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María y José

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La puñalada no duró mucho tiempo, y, de haberlo mirado a los ojos, su brazo se hubiese detenido en la carrera. En realidad, nunca le había mirado a los ojos. Tuvo que apartar la cara para no salpicarse de sangre.

—¡María!, ¡María!

—Mi amor... ¿Qué pasa..? ¿Qué hora es? —contestó María, medio soñolienta y algo sobresaltada.

—¡Otra vez, María, sucedió de nuevo!

María miró los números brillantes del reloj despertador, en la penumbra de la habitación. El frío de la madrugada se colaba a través de la ventana abierta de par en par.

—Mi amor, cierra la ventana, que me estoy helando.

Él sudaba profusamente, pero María no podía ver el miedo calado en su rostro, ni supo del escalofrío que le recorría todo el cuerpo. Le volvió a pedir:

—¡José, cierra la ventana, por favor!

Él se paró a cerrar y regresó a la cama.

—¡Otra vez, María! Sucedió de nuevo... ¡Lo maté y no pude ver sus ojos!

—Mi amor, es una pesadilla... ven aquí, no pasa nada.

Ella extendió un brazo debajo del cuello de él y lo atrajo hacia sí; él la abrazó: la tibieza de su cuerpo lo tranquilizaba.

—Duérmete, mi amor, ya pasó.

La apretó fuertemente y se quedó pensativo. No quería dormir por no entrar en aquel sueño recurrente, pero el cansancio lo venció, hasta que despertó otra vez, sobresaltado.

Ahora María se incorporó resueltamente y prendió la lamparita de noche.

—¡Ay, José, me tienes preocupada!

José seguía sudando, tremendamente excitado y nervioso.

—Te voy a preparar un tilo, mi amor...

—No, no me hace falta.

—¡Mira cómo estás!, recuéstate, que ya te lo traigo.

Él se había sentado en la cama; ella lo tomó de nuevo, suavemente, con esa forma que tienen las mujeres cuando, aun con una leve presión de sus dedos, parecieran ser capaces de mover el mundo, y lo llevó hasta la almohada, le acarició la frente y subió la cobija.

—María, te amo.

—Lo sé, mi amor, yo también te amo.

Se inclinó sobre él derramando los grandes y suaves senos sobre su pecho, y lo besó en los labios.

—No soportaría que otro...

—¡Qué dices, mi amor! —incorporándose ahora un poco y mirándolo amorosamente, con fingida sorpresa.

—Nada, mi amor, perdóname, no sé lo que digo...

—Tranquilízate, te voy a preparar el tilo.

 

Esta escena en la habitación, con unas u otras variantes, ya había sucedido antes y continuó repitiéndose por varios días. Entonces, cuando María iba a prepararle el tilo, el té o un “caldito” que tenía guardado en la nevera:

—Eso debe estar malo... esa nevera de mierda no cierra bien...

—Está bueno José, yo le puse la silla contra la puerta...

José se levantaba, volvía a abrir la ventana y se asomaba a la calle, apenas alumbrada por un farol que había escapado, milagrosamente, a las piedras de los muchachos, o a los tiros de práctica de los malandros.

Alguna vez se escuchaba un disparo a lo lejos, o gritos, o el rugir de un motor, o risas, o alguna mujer llorando. Todo eso era normal en la noche del barrio.

—José, cierra la ventana, que te vas a resfriar.

Él cerraba y venía a la cama.

—Ven acá, María...

Y la tumbaba, y le hacía el amor, a pesar de que María tenía ya cuatro meses en estado, y se quedaba dormido, sin pesadillas, hasta el amanecer, en que tenía que levantarse para poder estar a las 7 am en el trabajo.

María y José iban a tener su primer hijo. En estos días habían estado buscando un rancho, pues la pieza en que vivían alquilados no tenía espacio suficiente para poner la cuna y las cosas del niño; a los pies de la cama, tenían ya una canastilla con algunas cosas, pero le faltaban muchas todavía. Conversaban de que mientras tanto podría dormir con ellos en la cama, pero después... de que había que ver por el futuro... y de todas esas cosas de las que hablan las parejas de recién casados.

José trabajaba de albañil con un italiano, desde hacía seis años, y María estaba sin trabajo, así que conseguir un rancho se estaba poniendo difícil. Los sábados hacían mercado y el martes ya casi no había nada; para colmo, un mes atrás asaltaron a José subiendo al cerro.

Eso pasaba siempre. En las escaleras se apostaban los malandros; todos los conocían, pero nadie se atrevía a denunciarlos. Una vez el señor Pedro denunció a uno que le había robado: para nada. La policía lo vino a buscar, pero a la semana lo soltaron. Después, a un hijo del señor Pedro lo mataron y él tuvo que irse del barrio.

Con los malandros no se puede. A veces se matan entre ellos mismos, o se enfrentan con la policía... lo malo es que, en esas balaceras, a menudo mueren inocentes. Pero, denunciarlos, ¡qué va!, eso nadie lo hace.

Bueno, ese día le tocó a José. Le quitaron todo el sueldo, y corrió con suerte que le dejaron los zapatos y le permitieron irse. Y eso que José los conocía, pero, ¡qué va..! Estaban drogados; cuando están así, no conocen a nadie.

A los días, los vio.

—¡Ese pana! —le gritaron.

—¡Coño, me jodieron! —les reclamaba.

—¿Cuál es el rollo, frend? —le preguntaban ahora con gesticulaciones, chapuceando el castellano y el inglés.

—¡Nada, nada!, ¡no hay rollo!

—¡Eso!, ¡Andamos en la vía!

José no podía seguir reclamándoles, debía darlo por olvidado. Al fin, no lo habían cortado, lo dejaron tranquilo. Esa era como una cuota que había que pagar por vivir en el barrio... A lo mejor pasa un año y no te hacen nada, pero un día te toca...

Ese día le tocó a José y quedó mal, eso todavía lo venía arrastrando: pidió prestado aquí y allá... un fiado en la bodega... una deuda que no se pudo pagar...

En los barrios la vida es dura, aparte de los malandros y la falta de servicios, sobre todo, el agua, que cuando llega hay que andarla recogiendo en baldes, en ollas, en latas, en lo que sea que se tenga a la mano, hay que estar pendiente, cuando llueve, de que el cerro no se venga y caiga sobre la casa, de que el agua no se meta, de que el viento no se lleve los zinc... Los que trabajan deben levantarse de madrugada para tomar el jeep a tiempo, llegar a la parada, tomar el otro autobús, llegar al metro, y después al trabajo, casi siempre un poco tarde y escuchar el regaño del patrón.

Todo esto parece poca cosa, pero vivirlo día tras día es algo muy diferente de contarlo, y si a ello se le suma la falta de dinero, el estar buscando para completar el pasaje... sólo eso, el pasaje... y al llegar a la casa, a ver qué es lo que queda, que cómo aguantamos hasta el viernes... una arepa con mantequilla... espagueti con sardinas... eso, quienes llevan una vida normal, como José y María.

Ella era muy agradable y colaboradora. En los barrios no se puede vivir en aislamiento, lo cotidiano es la vecindad, casi una familiaridad con todos, y María siempre estaba dispuesta a ayudar en todo y era muy apreciada, por eso también encontraba mucha ayuda con los vecinos. Por allí, la gente estaba muy pendiente de ella, por la barriga, por ser primeriza y porque la conocían casi desde que era una niña; y apreciaban también a su mamá, que había llegado al barrio hacía muchos años con María y la había sacado adelante sola, sin que nadie hubiese tenido que decir nada de ella, pues no se le había conocido marido ni aventuras.

Ahora, la señora estaba un poco dolida con su hija pues, cuando se casó, como José no quiso vivir en la casa y había preferido alquilar una habitación unas calles más arriba, y María lo siguió sin poner ningún reparo, ella pensaba que la hija era algo desagradecida.

Como siempre, había quienes le daban la razón a la señora y quienes sostenían que la muchacha hizo bien, porque la mujer debe seguir a su marido a donde quiera que vaya. En estas y otras cuestiones de similar interés se entretenían las gentes del barrio.

Ahora bien, fuera del tema de su madre y para decir la verdad, María viviría mucho mejor si aquella amabilidad suya y aquella forma cariñosa de ser, se las hubiese demostrado también al portugués del abasto, que desde hacía tiempo la “atacaba”.

Ya andaba detrás de ella desde antes de casarse, pues María era una muchacha muy bonita y con un muy hermoso cuerpo. Después de la boda, y más cuando se le comenzó a notar el embarazo, el portugués la miraba con rabia, casi no le hablaba; pero ahora, renovado en sus esperanzas por pensar que al tener el muchacho la necesidad la obligaría, y pensando también que, después de parir, ella volvería a tener el cuerpo tan perfecto y tan deseado, en ocasiones, cuando ella iba a comprar, se le mostraba adolorido, herido, frustrado, como tratando de hacerle ver que le había hecho daño porque él la quería de verdad y ella había despreciado al gran amor de su vida.

A María, que, a pesar de sus muchas cualidades, no era una santa, y era coqueta, no le desagradaba del todo verlo así y, en ocasiones, casi lo disfrutaba. Muchas veces, a propósito, al ir a comprar, llevaba batas muy escotadas y muy cortas y cuando él le decía algo, ella fingía no haber oído para después preguntar: ¿cómo dijo?, denotando gran interés o curiosidad en lo que el hombre había dicho.

El portugués, que andaba en los cuarenta y no tenía duda de que algún día aquella muchacha de diecinueve años sería suya, se mostraba generoso con la mercancía y con sus sentimientos.

—¡Que yo te daría lo que tú quisieras!

— ¿Lo que yo quiera? —con una sonrisa pícara, que disimulaba mirando hacia otra parte.

—Sí, mi amor —desenfrenado— tú sabes que conmigo...

—¡Ay, señor... no empiece con sus cosas! —poniéndose seria.

—¡Yo sí sabría cómo hacerte feliz y tenerte como una reina!

—Mi esposo me hace feliz —ahora, tajante y resuelta.

El portugués cedía, contrariado, se ponía serio.

—Ustedes las mujeres no conocen la vida... después vienen los lamentos, no saben quién las quiere de verdad.

—¿Tiene mandarinas? —le preguntaba a propósito, para sacarlo del tema y aumentar su desesperación.

—Está bien, no te voy a decir nada más... ¡Sí! ¡Sí hay mandarinas..! ¿Cuánto quieres? —mostrando enfado en la voz y cierta resignación, mezcla que ella entendía muy bien y sabía que lo tenía como a un perro, comiendo de su mano.

—Es que no tengo mucha plata... ¿A cómo son? —ahora con voz dulzona, irresistible para el portugués.

“Yo te espero en la bajadita, no te preocupes, que algún día caerás”, pensaba él.

—No te preocupes, chica, ya te dije que te lleves lo que quieras... ¿Tienes una lista?

—Sí —María sacaba un papelito del bolsillo y se lo daba.

—Ya te lo voy a dar todo...

—Usted es muy bueno, le agradezco mucho, pero yo se lo pago... José pidió una plata...

—Ya no me hables de José... ¿Quieres..? ¿No ves que me duele?, ¿no sabes que te quiero?

Ahora se sentía con mucho poder, con la lista en la mano. ¡Él era el que la cuidaba, el que la alimentaba, tenía derecho! Tales eran sus pensamientos.

—¡Señor..! —seca, como poniendo un alto.

—Está bien, María, ¡no digo más!

Él buscaba aquí y allá, e iba poniendo todo en bolsas, ella lo miraba disimuladamente y pensaba: “Este viejo no está tan mal, y tiene real... pero seguro que es hediondo... él cree que va a tener algo conmigo... bueno, que lo crea, ¡total..!, mientras me fíe la compra...”.

—Aquí está todo —sacándola de sus pensamientos—. Ya sabes, lo que necesites...

—¡Muchas gracias, hasta luego!

María se marchaba con sus bolsas y con ese movimiento de caderas que lo enloquecían. Él se veía sobre aquellas nalgas, sobre aquel cuerpo desnudo... Muchas veces se iba adentro, a masturbarse.

José no se preguntaba el porqué siempre había comida en la casa con el poco dinero que él llevaba, no tenía motivos para extrañarse ni para pensar o imaginarse siquiera que hubiese algo raro, y mucho menos con relación a María; y no le quedaba, tampoco, tiempo para ello entre las madrugaderas, irse medio dormido, el trabajo todo el día, llegar, una cerveza con los amigos, acostarse... y aquel sueño que últimamente lo atormentaba.

José, que no le debía nada a ninguno, de buen mozo y con buen porte, trabajador desde jovencito y aficionado a jugar béisbol en los ratos libres, poseía un cuerpo moreno, musculoso y bien formado, que se robaba las miradas y los suspiros de algunas que sentían gran envidia de María por haberlo conquistado, y esa envidia aumentaba al ver que le daban todo fiado en la bodega, mientras que a ellas el portugués siempre les estaba cobrando. Y como ya es sabido, de la envidia viene el chisme y del chisme vienen las desgracias.

Lo que algunas decían por ahí, sin fundamento, pues no había habido nada entre María y el portugués, no tardó en llegar a los oídos de José.

—¿Qué te pasa, mi amor, que estás tan callado?

José, pensativo, miraba la barriga de su mujer, que andaría por el sexto mes.

—¿Qué tienes —insistía—, problemas en el trabajo?

—¡Coño!, ¡que están hablando paja por ahí..! —gritaba, descargándose.

Ella sabía de lo que se trataba. Una amiga íntima —que todas las mujeres tienen una, sin saber que en un momento dado se puede convertir en su peor enemiga— se lo había dicho: “Chama, están hablando de que tienes algo con el portugués del abasto... Yo creo que fue la gorda de allá abajo, que está todo el día en la puerta o en la ventana, mirando lo que pasa”.

María le confesaba a su amiga que no había pasado nada, pero que sí, que el portugués estaba enamorado de ella, pero que eso no era su culpa, que ella se iba a aprovechar de eso porque lo necesitaba, que no iba a pasar hambre, que lo que ganaba José no alcanzaba, que ella ya había perdido su trabajo cuando se casó, porque el patrón de la fábrica también quería algo con ella y que ella podía haber controlado la situación, tenerlo engañado y así no perder su trabajo, pues cuando estuviese embarazada no la podría botar, pero se lo había dicho a José y éste había ido allá a formar un problema.

La amiga la apoyaba en todo —¿cuándo no? Le decía que le sacase todo lo que pudiese, que el portugués tenía bastante real, que a ella podía contarle y desahogarse, que ella la quería mucho y que siempre la iba a ayudar.

Pero, en realidad, no le explicaba como la apoyaría, pues también ella estaba sin trabajo y pasaba todo el día en su casa pendiente de los hombres que iban y venían, de los que tenían tiempo sin aparecerse por el barrio, de escuchar música, de quién estaba o no preñada, de quién le había montado cachos a quién, de las telenovelas, en fin de todas esas cosas de las que están pendientes las mujeres que no tienen oficio.

María le enseñó una cadenita con un corazón, que el portugués le había regalado. La había aceptado —le dijo— para no despreciarlo y porque no le fuese a quitar el fiado, y porque era de oro, pero la tenía escondida y no se la había enseñado a José para evitar problemas.

 

Ahora, sentados en la cama, él la miraba con dudas; ella estaba a punto de llorar. En realidad, no lo había traicionado; se conocían desde hacía varios años, él había sido su primer novio y había tenido su virginidad, después se dejaron, ella conoció a otro muchacho, se le entregó, pero no pasó nada más; el otro muchacho tenía su novia y se casó. Ella volvió con José y desde entonces no se habían separado, lo otro no lo consideraba una traición, pues en aquellos días ellos habían terminado.

—¡Y tú crees lo que dicen porque no confías en mí!

—¡Si ese carajo te toca, lo voy a matar!

—¡Mi amor, todo es mentira!

—¡Pero tú le gustas a ese coño de madre!

—¡Mírame! —María se agarraba la barriga—. ¿A quién le voy a gustar con esto?

—Eso no importa... ¡A ese hijo de puta lo voy a joder! —José comenzaba a ponerse furioso, ella ya estaba llorando.

—¿Qué vas a hacer? —entre sollozos—. ¿No te importa este hijo?, ¿quieres ir preso..? ¡Por nada, porque no ha pasado nada, te lo juro, mi amor! —ahora se había acercado a él, le apretaba la cara entre las manos y lo besaba.

Él se calmó un poco, se separó y se echó sobre la cama.

—¿Por qué siempre te está dando fiado?

—Porque yo le digo que tú le vas a pagar... Además, él me aprecia porque conoce a mi mamá desde siempre... ¿Es culpa mía?

Ahora ella se había sentado en la cama y lloraba desconsoladamente; él se condolió y la atrajo suavemente hacia él.

—Ya, mi amor, ya, perdóname... ¡no llores!

—Es que tú estás pensando cosas que no son, tú sabes que no te he traicionado...

—Está bien ven acá... déjame oírte la barriga.

—Prométeme que no vas a hacer nada... ¡que no vas a ir a donde ese señor!

José se quedaba callado en sus pensamientos.

—¡Papi, prométemelo!

—Está bien, mamita, pero voy a pedir un préstamo en el trabajo y le pago a ese tipo, y no le pidas más fiado.

 

José seguía teniendo los sueños, la gente seguía hablando, las cosas iban mal. El préstamo no se lo habían dado pues, según su patrón, el negocio no marchaba bien. El portugués seguía atacando a María. No le importaba que anduviese con aquella barriga de siete meses, igual le gustaba; le seguía regalando cosas, fiando las compras, y las conversaciones habían cambiado de tono.

—Si José se entera, te puede hasta matar...

—¿Y por qué se va a enterar, si eso es algo entre tú y yo?

María había pasado a la parte de atrás del abasto, al depósito, a escoger unas frutas más frescas, que todavía estaban en las cajas, él le acarició la mejilla, ella se dejaba.

—¡Chico, no respetas la barriga!

—¡Claro que sí, mi amor, yo no quiero hacerte nada, sólo quiero estar contigo en la cama... mirarte... ten esa confianza conmigo... ¡además, te tengo una sorpresa!

—¡Yo mejor me voy, estás demasiado descarado!

—¿Por qué, mamita? —el portugués ya no tenía ningún tipo de freno. Abrió una gaveta de una cómoda que había allí en el depósito y sacó un estuche rojo que le entregaba.

—¡No, yo no quiero eso!

—¡Ábrelo, es para ti!

María aceptó abrirlo y quedó deslumbrada por el brillo del oro. Estaba segura de que aquel brazalete era algo que José no le podría dar nunca en la vida.

—Póntelo... ¡Mira qué bonito te queda!

—No lo quiero... ¡Esto debe valer mucho..!

—Más vales tú, mi amor... Acéptalo —ahora se le acercó y le dio un beso en los labios. María se apartó y se quitó el brazalete.

—¿No lo quieres?

—Sí —le contestó ella mirándolo directamente a los ojos—, pero no me lo puedo llevar puesto.

 

Habían dejado de buscar el rancho y se habían, casi, abandonado a la idea de seguir viviendo allí, en aquella pequeña habitación. María había pensado algunas veces, sin decírselo, en volver a casa de su mamá, y la detenía, cuando pensaba en ello, el temor a los chismes, a lo que diría la gente, y que seguramente se burlarían de ella por haber fracasado en su matrimonio.

José había cambiado desde que descubrió la cadenita con el corazón; por más que ella le había jurado que se la había ganado en una rifa. Él maldijo y juró que iba a matar al portugués, pero luego se calmó. El brazalete no estaba allí, María se lo había dado a guardar a su amiga íntima, por sí acaso.

Se sentía triste y decepcionada; hacía muchos días ya que José no la tocaba. A ella tampoco le provocaba mucho, pero necesitaba que él se le acercase. Estaba muy sensible en esos días, cuando iba al abasto —ahora a escondidas, porque José se lo había prohibido—, el portugués siempre tenía una palabra cariñosa, y ella ya no era completamente renuente a sus avances.

Antes, José venía del trabajo, se tomaba una o dos cervezas y se iba a la casa; esto, cuando no lo hacía directamente, sin pasar por el bar; ahora se quedaba allí más tiempo, hablando con los amigos, oyendo la rockola o hablando con “La China”, que era la muchacha que despachaba las cervezas y que, por haberse acostado ya con la mayoría de los hombres que iban por allí y con otros que no iban, era respetada por todos, pues le conocía a cada uno sus secretos y debilidades y, muchas veces, no terminaba siendo ya compañera de cama, sino paño de lágrimas de sus lamentos.

En el barrio, cuando alguna muchacha era alocada o se sabía que andaba acostándose por ahí con los muchachos, las mujeres decían: “Esa va a terminar como La China”.

Cuando José llegaba a la casa, después de pasar por el bar, casi no comía, o no pedía comida, María estaba en silencio. Se acostaban, los dos estaban diferentes y tristes; de vez en cuando, José seguía teniendo los sueños: se levantaba, iba a la ventana. Ahora, María se quedaba en la cama.

Un día, José venía del trabajo a media tarde. Ese día le habían encomendado a todos una tarea en el trabajo, y que cuando la terminasen se podían ir. La amiga íntima de María se lo encontró casualmente en la calle y lo invitó a su casa.

Hacía calor, pasaron a la salita y, cuando ella vino a traerle una cerveza, ya se había quitado los pantalones y se había puesto una franela liviana, bajo la que se veían las formas de sus senos, sin sostén, y unos shorts que le quedaban muy ajustados.

—Si quieres quítate la camisa, chico, mira como estás sudado.

—Es verdad... Si tienes otra cerveza...

Ella la fue a buscar, tongoneándose, mientras él se ponía cómodo.

—Tengo el nuevo de salsa...

—Bueno, ¡ponlo ahí..!

La música empezó a sonar mientras los dos tomaban. Ella empezó a hablar de su amiga, del embarazo, del muchacho, de lo que hablaban por ahí...

—Eso es pura paja... ¡la gente es mierda! —decía él.

—Eso es verdad... ¡Tú sabes que ella es mi amiga! —y se sentaba provocativamente frente a él.

—¿Y eso qué, mamita? —contestó él, que ya había adivinado lo que ella pretendía por otras posturas y palabras.

Puso la cerveza en la mesita, se le echó encima en el sofá y la besó, mientras la acariciaba. Ella trataba de hacerse la difícil sin oponer demasiada resistencia, hasta que tomó la iniciativa y comenzó a meter mano entre sus piernas.

—Si lo quieres te lo doy... ¡Vamos al cuarto! —le dijo, mientras le subía la franela y lamía, como un perro, sus pezones.

La muchacha vivía en una casa cercana con su mamá y un hermano pequeño. Al papá lo habían matado unos meses atrás y la mamá trabajaba. A esa hora, le faltaban como dos para llegar del trabajo; el hermanito estaba jugando en casa de unos amigos.

En el ardor del sexo, ella perdió la lealtad hacia su amiga. Deseosa de quedarse con aquel hombre ajeno, le contó todos los pormenores que María le había venido confiando, incluyendo el beso y el brazalete, que buscó en una gaveta en donde tenía sus cosas, para mostrárselo.

José se vistió y salió de allí lleno de ira, en dirección a su casa; llevaba el brazalete aferrado entre su mano, como prueba. La muchacha se quedó en su cuarto, llorando, llena de miedo. Cuando pudo reponerse y darse cuenta de lo que había hecho, salió como loca a alertar a algunos vecinos.

María no estaba en la casa. José, enceguecido por el odio, se dirigió hasta el abasto; desde la entrada, a través de la cortina que daba al interior, la vio junto al portugués.

Tomó un cuchillo de cortar queso que había en el mostrador y, apartando la cortina, encontró al portugués de espaldas, abrazándola. Ella lo miró con ojos de terror.

Al grito de ella, el portugués se apartó justo en el instante en que venía la puñalada, y así, el cuchillo se enterró en la barriga de María y en el cuerpo de la criatura.

María cayó al piso en un charco de sangre, dando gritos ahogados; el portugués se asomó a la ventana del depósito gritando ¡asesino, asesino!

José se quedó petrificado, no sabía que hacer en aquel instante de locura. Dejó caer el cuchillo ensangrentado y salió corriendo.

Afuera, ya venían dos policías hacia el sitio, alertados por los gritos del hombre y otros vecinos. Le dieron la voz de alto y no se detuvo. Dispararon. José cayó muerto.

 

Cuando María salió de la clínica privada, ya el portugués lo tenía todo preparado. Ella corrió hacia él y se le abrazó. No era para menos: durante los últimos tres meses, él la había estado cuidando, corrió con todos los gastos.

Había vendido el abasto en el barrio, en donde unos amigos de José lo habían amenazado de muerte, y compró una casa en una urbanización.

Ahora María había cambiado de vida, una que nunca había soñado; pero no podía olvidar el amor de José. A veces, en las noches, se despertaba en medio de una pesadilla.

Soñaba que estaba durmiendo junto a José y él se levantaba gritando:

—¡María!, ¡María!, ¡lo maté, y no pude ver sus ojos!

El portugués dormía a su lado, a pierna suelta, roncaba sin saber su destino.