde 1940 hasta el año 2000) y otro libro sobre el bolero. Luego enciende su pipa, me estrecha la mano y cita un pensamiento de su admirado Fernando Ortiz: “La historia de Cuba está en el humo de su tabaco y en el dulzor de su azúcar, como también está en el sandungueo de su música”.