Letras
Las hermanas

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Lamentablemente, casi no tengo ningún recuerdo de mis primeros años de vida ya que lamayoría de ellos se han ido diluyendo de a poco, dejándome sólo algo así como dos imágenes sin movimiento que llevo guardadas en mi memoria. Allí veo dolorosamente a mi madre, casi siempre recostada en su cama o sentada en su sillón favorito del patio de nuestra casa, tratando de no movilizarse demasiado, por su enfermedad. La recuerdo con su sonrisa triste, recibiéndome cada tarde al llegar de la escuela, con sus brazos siempre dispuestos y en donde me sentía tibiamente protegida. La otra imagen que llevo conmigo es la de mi padre, a quien recuerdo regresando a última hora, y a quien yo esperaba siempre para darme el ansiado beso que marcaba el final del día. Esas imágenes son todo lo que conservo, como un tesoro, de mis primeros años de vida. Del resto de toda aquella época sólo conozco algunas partes que reconstruí a partir de los relatos que de ella solía hacer mi padre.

Siempre contaba que, como la mayoría de los inmigrantes que llegaron de Europa, él y mi madre lo hicieron prácticamente sin nada, pero cargados con la expectativa de encontrar en América lo que en su tierra les había sido negado. Decía que, como tantos otros, habían arribado a Buenos Aires apenas casados y demasiado jóvenes para comenzar una nueva vida. A menudo recordaba que el puerto de su ciudad natal fue en esos días escenario de cientos de historias parecidas y distintas a la vez, todas ellas repletas de promesas de reencuentros en futuros inciertos sin sospechar que, casi sin excepciones, algunos de ellos nunca volverían a verse otra vez.

Recordaba lo duro que habían resultado los primeros días en los que llegaron a Buenos Aires. Me habló del llanto nocturno de mi madre, que extrañaba a mi abuela; de la angustia de él mismo que trataba de hacer pie en un territorio desconocido mientras sentía cómo todo parecía hundirse bajo sus pies. Me decía que no sólo estaban totalmente aturdidos por el desarraigo, el desconocimiento del idioma y las costumbres, sino que además todo empeoró al sumarse la pobreza. Que si bien el dinero alcanzaba para lo mínimo indispensable, nunca fue lo suficientemente abundante como para afrontar los gastos de la enfermedad de mi madre, que iba agravándose paulatinamente con el paso del tiempo.

Según lo que relataba, al principio, y con la intención de mantener el contacto con sus respectivas familias, despacharon cartas hacia Europa al menos una vez a la semana. Pero con el transcurso de los meses, y al no recibir respuesta alguna, éstas se fueron espaciando cada vez más, hasta que finalmente se interrumpieron. Decía que había sido así porque en algún momento, inevitablemente, llegaron a la dolorosa conclusión de que ya no existía nadie con vida que pudiera recibir o transmitirles alguna noticia desde el otro lado del mar. Puedo imaginar el desgarro que debió producirles y que posiblemente colaboró para agravar el estado de salud de mi madre, cuyo débil corazón enfermó aun más, a raíz de la pena. Es posible que precisamente de esos días provenga esa imagen de ella postrada, que tengo grabada permanentemente en mi memoria. Y supongo que debe haber sido algo casi imposible de sobrellevar la idea del horrible sufrimiento que debieron de haber tenido que padecer todos sus seres queridos y aun así seguir adelante con sus vidas. No fue de extrañar, entonces, la terrible conmoción que dice sufrieron cuando, una vez terminada la guerra, llegó un día hasta sus manos una publicación que daba cuenta de la búsqueda de familiares por parte de algunos de los sobrevivientes. Y que, entre ellos, pudieron ubicar el nombre de mi tía Elena (la hermana menor de mi madre), su marido y su hijo. Solía contarme que en ese momento el desconcierto inicial fue tan grande que ni siquiera tenían idea de por dónde comenzar, qué hacer o dónde ir. Superado el momento, surgió entonces el problema de encontrar el modo de reunir el dinero necesario para rescatarlos del infierno del que hablaban las noticias, para traerlos lo más rápidamente posible a América. Siempre evocaba que en esos días se lo pasaron especulando con decenas de probables historias, y que todas ellas coincidían en el hecho de que había que hacer algo y lo más pronto posible. La prioridad decía que había que traerlos a esta tierra para que pudieran recomenzar una nueva vida dejando atrás todos los probables horrores sufridos.

A medida que los días fueron pasando y las cartas de Europa comenzaron a llegar, se fueron enterando de que la tía Elena y los suyos eran los únicos de la familia que habían logrado sobrevivir al Holocausto. En cada envío detallaban la suerte que había corrido cada uno de los integrantes de la familia. Contaban acerca de los campos, violaciones y otros horrores más de cuyos detalles nunca pude enterarme ya que mi padre se negó a repetirlos luego de que las cartas fueron leídas. Siempre me aseguró que se hicieron entonces todos los sacrificios posibles, incluso hasta el racionamiento de nuestros alimentos, para poder juntar el dinero necesario para pagar los tres pasajes de barco. Finalmente, después de un tiempo y con la ayuda de algunos paisanos (que se solidarizaron con lo que nos estaba sucediendo), se logró reunir la suma de dinero que posibilitaría el reencuentro.

En cuanto a mi madre, me relataba que pareció revivir durante todos esos eternos meses de espera. Que se despertaba y dormía siempre con el mismo y dulce pensamiento que le devolvió una energía que no sentía desde hacía meses. Incluso notó que la confirmación de la muerte del resto de su familia le resultó menos dolorosa, sabiendo que al menos una de sus hermanas estaría nuevamente a su lado y que, todos juntos, comenzarían a sanar de a poco parte de las heridas.

Sé que los días se hicieron interminables y que el barco llegó finalmente dos días después de lo que había sido previsto. También que sólo mi padre fue quien acudió a recibirlos al puerto a raíz del reposo que debía guardar mi madre. Curiosamente, no me quedó ningún tipo de información de cómo es que fue posible ubicarlos en medio de la multitud que supongo bajó del barco. Pero lo que sí en cambio me describió fue el momento de la llegada de tía Elena y los suyos a nuestra casa. Recordaba que ese día mi madre se levantó de la cama desde muy temprano a pesar de los consejos del médico. Como consecuencia del atraso en la llegada del barco ya habían pasado dos noches sin que hubiera podido descansar, excitada por el reencuentro. De ese momento mi padre decía aún poder escuchar el grito desgarrante de mi madre quellenó todos los rincones de la casa y que resumía al mismo tiempo el más profundo dolor y la más inmensa alegría. Aferrada todo el tiempo a su hermana e incapaz de lograr soltarse de ella, mamá fue conociendo entre lágrimas a su cuñado Miguel y a su pequeño sobrino. Mi padre, tan emocionado como en aquel lejano día de la despedida en el puerto en su ciudad natal, dijo que fue quien primero lo notó pero que no dijo nada. Evocaba que fue mi madre quien al día siguiente, y ya más tranquila, hizo el comentario. “Elena no es la misma”, dijo apesadumbrada y sin volver nunca más a hablar del tema. Según mi padre, los ojos de mi tía Elena miraban distinto, como si navegaran sin brújula en un mar desconocido y en el cual se dejaba llevar libremente por las mareas. A papá en ese momento le llamó la atención que, contrastando con la reacción de mi madre, la emoción de tía Elena duró muy poco: inexplicablemente, pasó de inmediato a preocuparse por si hubiera extraviado alguna de sus pertenencias durante el viaje hasta casa. Fría y extrañamente distante, mi padre recordaba que los siguientes días mostraron a una tía Elena más preocupada por instalarse y conseguir trabajo para su marido, que en juntarse con su hermana para recuperar el tiempo perdido. Y que si bien ambas continuaron viéndose regularmente, mi madre jamás sintió que había recuperado realmente a su hermana sino a una desconocida que había usurpado su apariencia y sus recuerdos.

Cuando, un año más tarde, en los días en que el corazón de mi madre decidió no seguir dando batalla, sólo mi padre y yo estábamos a su lado como siempre, cuidando de ella. Desde aquellos días comienzo a tener mis propios recuerdos. Me veo a mí misma, sentada a su lado cuidando sus últimos sueños y a mi madre que, en su última noche, abrió de pronto sus ojos sorprendiéndome al secar mis lágrimas. “No llores...”, me dijo más preocupada por mí que por ella misma. A la mañana siguiente sólo deliraba pronunciando frases confusas que aludían a la guerra, como si de pronto hubiera regresado a ella. Y cuando comenzó a pronunciar el nombre de Elena llamándola una y otra vez, mi padre me ordenó ir por ella. Corrí llorosa las tres cuadras que separaban su casa de la nuestra y al llegar golpeé con desesperación la puerta de calle. Me abrió tía Elena, quien una vez enterada del estado de mamá se aprestó para acompañarme. Y en ese momento entonces sucedió lo que fue incomprensible para mí, inexplicable: mi tía comenzó lentamente a cambiarse la ropa que llevaba puesta para vestirse con otra más elegante, tal como si tuviera que irse de paseo. Al mismo tiempo, mi tío se afeitaba cuidadosamente, supongo que para aparecer presentable en el evento. Creí enloquecer. Pero papá me había pedido que no volviera sin ellos. Cuando por fin llegamos, mamá ya había fallecido y yo no había podido estar junto a ella. Después del entierro, jamás quise volver a hablar con tía Elena. Solo recién unos cuantos años después pude comprender lo que la guerra es capaz de hacer en las personas y comenzar a perdonar.