Letras
La venganza de Pushkin

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La mayor calamidad que le puede suceder a un escritor es perder la vida siendo aún muy joven, y no poder continuar con su creación literaria. Así le sucedió a John Keats, quien, sin quererlo ni desearlo, murió tosiendo, agobiado por la tisis al igual que La Dama de las Camelias, y a Christopher Marlowe, quien falleció apuñalado, en medio de un penetrante olor a cerveza, durante una violenta y veloz bronca de salón.

Por dicha razón siempre me ha conmovido la historia de Aleksander Pushkin. Innumerables veces he meditado sobre su muerte prematura e invariablemente he llegado a la misma conclusión. No se le permitió seguir viviendo para concluir su obra artística.

Se sabe que el barón Georges d’Anthes, un erotómano, exiliado, al servicio del ejército ruso imperial, como lo hizo Rodolfo Boulanger, el acaudalado amante de Madame Bovary, se obsesionó con la idea de seducir a la esposa de Pushkin. La asedió por largo tiempo con sus emanaciones de agua florida, sus poses militares y sus versos de Ronsard. Luego de conseguirlo afrentó más al poeta insultándolo de la peor manera y no dejó otra alternativa que la reparación de la injuria con un duelo a muerte.

Puedo imaginarme lo que habría pasado por la atormentada mente de Pushkin durante esos momentos. Estoy convencido de que le habría deleitado mucho quitarle la vida a su contrincante; pero el ofensor terminó eliminándolo a él. Y Pushkin falleció, a los 38 años de edad, después de varios días de agonía, tras recibir un balazo en el abdomen. Murió infeliz y frustrado al no poder castigar a su rival, a quien sólo hirió levemente.

Cuando vi el chaleco negro, con su hilera de botoncitos brillantes, que llevaba puesto al ser herido por d’Anthes, el sofá castaño sobre el que lo recostaron ya inconsciente y con la frente sudorosa y fría, el antiguo reloj de números romanos cuyas manecillas se detuvieron en el momento de su muerte y el sketch a carbón que le hizo Fiodor Bruni una vez que ya estaba acomodado dentro de su ataúd, me pareció ver la imagen de un hermano caído, víctima de una gran injusticia. Entonces comprendí que debió de haberse llevado con él un gran sentimiento de frustración al no poder vengar la ofensa que la lujuriosa obsesión de d’Anthes había ocasionado en contra de su persona.

En ese momento pude intuir lo que Pushkin sentía. Fue como si su dolor personal se hubiese transferido a mi mente; como si su espíritu se hubiese posesionado gradualmente de mí. Todo sucedió lenta y pausadamente. Primero sentí el gran deseo de conocer su obra. Fueron muchos los días que pasé en la biblioteca leyendo Eugene Onegin, Boris Godunov y sus innumerables cuentos y poemas. Luego me interesé por su vida; leí sus biografías, vi los retratos al óleo que le hicieron cuando residía en Moscú y me enteré de todo lo que le había ocurrido. Entonces vino la indignación inmensa, como si lo que le había pasado a él me hubiese acontecido a mí. Ahora tengo sus emociones, sus celos, sus pensamientos y sus inclinaciones. Tengo también su odio, que a primera vista parecería ser inexplicable; pero siento un inmenso desprecio por el barón d’Anthes. Si lo pudiese ver me acordaría del chaleco negro de Pushkin y le vaciaría en el pecho todas las balas de mi revólver de bolsillo antes de que él se diese cuenta; pero un caballero no puede actuar de ese modo y más bien tiene que hallar la solución de sus conflictos en la magnanimidad de un duelo. Por esa razón lo busco.

Si yo hubiese estado en San Petersburgo después de su fallecimiento hubiese intentado lograr lo que Pushkin no pudo. Hubiese rastreado al barón d’Anthes por toda la ciudad hasta encontrarlo y retarlo. No tengo la menor duda de que lo habría hallado en alguna reunión de la gran sociedad rusa, en algún salón de baile lleno de candelabros y de mucamos con bandejas de plata repletas de copas. En medio de las damas de la aristocracia y de las parejas que pasaban bailando, me hubiese acercado a él; hubiese hecho todo lo posible por aproximarme a su oído y le hubiese susurrado, con la mayor calma posible, el peor de los insultos. Entonces el barón d’Anthes, completamente ruborizado, con el cuello cerrado de su casaca militar y sus charreteras doradas, me habría abofeteado haciendo salpicar el champagne burbujeante de mi copa y habría caído en la trampa. Nos habríamos llevado las manos a las armas. Se hubiese producido una gran conmoción y las damas con sus vestidos de seda se habrían llevado los pañuelitos perfumados a las bocas soltando exclamaciones de angustia. Yo muy ofendido le habría dicho al barón que eso no se podía quedar así, que tendríamos que arreglarlo en un duelo. Con mi guante blanco le habría golpeado el rostro.

Estoy convencido de que el lascivo injuriador habría parpadeado; habría empalidecido y no habría cabido en sí de furia. Me habría mirado con sus ojos azules llenos de un odio incontenible. Pero no habríamos salido de esa reunión sin asegurarnos uno al otro que en pocas horas nos volveríamos a encontrar para batirnos.

A continuación, yo habría ido al encuentro de Natalya Nicolayevna Goncharova, la esposa de Pushkin, hermosísima mujer aunque adolescente todavía, que habría estado pálida y aterrada entre los demás invitados, mirándome llorosa sin poder comprender lo que estaba ocurriendo. Tal vez me la hubiese imaginado en los brazos de d’Anthes y una amargura me habría hecho temblar un labio. Haciéndole una profunda reverencia le hubiese dado mis más sinceros parabienes y me hubiese despedido. Ella habría quedado mirándome desconcertada como si hiciese esfuerzos por reconocer a alguien. La habría dejado murmurando suavemente: “¿Aleksander..? ¿Aleksander..?”.

Me habría ido muy contento al ver que mi plan estaría funcionando tal como lo había concebido desde un principio y muy feliz al saber que mis intenciones estaban muy próximas a cumplirse.

Luego me habría dirigido a la casa de mi padrino. Tras percibir en su habitación el fuerte olor a bálsamo de eucalipto y a otros linimentos lo hubiese despertado con un candelero en la mano y lo hubiese sacado de la cama, soñoliento, con su cabellera canosa y desordenada. Le habría contado acerca de lo sucedido y le habría suplicado que se encargase de los detalles de la consumación de la ceremonia. Como era su costumbre se habría colocado los espejuelos brillantes y mirándome fijamente por encima de ellos, bostezando, me habría preguntado por la clase de duelo que me gustaría pelear.

“Un duelo a muerte...”, le habría replicado con excitación. “A pie firme y disparando a voluntad... A veinticinco pasos...”.

“¡Ese es el más peligroso..!”, me habría respondido él abriendo los ojos con gran preocupación. “Lo pueden matar...”.

“Hágalo así, mi querido amigo. Pushkin no lo hubiera preferido de otra manera. Además, perder la vida hoy en día no tiene mucha importancia”.

Me habría retirado a mi domicilio muy contento. Después de beber una copa de brandy me hubiese sentado a leer, bajo la luz amarillenta de un candelabro, mi capítulo favorito de La guerray la paz y lo hubiese leído con el mayor gusto, con el placer de quien sabe que va a morir, porque no hay nada que pueda dar mayor satisfacción que el saber que se va a cumplir con una misión aunque en su ejecución se tenga que llegar al sacrificio máximo.

Tras dar el vistazo final a la página que estaba leyendo, habría mirado al antiguo reloj de la sala y hubiese escuchado por primera vez su estrepitoso tic-tac. Me hubiese erguido y me habría desperezado empezando a sentir, a pesar del cansancio de quien no ha dormido, el peso de la responsabilidad de tener que cumplir con una misión irrevocable.

Luego de refrescarme con el agua fría de un lavatorio me hubiese vestido con mi pantalón crema recién entregado por el sastre y mi camisa blanca con chorreras. Me habría mirado en el gran espejo de mi cómoda con mis ojos pardos y penetrantes y hubiese pasado mis dedos sobre las patillas negras y abundantes de mi rostro pálido. Sin demora hubiese metido la mano entre mis cabellos, varias veces, hasta desordenarlos más. Me habría colocado mi gabán pardo oscuro, y mi sombrero de copa negro. Con mi bastón de marfil de la India bajo el brazo habría salido de mi vivienda entonando el fragmento de una aria muy conocida:

“Una furtiva lagrima... negli occhi suoi spuntò...”.

Habría tomado un coche de cuatro caballos de esos que recorren las calles de San Petersburgo de día y de noche y una vez dentro, al ver los asientos de cuero, me preguntaría con obsesión si en uno de esos vehículos no habrían viajado abrazados Natalya y el barón d’Anthes en una escapada romántica. La señora Pushkin con su vestido de seda y la cabeza apoyada sobre el hombro de él. A las cinco de la madrugada, bajo el latigueo persistente y las exclamaciones del cochero, proseguiría mi viaje hacia el lugar del encuentro.

Llegaría temprano muy feliz de poder realizar lo que me había prometido a mí mismo y lo que sé que le habría gustado a Pushkin. En el lugar convenido me habría encontrado con mi padrino quien ya habría colocado sobre una mesa un antiguo estuche de forro verde con dos pistolas de duelo.

Casi sin ser notados, mi rival, o mejor dicho el rival de Aleksander Pushkin, habría arribado con su padrino y muy serios se habrían abocado a discutir los detalles de la ceremonia. Como ya se había acordado sería un duelo a pie firme y disparando a voluntad.

Mientras se deliberaba sobre los pormenores del ritual me habría gustado dar unos pasos para desperezarme y hacer desvanecer el cansancio que se siente cuando no se ha dormido durante toda la noche. Mirando a la arboleda de la lejanía, habría percibido el olor de los cedros, como quien trata de gozar del placer causado por el paisaje antes de dar inicio a la tragedia.

En ese instante me habría puesto a pensar en Natalya Nikolayevna Goncharova. Su rostro precioso y la perfección de sus cejas y de sus pestañas; sus ojos negros mirándome fijamente como si quisiera preguntarme algo o pedirme algo y sus labios suculentos; el escote de su pecho mostrando sus generosos senos tras su vestido rosado con numerosos listones. Qué admirable y apetecible la habría encontrado. Qué fresca y tierna. Tan perfecta y tan joven con un rostro pequeño y redondo como el de una adolescente. Un poco cargada de espaldas tal vez, solamente un poco; pero magnífica en todo lo demás. Tan admirable que habría hecho pecar de pensamiento y obra a cualquiera. Es tan deslumbrante, tan fuerte de carácter, que domina a todos en la corte. Los varones la rodean y escuchan lo que Natalya tiene que decir como si sus palabras proviniesen de un gran personaje. Sus deseos son órdenes. Lo que pide se cumple. No necesita látigos ni fustas. Le basta con extender su mano para que se la besen y cincuenta varones a su alrededor caen en una rodilla, casi al mismo tiempo, listos a hacerlo. Ese es su poder. Qué mujer tan bella en todo. En su sonrisa y en sus ademanes; en su manera de hablar y en su forma de mirarme que me hace desearla inmediatamente y me cautiva poderosamente. Con sus mejillas tersas y sonrosadas y sus dos aretes de diamantes. Cuando se aparece, vestida de negro y enjoyada, mirando con la inmensa fuerza de su personalidad, todos se arrodillan delante de ella, desde un simple oficial de caballería hasta el zar en persona, para confesarle su sumisión. En ese momento se encuentran bajo el poder de su voluntad. Podría tener mil amantes a la vez si lo quisiese y los haría pelear entre ellos, uno contra el otro, como a soldaditos de juguete. Por esa razón Pushkin perdió la cabeza tan pronto la vio. Cualquiera se deslumbraría con una mujer así. Por lo menos a mí me atrae tanto que si no me contengo y si no me refreno creo que hasta podría enamorarme de ella y pronto estaría pensando en su imagen de día y de noche. Si alguien se atreviese a hablarle se apoderarían de mí unos celos irremediables y una ira incontrolable e instintivamente mi mano buscaría la empuñadura de mi revólver. Es algo animal. Algo primigenio y salvaje. Es simplemente así. Luego tendría que batirme a duelo con Aleksander Pushkin para ver quién se quedaría con ella; lo cual no es mi intención ni lo será nunca. Dios aparte estas ideas de mi mente. Pero sin lugar a dudas una hermosura así le habría garantizado a su esposo una muerte segura desde el momento en que la conoció y la cortejó. Es necesario admitir que ya en estos momentos Pushkin se ha apoderado con tanta intensidad de mi mente que hasta tengo los mismos sentimientos y los mismos apasionamientos... Ah, Natalya, Natalya... hermosísima Natalya Goncharova...

En ese punto mi padrino me interrumpiría para decirme que ya todo estaba listo.

Muy parsimoniosamente me quitaría el gabán y se lo entregaría a un sirviente que estaría por ahí cerca. Me quedaría con mi chaleco dorado y me recogería hacia arriba las mangas de mi camisa blanca como el cirujano que se alista para hacer una amputación en el campo de batalla. Mirando fríamente a mi contrincante me acercaría a la mesa y empuñaría una de las pistolas. Levantaría mi arma y la balancearía hasta llegar a dominar su pesadez. Observaría el brillo metálico de su cañón y palparía la aspereza de su empuñadura curva de nogal. Sería una pistola antigua con rasguñaduras y marcas; obviamente usada cientos de veces. Me asombraría al pensar en las vidas que habrían sido segadas con ella en desafíos anteriores.

Mi adversario, el erotómano, también se despojaría de su chaqueta militar azul verdosa con charreteras. Recién me daría cuenta de que es un individuo alto, gallardo y enérgico; bastante apuesto, con un bigotillo rubio que le tiembla cada vez que habla y una cabellera abundante. Es un inmenso soldado. Se quedaría con su camisa blanca de mangas largas. Pondría su arma delante de su pecho apuntando al cielo y me miraría con desprecio.

Nunca he visto a nadie mirarme con tanto odio; pero ojalá sepa que esos sentimientos son recíprocos. Porque cada vez que lo veo la ira y los celos me dominan de modo inevitable. Son más poderosos que yo. Nunca he sentido un odio tan grande por otro ser como el que siento ahora. Es tan intenso que por momentos parecería ser exquisito.

Tal vez sea porque me hace recordar a Álvaro Mesía, el villano semental de La Regenta. Un mediocre que en otros aspectos de la vida no pudo brillar. Un enamorador que sedujo a una mujer casada simplemente por satisfacer sus bajos instintos, por entretenerse o por darse gusto en hacer una conquista para sobajear su vanidad sin importarle los sufrimientos que podría causar al cónyuge, a la familia o a la mujer misma.

El juez nos ordenaría colocarnos de espaldas. Nosotros lo haríamos así y nos quedaríamos mirando en direcciones opuestas. En ese momento yo le diría:

“¿Barón d’Anthes? Supongo que ya sabrá que he venido a vengar a Pushkin”.

Mirando hacia el otro lado él habría mantenido un grave silencio; aunque yo sabría que su bigotillo rubio le estaría temblando.

“¿Me ha escuchado barón d’Anthes?”, le preguntaría suavemente.

“Sí. Le he escuchado”.

“Supongo que todavía estará interesado en Natalya, ¿verdad?”.

Él continuaría manteniéndose callado. Yo volvería a indagar:

“Supongo que le gustaría saber si todavía es virgen. ¿No es así?”.

En ese instante, probablemente para evitar que nos volteásemos y disparásemos a quemarropa uno contra el otro, el juez nos daría la señal y empezaríamos a caminar los veinticinco pasos señalados, lo que yo haría con mucha serenidad. Al dar el último me detendría y me daría media vuelta.

Me concentraría en sostener firmemente la pistola colocándola en línea con el pecho blanco de mi adversario. Él estaría con un pie delante colocando su cuerpo en diagonal apuntándome con la suya. Me temblaría un poco la mano; para mi sorpresa sólo sería ligeramente. Y es que esta mano que alguna vez empuñó la pluma para escribir Voces del silencio y Tremebundas, aprieta hoy un arma tratando de vengar una afrenta.

Dispararíamos casi al unísono. Vería humo alrededor de mi pistola y sentiría inmediatamente un dolor agudo muy cerca del hombro que me quitaría el aliento y me impediría tomar aire.

Sería un ardor muy intenso que habría paralizado mi brazo en la posición de apuntar. Y en medio del humo y del olor a pólvora vería al enorme cuerpo de mi rival, al inmenso soldado lujurioso, cayendo lentamente de rodillas con la cabeza gacha y una gran mancha de sangre en el pecho; luego lo vería desplomarse sobre el suelo. Ahora dígame, barón d’Anthes, ¿de qué le sirven sus besos apasionados, sus miradas tiernas, sus palabras seductoras, su admirable incontinencia, su inmensa e irreprimible concupiscencia? ¿Puede ahora desear a la bellísima Natalya Goncharova con esa bala en el pecho? ¿Puede? ¿Tiene todavía ganas de unirse carnalmente con Natalya, la adolescente de las mejillas sonrosadas, para comprobar que todavía es virgen?

Increíblemente, aunque débil, yo tendría todavía fuerzas suficientes para permanecer de pie y para dar un paso y luego otro, bamboleándome, como si una debilidad inmensa se hubiese apoderado de todo mi cuerpo mientras que mil ideas pasaban por mi mente.

Asustado vería correr a mi padrino hacia mí, pálido, con sus patillas blancas y con el sombrero de copa todavía puesto, con la bufanda cubriéndole el mentón, llamándome por mi nombre y preguntándome si estaba bien.

Mientras tanto yo vería al padrino de mi rival con su capa negra arrodillado en el suelo moviéndole la quijada al caído y dándole palmaditas en el rostro a alguien que ya no le podría responder.

Sentiría un miedo inexplicable. Se me nublaría la vista a pesar de mis esfuerzos por permanecer despierto y por mantenerme de pie. No podría respirar. La sangre se acumularía dentro de mi pecho. Me ahogaría. Yo le diría al derribado:

“¡Dispénseme, d’Anthes..! Se lo ruego... No fue mi intención”.

Mi brazo descendería y yo dejaría caer la pistola sobre la tierra.

“¡Levántese d’Anthes..! Perdóneme por lo que le he hecho... ¿De dónde salió este odio? ¿Quién inició este rumor? ¿Quién dio comienzo a esta trama..? ¡Antitramador..! ¿Dónde está el antitramador..? Que venga aquí, al campo de honor, a desenredar lo que el tramador cruelmente ha enmarañado... ¿Quién? ¿Quién odia a quién..? ¡Antitramador..!”.

Trataría de dar otro paso más hacia mi contrincante para pedirle que me absolviera. Mi padrino asustado me abrazaría haciendo esfuerzos por sostenerme. Yo continuaría:

“Baron d’Anthes, déme su clemencia... Se lo suplico...”.

Me temblaría la cara. Mis piernas perderían fuerzas. Ya no podría caminar. Estaría horrorizado. Habría una gran debilidad. Un zumbido enorme.

En ese instante vería al frente mío a Natalya Goncharova, llorando, abrazándome y pidiéndome que no me muriese:

“Aleksander... Perdóname... No te mueras, mi amor... No fue mi culpa... Nunca hubo nada entre d’Anthes y yo... ¿No te das cuenta?”.

Y ella me besaría el pecho, la frente, las manos, humedeciéndome con sus lágrimas. Con gran dificultad y con voz de moribundo, yo trataría de hacerle entender levantando el tono de mi voz:

“No soy Aleksander... ¡madame..! No soy Pushkin”.

No obstante ella, sollozante, con su hermoso rostro sonrosado, fuera de sí, sin poder comprenderme, continuaría besándome en los labios y en las manos.

Con mis últimas fuerzas, con voz casi apagada, le volvería a rectificar:

“Madame... No soy Pushkin...”.

Pero ella no me haría caso. Más bien continuaría diciéndome:

“No fue mi culpa, mi amor... No fue mi culpa... No te vayas... Aleksander... ¡No me dejes!”.

En ese punto tendría mi última visión. Vería el rostro risueño de Aleksander Pushkin, con una sonrisa serena, casi imperceptible; pero con una expresión de satisfacción. Lo vería feliz y contento. Entonces la vista se me oscurecería por completo y yo caería al suelo con un sonido seco.

Mis brazos y piernas se aflojarían y se acomodarían sobre el terreno. Mis ojos permanecerían abiertos; pero ya no podrían ver nada nunca más.

Calmándose, ella se erguiría y se limpiaría una lágrima con un dedo. Se pondría muy seria y diría:

“En todo caso, ¿de quién es la culpa? Yo puedo actuar como mi voluntad lo mande. ¿Por qué tendría que pedirte perdón?”.