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Hamlet 2005

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Las seis y diez de la tarde de un martes de agosto de 2005, en Corrientes y Montevideo en el Bar La Paz, que tiene una estructura antigua donde se siente y se huele el olor del cuero de las sillas viejas pero muy bien cuidadas: es el alma del tango el que habita este lugar de Buenos Aires, vetusto. Arriba, allá a la izquierda hay un gran podio donde, entre el ‘30 y el ‘50, estaba la orquesta; hoy está vacío pero resplandeciente por el barniz marino que lo lustra con el espíritu ancho del Río de la Plata. Hamlet está sentado en una silla frente a una mesa junto a un ventanal que da a la calle Corrientes. Le gusta estar aquí porque, a veces, llega un viejo con un bandoneón, sube al podio y toca tangos que a Hamlet le parecen tristes y dulces.

Entra Laertes, malhumorado y furioso.

—¿Dónde está mi hermana Ofelia? La creía muerta pero no es así.

—La puse a trabajar de prostituta fina desde las diez de la mañana hasta las seis de la tarde. En unos momentos estará aquí. Tiene un éxito formidable.

—Pero, ¿cómo te atreviste a convertirla en puta?

—Laertes, por favor, no seas idiota. Es un oficio tan decente como cualquier otro, aunque un poco más peligroso, pero mucho más lucrativo. El consejo principal es que no se deje tocar si el hombre no tiene un preservativo puesto. No trabaja con mujeres porque no le gustan. Lo de su suicidio fue una representación magnífica que hicimos.

—Eres un canalla.

—¡Por favor! Ella se queda con el setenta por ciento de lo que cobra, trescientos dólares la hora, porque Ofelia es bellísima y bien puede darse ese lujo, y yo me quedo con el treinta, pero pago el departamento lujoso en que trabaja, repongo las bebidas, pago las expensas y los servicios, en fin no gano nada y ella se hace de un capital.

—Pero, ¿no estabas enamorado de ella?

—Por supuesto. ¿Qué tiene que ver su trabajo, perfectamente honesto, con el amor que nos une?

En ese momento entra Ofelia resplandeciente.

—Hola. Mis dos amores. ¿Cómo está mi enamorado? —dice con picardía mirando a Hamlet.

—Ansioso.

—¿Y tú, Laertes, a quien hace tiempo que no veía?

—Éste —aclara Hamlet— es un asesino a sueldo y estaba trabajando en Roma y París. Ahora viene porque lo contrataron para matarme.

Laertes palidece y no comprende cómo el otro está enterado de su misión.

Hamlet lanza una carcajada, toma a Ofelia por el brazo, mientras amorosamente le acaricia el trasero, y le dice a Laertes:

—Vamos con Ofelia al Hotel por horas que está en Tres Sargentos, a la vuelta de la avenida Córdoba. Tú, espéranos en mi suite del Alvear Palace Hotel.

Le entrega la tarjeta magnética que abre la puerta.

—¿Por qué no te vas con ella a ese hotel, Alvear Palace?

—¿Crees que puedo mostrar allí a mi novia como meretriz? Ella vive en el Alvear un piso más abajo para que no se produzcan comentarios mal intencionados. Tardaremos unas cuatro horas. Puedes leer o mirar televisión o pasar las películas que elijas; el hotel te las dará. Diles que estás conmigo.

Los amantes se van abrazados; toman un taxi.

***

Laertes, furioso, se pasea por la enorme suite del hotel y mira a cada rato su reloj que no parece adelantar ni un segundo. Cinco horas después aparece la pareja radiante: van al baño y se bañan juntos en una enorme bañera junto a la cual hay una primorosa mesa pequeña y baja. Hamlet esconde algo debajo de un diario que está sobre ella. Ríen a carcajadas; no les importa que Laertes los esté mirando pero cuando éste saca un puñal de su ropa amplia, Hamlet toma la pistola de nueve milímetros que estaba apoyada sobre la mesa bajo el diario y, con un disparo certero (es un gran tirador), hace saltar el puñal de la mano de Laertes. La pistola tiene silenciador.

—Laertes, no comiences con juegos idiotas, porque ya me pones de mal humor —le dice Hamlet molesto.

El hermano de Ofelia se masajea la mano que sangra un poco por el rasguño y dice:

—En esto no hay nada claro.

—Al contrario, Laertes —replica Ofelia—, todo está clarísimo.

Laertes los mira como si estuvieran locos aunque el falo erecto de Hamlet dice a las claras que se trata de otro tema. El hermano se va al gran living. Los amantes terminan sus juegos y se visten con parsimonia. Ya en el living, Hamlet sirve bebidas para los tres y las entrega, primero a Ofelia, luego al hermano y se queda con la suya.

—No creas, Hamlet, que por haberte librado de ésta quedarás con vida. Cuando a mí me ordenan realizar una tarea por la paga que estipulo, siempre la realizo. Claudio, tu tío, el que mató a tu padre, ahora me ordena que te liquide porque tú lo quieres matar. Te busqué en Copenhague y no pude hallarte hasta que en el Hotel Radisson SAS Royal, de cinco estrellas, que está en Hammerichsgade 1 Dk 1611 en la ciudad, donde siempre te hospedas cuando estás allá, me dijeron que podría encontrarte aquí hoy a la hora señalada y en el Bar La Paz. ¿Me esperabas?

—Por supuesto, Laertes. No conoces nada de la verdadera historia. ¿Se la contamos, Ofelia?

—Sí, porque de lo contrario Laertes nos molestará hasta hartarnos.

—Pero...

—Calma, Laertes —dice Hamlet con tranquilidad—, las cosas sucedieron así. Mi madre, Gertrudis, tiene amantes por toda Eurasia: en París; en Colonia y Berlín en Alemania; en Roma, en Praga, en Varsovia, en San Petersburgo, en Moscú, en fin a qué seguir. Le gustan los hombres de todas las razas.

—¿Es que el Rey no lo sabía?

—Sí, y sufría mucho. La cosa se puso muy fea una noche cuando él había abandonado el castillo durante una tormenta terrible, y tuvo que regresar sin que nadie lo escuchara, y nos encontró a Gertrudis, su mujer, y a mí, en lo mejor de un formidable acto pasional porque esa mujer en la cama es lo más frenético, audaz y excelso que puedas imaginar.

—Pero el Rey... —exclamó Laertes horrorizado tomando su cabeza y casi llorando.

—Mi padre, Laertes, padecía de eyaculación precoz, lo que ponía furiosa a mi madre que debía terminar masturbándose locamente.

—¿Y tu padre, maldito Hamlet, no quiso matarte?

—Por supuesto; en ese mismo instante, pero como tú, infortunado Laertes, es de los que prefieren las técnicas y las armas antiguas, cuchillos, dagas, espadas y espadines, venenos, en fin toda esa sarta de estupideces. Lo desarmé con un puntapié espléndido y una trompada en los genitales que lo desmayó.

—Entonces, mi querido hermanito Laertes —dijo Ofelia con voz dulce—, Hamlet habló con su tío Claudio y prepararon una hermosa conspiración.

—Ya lo sé: Claudio mató al Rey.

—No, estúpido —gritó Hamlet—; al Rey lo maté yo: con una maza, igual a la de Heracles (Hércules, por si no lo recuerdas), le reventé la cabeza y arrojé el cadáver desde la torre más alta del castillo. Además arrojé al enano Yorik quien se suicidaba por amor a su rey y estaba junto a él, en la torre. Doble suicidio: ¡qué romántico!

—Eres un criminal, Hamlet.

—Mira quién lo dice —exclamó escandalizada Ofelia—, ¿a cuántos has matado tú, Laertes mío?

—Es mi oficio.

—No volvamos a hablar de oficios —se inquietó Hamlet que piensa en la prostitución de su “amada”—. El plan era que Claudio, mi tío, atestiguara ante la policía danesa que mi padre se había suicidado porque estaba en conocimiento de que mi madre le era infiel. Cosa, claro está, que sabía toda la población de Dinamarca. Luego yo sería coronado Rey y le daría una importantísima recompensa al sinvergüenza de Claudio, jugador compulsivo que perdió su fortuna y quien, además, siguiendo las viejas tradiciones, envenenaría a Gertrudis la cual, apenada y deprimida por la muerte de su esposo se suicidaría. Te aclaro que necesitaba que sucediera de esa forma para que no se tornara molesta.

—Ya veo, Hamlet, a dónde llevó la jugada: el pícaro Claudio, en lugar de matarla, se casó con Gertrudis y se convirtió en rey de Dinamarca. ¿Y ahora qué?

—Ahora, hermanito mío —dijo con tranquilidad Ofelia—, esperamos que la mundialmente conocida asesina rusa Zakolenovaia, aunque nadie la ha visto jamás, y el extraordinario danés Asmund, quien ha matado a más personajes que los que tiene la historia dinamarquesa, terminen con Gertrudis y Claudio, cosa que sucederá hoy en el castillo de los tórtolos.

En ese momento suena el teléfono. Hamlet toma el auricular y escucha. Le hablan en código, por si rastrean la llamada, en la que le comunican que los animalitos que estaban enfermos en los corrales del castillo sanaban bien. Y pronunciaron la palabra celta Benniget.

—Ofelia, todo salió perfecto. Más aun, nuestros contratados se enfrentaron con Polonio, tu padre y el de Laertes, quien quiso defender a la pareja real y también lo mataron, y, como en ese instante llegaba mi gran amigo Horacio, decidieron que también era conveniente terminar con él para no dejar testigos vivos. Se llevaron todas las joyas que les habíamos dejado, las peores por supuesto. Las buenas, Laertes, antes de que lo preguntes, están a buen resguardo. En el castillo sólo quedan cadáveres.

—Después —dijo irónico Laertes—, mi hermanita Ofelia desposará a Hamlet y devendrá la reina de Dinamarca y yo tendré asegurado mi futuro y podré abandonar mi profesión de asesino. ¡Estupendo, muchachos! Siempre te creí un estúpido, Hamlet, pero veo que me equivoqué.

—Y de qué manera, Laertes, porque tú no nos sirves para nada y eres un inútil asesino.

Laertes presintió la bronca enajenante de Hamlet y quiso alejarse, pero se enfrentó con su hermana quien, con la pistola con silenciador, que había traído del baño, le abrió un pequeño agujero en la frente, el cual, por detrás, destrozó el occipital y desparramó más de la mitad del cerebro de Laertes, estampándolo en las paredes, cosa que ocurre con la balas de punta hueca. Enseguida Hamlet, con sus manos que acababa de enguantar, extrajo otra pistola con silenciador que tenía en su espalda sostenida por el cinturón, la puso en la mano derecha de Laertes, quien era diestro y disparó varios tiros contra las paredes que estaban detrás del lugar desde el que había disparado su novia.

De inmediato destrozaron la habitación, como si hubieran corrido entre los muebles, a varios de los cuales tumbaron desgarrando los tapizados con el cuchillo que había traído Laertes. Destrozaron la cerradura de la puerta; Hamlet se desnudó y se metió en la gran bañera. Salió chorreando agua y corrió por todo el piso de la gran suite como si hubiera estado huyendo. Aprovecharon la extraordinaria puntería que tenía Ofelia quien, de niña arrojaba flechas hacia donde cualquiera quisiera y que, después, se convirtió en excepcional tiradora con pistola de nueve milímetros. Ella, desde unos cuatro metros apuntó, aparentemente, al pecho de Hamlet, con el arma de su hermano y la bala pasó a través de la piel del costado izquierdo del tórax produciendo una herida en sedal a través de toda la piel que para nada comprometía al príncipe, pero que sangraba profusamente, por lo que Hamlet nuevamente corrió por la habitación derramando su sangre por todas partes. Luego Ofelia se desnudó y apenas cubrió parcialmente su cuerpo con un toallón que dejaba los senos al descubierto. Caminaron hasta la gran chimenea que había en el salón y extrajeron un ladrillo térmico detrás del cual habían practicado un buen agujero donde colocaron los silenciadores. Sellaron el ladrillo con una pasta especial e invisible. Enseguida llamaron a la policía del hotel y a la Policía Federal.

La actuación frente a los policías fue espectacular. Mostraron los antecedentes de Laertes que habían obtenido de las policías de Francia, de Italia y de Inglaterra, con lo que la muerte del cadáver quedó terminada. Ofelia llorosa contó que en Dinamarca habían asesinado a su padre, quien, muy por el contrario de lo que sucedía con Laertes, era una bellísima persona. Ante la lógica pregunta de por qué tenían un arma con ellos, una nueve milímetros que cargaba diecisiete balas de punta hueca, ambos se dirigieron al cajón de uno de los muebles removidos y extrajeron una bolsa de terciopelo en cuyo interior había joyas que valuaron en cuatrocientos mil euros y ¡por Dios!, que cualquier idiota podía ver que eran joyas de extraordinaria calidad. No hubo más preguntas. El hotel ofreció de inmediato otra suite puesto que en ésta la policía debería efectuar sus trabajos de investigación. Ante la mirada atenta de los detectives, que no eran tontos, Hamlet fue sacando cada una de sus pertenencias y las colocó en sus magníficas valijas. Cuando el detective Gómez Cornejo, de la Federal, preguntó dónde estaban las ropas de Ofelia, ella, ruborizada, dijo que su departamento estaba un piso más abajo por lo cual no sería necesario revisarlo. Pero Hamlet, hábil simulador, le dijo a Ofelia que entregara a Gómez Cornejo la tarjeta electrónica con que abría su habitación. (Sabía de sobra que, si no lo hacía así, el inspector se haría abrir la habitación con la llave maestra del hotel) El inspector mandó tres detectives al departamento de la joven y le preguntó si quería estar presente durante el procedimiento. Ofelia, nada tonta y siempre ruborizada, dijo que sólo bajaría para cambiarse de ropa. Se cubrió los hermosos senos con una pañoleta.

Esa noche cenaron con tranquilidad y una tristeza tan bien simulada que quienes se hallaban a su alrededor se mostraban compungidos y algunas damas derramaron lágrimas reales. Luego los novios se despidieron y entraron en la suite de Ofelia, que ya había sido revisada por la policía. Se abrazaron, se besaron con pasión y Ofelia con un tono muy calmo de voz preguntó:

—Dime, hijo de puta, ¿me pusiste a trabajar de ramera fina y me hiciste fotografiar permanentemente por tus detectives para desprestigiarme después? Porque ese cuento de que me haría un bonito capital es una mentira infantil. Me despreciarías y quedarías solo como rey de Dinamarca para realizar todas tus actuaciones geniales con las mejores putas y los más divinos gays del mundo. ¿O creías que no sé que eres de los que tienen sexo tanto con las mujeres como con los hombres? Así que, señor Hamlet, el gran sinvergüenza de Copenhague, fifty and fifty, cincuenta y cincuenta, según lo pactado, y nos casaremos te guste o no. Tú haces la vida que quieras y yo la mía. De vez en cuando te permitiré penetrar mi maravillosa vagina.

Hamlet, absolutamente sorprendido, pensó rápido: “Si la arrojo por el balcón diré que se suicidó apenada y deprimida por la muerte del padre y que nada pude hacer para detenerla”. No se dio cuenta de que Ofelia había enganchado un grueso instrumento curvo muy fuerte desde el cinturón de Hamlet al suyo. Las manos de la divina y hermosísima Ofelia eran las de la más hábil carterista y pungista de Copenhague y toda Europa, habilidad totalmente desconocida en el mundo, que utilizaba sólo para divertirse. Nada de lo que ella hacía sobre el cuerpo ajeno era sentido por el robado.

—Cuidado con lo que haces, hijo de puta, porque conmigo no juega ningún Hamlet, mi muy adorado Hamlet.

Cuando el príncipe la insultó y la tomó con sus fortísimos brazos para arrojarla por la ventana, Ofelia comenzó a reír. Él la arrojó violentamente y ella lo arrastró en su caída. Mientras caían del décimo piso ella reía cada vez más fuerte. Y Hamlet gritaba desesperado:

—¡Mi reino! ¡Pierdo mi reino! Un millón de Ofelias y de euros por mi...

La sentencia del príncipe no acabó porque el asfalto suprimió las últimas palabras.

Hamlet cometió un error: no se había dado cuenta de que Ofelia estaba loca pero no era tonta.

El trono de Dinamarca quedó vacante por un corto tiempo.