Letras
Amor y Prozac

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Ya no recordaba muy bien su rostro; el tiempo había hecho bien su trabajo, pero aun así, guardaba un buen recuerdo de ella y de esa desolación que le vino cuando todo terminó.

Volvió a leer la carta; sí, no se equivocaba, era su letra, la recordaba bien, le pareció increíble recordar a la perfección su letra y no su rostro, tal vez era porque en aquella época sus palabras eran preciosas, tenían la suficiente carga emotiva como para hacerlo suspirar o adorarla más de lo que ya la adoraba. Muchas veces las cartas escritas en aquella época lo habían reanimado o lo habían impulsado a planear grandes proyectos para un futuro juntos, un futuro perfecto de felicidad total, que sólo los tendría a ellos como protagonistas.

Volviendo a revisar la carta, no había lugar a dudas: esa era su letra, menuda y medio torcida, las “a” que parecían “o”, y esos errores ortográficos a los que ya estaba acostumbrado, no cabía duda: era una carta suya dirigida a él, era fácil descubrir esa manera tan suya de escribir, y sin quererlo comenzó a rememorar todos aquellos años en la universidad, los planes para el futuro, la idea del matrimonio, idea que a ella la emocionaba mucho, por cierto, y todas aquellas salidas, hermosas y llenas de felicidad.

Recordando todo esto no pudo ocultar una sonrisa, ella siempre lo hacia reír en ese entonces, ¿seguiría con el mismo buen humor?, escucharla decir sus ocurrencias era una delicia, era imposible no reírse con ella... Pero, regresando a lo de la carta...

Tenía fecha del día anterior, y provenía de aquel pueblito en el que ella soñaba vivir con su futura familia. “Lo logró”, pensó, “qué bien que haya podido cumplir uno de sus sueños”; y sin querer comenzó a rememorar sus proyectos con ella: que la casa será así y tendrá un balcón aquí, que la casa del perro puede ir acá; y luego un largo beso y una sonrisa finalizaban la conversación.

“Qué tiempos aquellos”, pensó “todo era tan perfecto”, los recuerdos no dejaban de tomarlo por sorpresa; cada vez que lo intentaba, más cosas volvían a su mente y eso lo alegraba pero a la vez lo ponía melancólico. Extrañaba los momentos vividos con ella.

A los cuarenta y tantos años ya había olvidado por completo aquellas ideas locas de juventud. Los amores. Ese amor. Ella. Su recuerdo.

—Basta de esto, no me pondré así hoy día —pero ya no lo podía evitar; comenzó a recordar el fin, la culminación de todas sus expectativas y las de ella.

Recordó esa noche, los pasos acompasados de ambos y el sonido de éstos contra el concreto, su cabeza agachada mirando el suelo, la voz entrecortada de ella, la sorpresa de él, la inútil manera en que pedía una explicación, y ella negando todo, respondiendo a todo con un “no lo entenderías”; luego las miradas frías de ambos, los días siguientes en los que ya no compartían carpeta en la universidad, los amigos comunes que se solidarizaban con ella y que ya no le hablaban de la misma manera (sabe Dios por qué), y la depresión del infierno que le vino como al tercer día —porque el efecto de esa vaina es retardado, no tomas conciencia de lo fregado que estás hasta que lo comienzas a palpar in situ, o sea yendo a los lugares donde pasaron momentos juntos, pensaba—, cuando la veía reír como si nada hubiera pasado; y él con esa cara tan inexpresiva de siempre, esa cara de dureza impostada que ella conocía bien y que sabía era sólo eso: una impostura; y que por dentro estaba que se quería morir, porque, sí, me arruinaste la vida y ahora me mandas esta carta preguntando por mí, por mi salud, que si estoy bien, que si ya no me dan ataques, que si estoy tomando mis medicinas, que si me tratan bien aquí, que la vida es una sola y que no hay que desperdiciarla, que debes sobreponerte a lo que ocurrió como yo lo hice; como si ella hubiera mostrado sufrimiento, como si ella hubiera intentado tres veces matarse, como si ella no hubiera podido rehacer su vida después de eso. Ella, ¡qué iba a saber lo que había pasado él en esos últimos diez años!, que no habían sido más que un cúmulo de fracasos y más fracasos, intentando olvidarla, intentando zafarse de esos recuerdos, intentando menospreciarla, odiarla, detestarla, buscarle un defecto, odiar ese defecto (porque hasta sus defectos le parecían divinos), recordarla como una cualquiera, una..., pero ¡no!; no podía pensar eso, ¡no!..., sólo quería quitarse esa idea que siempre venía a su cabeza pero que no podía fijarla: su rostro ya casi no lo recordaba... ni modo... el tiempo había hecho bien su trabajo...; comenzó a serenarse, soltó la carta, la cual resbaló hasta sus rodillas y de allí al suelo. Todo se inició de nuevo y empezó a entrar en ese estado en el que entraba siempre para olvidar el dolor. Las medicinas que le había traído el enfermero comenzaron a surtir efecto: le daba la bienvenida a una nueva cura de sueño...

Se levantó después de tres días, se sentía muy reconfortado, y como nuevo, encontró una carta en el suelo. ¡Era de ella!, ¡después de todo este tiempo no lo había olvidado!, la fecha era del día anterior, y provenía del pueblo aquel, en el que ella le había comentado, deseaba vivir en el futuro. Reconocía su letra: esas “a” que parecían “o”, y las palabras medio torcidas que le hicieron recordar la universidad y los planes de un futuro juntos. Le pareció increíble recordar a la perfección su letra y no su rostro, tal vez era porque en aquella época sus palabras eran preciosas, tenían la suficiente carga emotiva como para hacerlo suspirar o adorarla más de lo que ya la adoraba...

Dentro de unas horas el enfermero volvería a traer sus medicinas...