Editorial
Penetración cultural

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La reciente inauguración de la primera etapa de la Villa del Cine, el complejo con el que el gobierno de Venezuela aspira a desarrollar la industria cinematográfica del país, ha sido anunciada con gran bombo por quienes están involucrados, de una u otra forma, en el proyecto, quienes no han tenido empacho en definirla como un hito que partirá en dos la historia del cine en Venezuela y, en palabras del presidente Hugo Chávez, como una herramienta para combatir la penetración cultural que viene del norte.

Demagogia aparte, la penetración cultural es un hecho insoslayable del que participan en mayor o menor medida casi todos los estratos de la sociedad estadounidense. Sin embargo, es justo reconocer que los mecanismos que emplea para ello deben su efectividad, en grado sumo, al poco interés que los países penetrados le imprimen a la tarea de desarrollar sus propias maquinarias de promoción cultural.

En el caso específico del cine venezolano, se ha enquistado en nosotros la idea de que hacemos sólo un cine autodestructivo, con una abundante dosis de malas palabras, prostitución y delincuencia. Es común oír a un venezolano denigrar del cine que se hace en el país porque nuestras películas derrumban la autoestima. Un argumento que a todas luces es inaceptable desde el punto de vista artístico, pero que ha tenido su peso porque el buen cine se mantiene alejado de la mirada del espectador.

Pese a tener como principal enemigo a la audiencia, el cine venezolano ha crecido en los últimos años, luchando contra las dificultades económicas propias del medio. La reciente aprobación de la Ley de Cine, siendo un texto legal sobre el que inciden críticas innumerables, es sin embargo un paso en firme para iniciar la construcción de una industria cinematográfica sólida. Que para ello no necesitamos una fábrica de superproducciones: los cineastas venezolanos que forjaron sus nombres en la década de los 90 y en lo que va del siglo XXI han empezado a apostar por la calidad como atracción para la taquilla.

Sin embargo, persiste la tesis de que nuestro cine es nocivo para la autoestima; argumento, repetimos, inaceptable, pero que ha sido un lastre rotundo para el cineasta que se embarca en un proyecto donde necesariamente debe retratar nuestra realidad sin tapujos. Un cine —y, extendiendo los conceptos, un arte— que se niegue a desmenuzar el entorno del que brota es un cine sin sustancia, complaciente. No podemos aspirar a que, en un país donde la realidad más cruda nos ataca a cada paso que damos, se produzca un cine cien por ciento hedonista, escapista.

¿Qué es una industria cinematográfica sin espectadores? La tarea de fortalecer al cine venezolano pasa necesariamente por la promoción de nuestros valores en esa área y, lo que creemos es la base de todo, por la educación del espectador. Y es que, aunque parezca cosa de chanza, el venezolano que critica a nuestro cine de putas y malandros, como nos hemos acostumbrado a llamarlo, acepta complacido el cine, también imbuido de los mismos temas, que proviene de la industria hollywoodense.

A los esfuerzos por fortalecer nuestra industria cinematográfica les falta, por lo tanto, plantearse la urgente necesidad de crear mecanismos para que los venezolanos tengamos acceso al gran cine que se produce en todo el mundo, lo que incluye, por supuesto, al cine venezolano y al buen cine estadounidense. Las grandes cadenas de salas que operan en el país le cierran las puertas a ese cine que ignoramos de manera tan absurda. Siendo que la cultura forja nuestra fisonomía como sociedad, el combate contra la penetración cultural debería empezar por establecer, con criterios de responsabilidad social, que las salas contribuyan a la educación del espectador venezolano difundiendo cine de calidad, provenga de donde provenga.