Artículos y reportajes
Fotografía: Bonnie BennettDe la nada

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Me pregunto si ya pasaron los días en que no me importaba, tal vez por inocencia, considerarme escritor. En que no ponderaba —respecto a centros sensibles, atentas atalayas— el alcance de textos libres, artillería de sensateces y disparates, acribillando desde los más inusitados frentes. Algunos han dicho: “Todo es lícito, pero no todo conviene”. Otros ni siquiera eso.

Un escritor pudiera ser: quien con algo que decir, útil, o inútil, se vuelca a imprimir en los medios seleccionados, los signos y conceptos que traducen en determinada presentación para la lectura, la esencia de lo que hasta entonces puebla sólo el alma. Puede hacerlo mal, regular o bien, desde múltiples puntos de vista, pero, asumimos en sospecha: el nombre que se dé al ejecutante, por su oficio, siempre ha de ser el mismo en cualquiera de los casos. Mas, ojo, razones han sido desplegadas para que no se tome el tema a la ligera; aunque no fue el activador de este artículo, Carlos Angulo, en Los ángeles del final, dice, entre otras interesantes cosas: “El juego se complica, al notar que sabemos tan poco lo que es literatura, o qué es ser escritor. Y es el tiempo, más que el escritor o el crítico, quien dictará los límites y develará la fragua, de lo que después será o no literatura”.

No sé, en verdad, si al armar estos párrafos estoy hollando suelo sagrado; pero respondo a un impulso espontáneo que encontró cauce libre para desarrollarse, al darse ciertas condiciones en las que estuvieron participando cosas como la necesidad de crear, un ambiente armónico y una computadora. No me importó, permítanme admitirlo, no ser portador de una denuncia, un tema medular, una solución; me preocupó más oír las voces de la nada, pescar en el vacío blanco que inunda los mediodías, teclear el hormigueo del silencio, ajeno a las manchas del fuego que quema el corazón.

Uno es también lector de sí mismo, y para mi suerte suelo ser condescendiente; sé que como reza el dicho: “no se le pueden pedir peras al olmo”. Imposible que Gregorio Samsa, metamorfoseado, se levante de la cama, abra la puerta con naturalidad, salude a cualquiera que se tope con él, y se dirija como si nada a cumplir sus compromisos de trabajo. Es el monstruoso escarabajo de la intransigencia trocándose de pronto en ceremonia donde firman el protocolo de Kyoto quienes hasta ahora no lo han hecho. Un milagro.

Me gusta (fuera de consideraciones ecológicas) la metáfora de Kafka porque viaja a esa angustia producida por la combinación de un espíritu inconforme de sí mismo, al límite, con la presión del entorno. Siendo este auscultador, incisivo, demandante y poco autocrítico; rostro nada pálido de una realidad vigente.

El jugar con las palabras, manipular el verbo, organizar con sentido grupos de letras, es una actividad que por lo general me ha ofrecido diversidad de interesantes experiencias en positivo. Pero el abordaje ha conllevado secuencias en las que la vida imita el argumento de La metamorfosis, donde se pugna tensamente por encuentros y desencuentros desde sentimientos dispares. Lo diré con palabras de Carlos: también hay un punto extraño que a cada quien conduce y lo subyace. Un abismo, un camino tosco, unas ganas eternas de callar (Tristal).