Sala de ensayo
Juan RulfoJuan Rulfo y “Luvina”

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El hombre

Me llamo Juan Nepomuceno Pérez Rulfo Vizcaíno, me apilaron todos los nombres de mis antepasados maternos y paternos como si fuera el vástago de un racimo de plátanos, y aunque siento preferencia por el verbo arracimar me hubiera gustado un nombre más sencillo.

Juan Rulfo (Apulco, Jalisco, 1917-México, D.F., 1986) nació en la casa familiar de la hacienda de Apulco, pequeño lugar dependiente administrativamente de Sayula en donde fue registrado su nacimiento el 16 de mayo de 1917, pero realmente pasó los años decisivos de su niñez en otra población cercana llamada San Gabriel, un pueblo que había sido próspero, pero que, como a tantos otros, lo arruinó la Revolución. El sur (“Los Bajos”) del estado de Jalisco, al que pertenecen estos lugares de la infancia de Rulfo, estaba en aquel tiempo muy aislado, empobrecido, abandonado y sumido en la anarquía. Cronológicamente hay que situarse a finales de la Revolución Mejicana (1910-1920) y en medio de la rebelión de los Cristeros (1926-1928), la violenta reacción de los sectores católicos tradicionales contra el laicismo revolucionario.

La cristiada se caracterizó más que nada por el saqueo, tanto de un lado como del otro. Fue una rebelión estúpida porque ni los cristianos tenían posibilidades de triunfo, ni los federales tenían los suficientes recursos para acabar con estos hombres que eran de tipo guerrillero.

La infancia de Rulfo estuvo, pues, jalonada por revueltas campesinas, bandolerismo, saqueos, incendios, matanzas y protestas sociales. Precisamente, como resultado del fanatismo y de la violencia de aquella época y de aquel territorio “devastado”, su padre fue asesinado, como también lo fueron varios de sus tíos. La pronta muerte de su madre, cuando él tenía diez años, vino a colmar el vaso de las desgracias familiares.

Estaba lleno de bandidos por allí, resabios de gente que se metió en la Revolución y a quienes les quedaron ganas de seguir peleando y saqueando. A nuestra hacienda de San Pedro la quemaron como cuatro veces, cuando todavía vivía mi papá. A mi tío lo asesinaron, a mi abuelo lo colgaron de los dedos gordos y los perdió. Era mucha violencia y todos morían a los treinta años. (...) Yo tuve una infancia muy dura, muy difícil. Una familia que se desintegró muy fácilmente en un lugar que fue totalmente destruido. Desde mi padre y mi madre, inclusive todos los hermanos de mi padre fueron asesinados. Entonces viví en una zona de devastación. No sólo de devastación humana, sino devastación geográfica. Nunca encontré ni he encontrado hasta la fecha la lógica de todo esto. (...) No se puede atribuir a la Revolución. Fue más bien una cosa atávica, una cosa de destino, una cosa ilógica. Hasta hoy no he encontrado el punto de apoyo que me muestre por qué en esta familia mía sucedieron en esa forma, y tan sistemáticamente, esa serie de asesinatos y crueldades.

Desde los diez a los catorce años estuvo internado en un orfanato —que funcionaba también cono correccional— de Guadalajara, capital del estado de Jalisco. De aquel triste lugar le quedó como recuerdo la dureza de la disciplina propia de un sistema carcelario y, como resultado, una propensión a padecer profundas depresiones, que nunca le abandonaron.

Fue una de las épocas en que me encontré más solo y donde conseguí un estado depresivo que todavía no se me puede curar.

Posteriormente, tras el intento fracasado de estudios en la capital, trabajó en diversos empleos, lo que le permitió recorrer y conocer todo su país casi provincia por provincia, como inspector del servicio de inmigración, recaudador de rentas y viajante de comercio. Las dos últimas décadas de su vida las dedicó Rulfo al trabajo en el Instituto Nacional Indigenista de México, donde se encargó de la edición de una de las colecciones más importantes de antropología antigua y contemporánea de México.

En 1980, seis años antes de su muerte, Juan Rulfo terminó por aceptar —casi a regañadientes— la propuesta de realizar una exposición de las fotografías que había tomado durante sus años viajeros por el país. De más de seis mil negativos seleccionó cien para mostrar al público. Desde entonces, y como si fuera poca su gloria de escritor universal, se consolidó además como uno de los más grandes fotógrafos mexicanos. Sus fotos muestran la cara dramática y sufriente del México indígena y campesino. Los personajes son generalmente seres anónimos, gente sencilla y humilde que posa ante su cámara con naturalidad y enorme dignidad.

Fotografía de Juan Rulfo“La realidad que Rulfo busca y encuentra en sus fotografías es la misma que la de su literatura. Tiene su misma temperatura, sus sombras, sus silencios, su magia y su melancolía. Es como si el mundo de Pedro Páramo, con todos sus fantasmas, volviera a la vida. Es como si los personajes de la novela de Juan Rulfo resucitaran por un instante, apenas un corto instante, el necesario para que la cámara fotográfica haga click: la cámara de Rulfo” (comentario del libro México visto por la lente de Juan Rulfo. En El Espectador, Bogotá, 10-10-2001).

Mi vida no me interesa en absoluto porque es gris, tan apagada que no tendría ninguna razón para escribir sobre ella. Mi vida no me interesa. Lo que me apasiona es la vida de los otros. Quiero oír otras voces, no la mía.

Rulfo fue un hombre sencillo, reservado, tímido, introvertido, triste, asustadizo, silencioso, reticente y siempre reacio a enfrentarse con el público, con los halagos y con el aplauso. Su vida estuvo relativamente apartada de los centros literarios y de poder. Decía que había aprendido a vivir en soledad, por eso huía de la fama, de las entrevistas y de la notoriedad.

Elena Poniatowska decía que Rulfo tenía mucho de ánima en pena, y sólo hablaba a sus horas, en esas horas de escritor serio y callado, tan distinto de todos aquellos que no dejan escapar la menor oportunidad de mostrarse como inteligentes. Siempre tenía un aire de poseído, y a veces se percibía en él la modorra de los médium: andaba a diario como sonámbulo, cumpliendo de mala gana los menesteres vulgares de la vida despierta.

Y, según ha dicho su mujer, Clara Aparicio: “Había algo en él que nunca pude entender, aún a estas fechas, a 17 años de su ausencia: nunca tocamos el tema de sus padres, sobre todo el de su madre. Tal vez en su amor triste él sufría en silencio. Muchas veces le llegué a preguntar: ¿qué te pasa, Juan? Dime... Mas nunca tuve una respuesta: sólo su mirada que se perdía en el espacio. Llevaba a cuestas una inmensa tristeza. Decían que posiblemente la había heredado justamente de su madre, María. Hay tantas incógnitas en la vida de Juan, que indagar en ella es entrar en un mundo de suposiciones y zonas inseguras, que refuerzan lo que él mismo escribió: ‘Nadie ha recorrido el corazón de un hombre’ ”.

 

La obra

Desgraciadamente yo no tuve quien me contara cuentos; en nuestro pueblo la gente es cerrada, sí, completamente; uno es un extranjero ahí. Están ellos platicando; se sientan en sus equipajes en las tardes a contarse historias y esas cosas; pero en cuanto uno llega, se quedan callados o empiezan a hablar del tiempo: “Hoy parece que por ahí vienen las nubes...”. En fin, yo no tuve esa fortuna de oír a los mayores contar historias: por ello me vi obligado a inventarlas y creo yo que, precisamente, uno de los principios de la creación literaria es la invención, la imaginación. Somos mentirosos; todo escritor que crea es un mentiroso, la literatura es mentira; pero de esa mentira sale una recreación de la realidad; recrear la realidad es, pues, uno de los principios fundamentales de la creación.

Los relatos de El Llano en llamas y la novela Pedro Páramo son las únicas obras literarias de Juan Rulfo que, sin llegar a las cuatrocientas páginas, fueron suficientes para que se convirtiera en un hito de la literatura contemporánea, al ser ambos títulos obras maestras en sus respectivos géneros, y esa es la explicación de la difusión y el éxito universal que han tenido. Solamente un dato: a comienzos del siglo XXI las dos se habían traducido a más de 40 lenguas. No hay en ellas muestras de aprendizaje ni de decaimiento, ambas son piezas tan magistrales que, seguramente, paralizaron a su autor como creador y lo redujeron a un casi completo silencio literario que duró hasta su muerte.

Las dos obras tuvieron inmediata aceptación de muchos lectores —más la novela que los cuentos— a pesar de cierto desconcierto inicial, al no ser exactamente narraciones tradicionales en la línea popularizada por la novela de la Revolución Mexicana. Rulfo trasciende lo estrictamente social, desemboca en temas de alcance humano y añade a aquella literatura —cuyos referentes eran, como en su propia obra, la tierra, el campesinado, el caciquismo, la violencia, etc.— un aliento universal, mítico y simbólico. Como apunta José Miguel Oviedo, la dolorosa historia reciente de México late en los libros de Rulfo, pero no hay una sola fecha en ellos, ni una mención a personas reales: todo ha sido profundamente ficcionalizado, gracias a técnicas narrativas que nunca antes habían sido aplicadas a estos asuntos.

Esta breve, pero tan intensa creación narrativa, está poblada de campos áridos, paisajes desolados, clima abrasador, pueblos yermos y deshabitados, violencia y revolución, venganza y muerte; y, en fin, la degradación humana, el odio, la culpa y el fanatismo. Pero esta terrible y concreta realidad, como ya hemos anotado, es trascendida al convertirse en profunda meditación sobre los grandes temas humanos universales: la muerte y la incomunicación, el dolor, la violencia y el destino y, en definitiva, la soledad del hombre y la desolación del mundo en el que ha sido arrojado.

Sus personajes, los indios y campesinos desheredados, deambulan por este paisaje hostil, por esta tierra inhóspita del México más profundo sin estar dibujados al completo; presentan, más bien, contornos y formas borrosas, sin que por eso pierdan viveza y veracidad, al resultar muy cercanos a la más primitiva naturaleza y muy alejados de las convenciones y las complejidades de la civilización urbana. Y sin embargo, hay en este mundo rulfiano, tan trágico y desnudo y tan lacónicamente expresado, un halo poético que aparece en las mínimas intervenciones del narrador, en el lirismo de las descripciones tan bien integradas en la trama de voces que interactúan constantemente.

El estilo de desnuda sobriedad del autor mexicano se basa en el lenguaje popular de los campesinos de Jalisco; lenguaje parco y preciso, exacto y expresivo, hecho con frases cortas y pocos adjetivos, conocido y aprendido por Rulfo desde su infancia. Cuando, al comenzar a escribir, necesitó de una forma lingüística convincente y apropiada a los temas de sus cuentos y de su novela, la encontró en aquel lenguaje del pueblo. Pero fue mucho más allá de una calcada y exacta reproducción literal, porque, entendida la esencia del habla popular, su tono, la música fascinante lograda mediante pausas y continuas reiteraciones, el narrador jalisciense le añadió o mejor la envolvió con su propia sensibilidad hasta conseguir el característico ritmo poético de su prosa, la plasticidad y el acercamiento sensorial a lo narrado: un lenguaje sugerente, recreado y elevado al más alto nivel literario, sin que nunca se pueda perder de vista su origen, su procedencia.

Estaba familiarizado con esa región del país, donde había pasado la infancia, y tenía muy ahondadas esas situaciones. Pero no encontraba formas de expresarlas. Entonces, simplemente lo intenté hacer con el lenguaje que yo había oído de mi gente, de la gente de mi pueblo. Había hecho otros intentos —de tipo lingüístico— que habían fracasado porque me resultaban un poco académicos y más o menos falsos. Eran incomprensibles en el contexto del ambiente donde yo me había desarrollado. Entonces el sistema aplicado finalmente, primero en los cuentos, después en la novela, fue utilizar el lenguaje del pueblo, el lenguaje hablado que yo había oído de mis mayores, y que sigue vivo hasta hoy.

En palabras de Elena Poniatowska: la antigua voz de adobe, de maíz y tepetate (arcilla reseca que mancha de amarillo ciertas regiones de Jalisco).

El empleo de técnicas narrativas por parte de Rulfo es el propio de la mejor y más adelantada narrativa del siglo XX: el diálogo continuo, la ruptura del orden cronológico lineal, la dislocación y la simultaneidad de planos temporales, el monólogo interior, los cambios del punto de vista narrativo, las recurrencias o repeticiones, etc.

Carlos Blanco Aguinaga, autor de un importante ensayo sobre la obra de Rulfo (Realidad y estilo de Juan Rulfo, 1955) declaraba en una reciente entrevista que lo que más le impactó en la lectura de Rulfo fue el “tono”. La intensidad de la contención verbal, la angustia, la desolación, la precisión, la hondura. El secreto de ese impacto residió en que uno como lector sentía que estaba ante una obra “perfecta” por la relación profunda de todos los elementos: temas, personajes, estructura, espacios, tiempos.

Después de publicar sus dos grandes obras, Rulfo entró en una crisis emocional y en un silencio literario que se prolongó hasta su muerte. Nada más se conservaron algunos relatos sueltos y El gallo de oro (1980), que recoge los textos cinematográficos del autor. Se cuenta que en 1974 destruyó el original esbozado e inconcluso de una novela, La cordillera, en la que había trabajado infructuosamente durante más de una década. Ante la insistencia de sus amigos y fervorosos lectores para que escribiese más, siempre contestaba lo mismo: “Ya no puedo. Se murió mi tío, el que me contaba las historias”.

Un escritor es un hombre como cualquier otro —argumentaba, ya más en serio, cuando se le preguntaba el porqué no escribía más. Cuando cree que tiene algo que decir, lo dice. Si puede, lo escribe. Yo tenía algo que decir y lo dije; ahora no creo tener más que decir, entonces, sencillamente, no escribo.

 

“El Llano en llamas”, de Juan RulfoEl Llano en llamas

Me puse a escribir cuentos. Lo hice como disciplina. La verdad es que estaba buscando una forma de narrar. Pedro Páramo lo escribí muchas veces en mi cabeza. Mucho antes que El Llano en llamas. La obra estuvo dentro de mí muchos años escrita de principio a fin, pero yo no tenía ni una sola hoja. Escribí y escribí. Cuentos, muchos cuentos.

Juan Rulfo escribió en la década de 1940 sus primeros textos literarios. El primero, fragmento de un proyecto que nunca concluiría, lo publicó en la revista América, de la capital del país, y en ésta y Pan, editada en Guadalajara, dio a conocer un total de siete cuentos. Él mismo cuenta la historia:

En 1942 apareció una revista llamada Pan que por su peculiar sistema me dio la oportunidad de publicar algunas cosas. Lo peculiar consistía en que el autor pagaba sus colaboraciones. Allí aparecieron mis primeros trabajos. Y si no fueron muchos se debió únicamente a que carecía de los medios económicos para pagar mis colaboraciones. Más tarde pasé a colaborar en América, revista antológica, donde al menos no cobraban por publicar.

En 1953, gracias a una beca y al apoyo del Centro Mexicano de Escritores, logró publicar su primer libro de cuentos, El Llano en llamas, en la colección “Letras Mexicanas” del Fondo de Cultura Económica, con una tirada de 2.000 ejemplares. A los siete cuentos publicados en las revistas mencionadas, agregó Rulfo ocho más hasta llegar al número de quince de la edición inicial. Posteriormente, en la edición de 1970, añadió dos más; así que, finalmente, la colección está formada por los 17 cuentos ya considerados canónicos.

La acción de los cuentos de El Llano en llamas se desarrolla en los límites de la parte sureste del estado de Jalisco, desde el lago de Chapala hasta la frontera con los estados de Colima y Michoacán. El tiempo de la acción está limitado aproximadamente a cuatro décadas, desde la revolución de 1910 hasta comienzos de los años cincuenta. En esta tierra nació y se crió Rulfo, y en ese periodo de tiempo fue consciente de que aquél era un mundo rural atrasado y extremadamente violento, que él vivió desde dentro y que sufrió en propia carne, como ya hemos dicho. Es un México rural y profundo, abandonado y desesperanzado, muy lejos de todo progreso histórico. Por eso, el tema general de El Llano en llamas es la vida trágica del angustiado y desolado campesinado mexicano, tema que se va centrando recurrentemente en la violencia, la soledad, la degradación, la culpa, el fatalismo, y, desde luego, en la muerte, que penetra y está presente en cada cuento como su principal protagonista. Todos ellos temas reveladores de un sombrío pesimismo.

Si queremos concretar más, los cuentos de Rulfo tratan, entre otras cosas, de un pobre subnormal matador de ranas, de la persecución y el ajusticiamiento de una familia, de la prostitución como aprendizaje moral de la pobreza, del asesinato de un ganadero por el peón, del homicidio perfecto de una pareja adúltera, de asaltos criminales en el llano, del fusilamiento de un hombre a los cuarenta años de haber cometido un crimen, de la desintegración de un pueblo contada por un maestro rural, de la caminata de un padre llevando a hombros a su hijo criminal, etc.

Los personajes se desenvuelven como sombras marcadas por un paisaje y un clima de calor y polvo, los diálogos son lacónicos y secos como el mismo ambiente que impregna la acción y la hace progresar lentamente sin la clásica fórmula de presentación, núcleo y desenlace. Como bien señala Carlos Blanco Aguinaga, “una sorda quietud, un laconismo monótono y casi onírico, impregna de sabor a tragedia inminente el fatalismo primitivo de estos cuentos en los cuales parece haberse detenido el tiempo”.

En todos los cuentos de la colección están presentes las voces campesinas, parcas y a la vez detalladas, que, reproducidas con toda la riqueza de entonación, con su particular y expresiva cadencia sintáctica, forman el tejido artístico de los cuentos, en el cual sólo por momentos se insertan las observaciones lacónicas del autor. El resultado es una peculiar mezcla de habla popular, la lírica y sombría expresión de un paisaje y de unas gentes desoladas y, en definitiva, la belleza y la profundidad emotiva propia del gran escritor mexicano.

Sin embargo, por la categoría literaria y la universal aceptación de la novela Pedro Páramo, El Llano en llamas ha pasado más inadvertido de lo que es justo, siendo como es uno de los mejores libros de cuentos de la literatura hispánica y con alcance sin duda universal. Aunque nadie pueda negar la raíz mexicana hasta los tuétanos de los relatos de Rulfo, la naturaleza y las emociones humanas quedan tan bien expresadas que alcanzan validez dondequiera que vivan los desheredados de la tierra. Estos cuentos, con su escueto laconismo, con las elipsis que exigen la ayuda de la imaginación, con una rigurosa economía del diseño narrativo, producen un efecto imborrable y serán siempre un grito y un testimonio sobre la condición humana en las más duras situaciones vitales.

Aunque, como ya se ha indicado, el conjunto de los cuentos de El Llano en llamas tiene un altísimo nivel artístico, los titulados “Luvina”, “Diles que no me maten” y “No oyes ladrar los perros” —los preferidos por Rulfo— son considerados por muchos buenos lectores como obras maestras del género. De los tres se conserva una lectura grabada por el autor, convertida en objeto de culto para los muchos apasionados de su obra.

 

“Pedro Páramo”, de Juan RulfoPedro Páramo

Cuando regresé al pueblo de mi niñez, 30 años después, y lo encontré deshabitado, fue cuando obtuve la clave que me indicó que debía comenzar a escribir la novela. Mi pueblo tenía unos ocho mil habitantes, y sólo quedaban unos 150 vecinos; en tres décadas la gente se había ido, así simplemente. Está este pueblo al pie de la Sierra Madre, donde sopla mucho viento; a alguien se le había ocurrido sembrar de casuarinas las calles, y, esa noche que me quedé allí, en medio de toda esa soledad, el viento en las casuarinas mugía, aullaba, en ese pueblo vacío... entonces supe que estaba en Comala, el lugar ese... comprendí, entonces, que era hora de escribir y nació Pedro Páramo, que es la historia de un pueblo que va muriendo por sí mismo, nadie lo mata, nadie, sólo va muriendo por sí mismo.

Pedro Páramo tuvo una larga gestación. Rulfo sostuvo que la primera idea de la novela la concibió antes de cumplir los treinta años, y ya en dos cartas dirigidas en 1947 a su novia Clara Aparicio se refiere a esta obra bajo el nombre de Una estrella junto a la luna. En la última etapa de la escritura cambia su nombre a Los murmullos, título no desacertado porque eso es lo que se oye en toda la novela, un rumor de ánimas en pena que vagan por las calles de Comala, un pueblo abandonado; finalmente recibió el nombre de su personaje principal. Gracias a una beca del Centro Mexicano de Escritores pudo concluirla entre 1953 y 1954. En este último año tres revistas publican adelantos de la novela y en 1955 aparece como libro. Algunos críticos advierten de inmediato que se trata de una obra maestra, aunque no faltaron lectores habituados a los esquemas novelísticos del siglo XIX que, desorientados por su innovadora estructura, reaccionaron con desconcierto.

Pedro Páramo es una sorprendente e indescriptible novela ubicada en un espacio en apariencia real, pero también simbólico: un espacio mítico que es Comala, el paraíso añorado de algunos personajes y también el lugar donde reina la violencia y el despotismo del cacique Pedro Páramo, pero es, sobre todo, el ámbito fantasmal de la muerte. Porque la trama de la novela ya desde las primeras líneas del texto comienza con la muerte. El principal narrador de la historia, Juan Preciado, está muerto. En la segunda mitad de la novela el lector descubre que, tanto quien ha contado la historia como todos los personajes que participan en ella y que narran lo sucedido en Comala son espíritus, fantasmas, cuerpos sin reposo, un puro vagabundear de ánimas que murieron sin perdón. Todos son muertos que escapan de sus tumbas, hablan con otros muertos y cuentan sus historias porque tienen conciencia y están llenos de recuerdos. Y estos recuerdos, expresados por las voces nocturnas, entrecruzadas, son los que recrean en múltiples perspectivas la vida de Comala y del hombre que la dominó, Pedro Páramo. Lo más sorprendente es que Rulfo nos introduce en esta realidad alucinante sin ninguna estridencia, con total naturalidad gracias al tono de la narración, sustentado en una prosa limpia y tajante, de sabor clásico.

Se trata de una novela en que el personaje central es el pueblo. Hay que notar que algunos críticos toman como personaje central a Pedro Páramo. En realidad es el pueblo. Es un pueblo muerto donde no viven más que ánimas, donde todos los personajes están muertos, e incluso quien narra está muerto. Entonces no hay un límite entre el espacio y el tiempo. Los muertos no tienen tiempo ni espacio. No se mueven en el tiempo ni en el espacio. Entonces así como aparecen, se desvanecen. Y dentro de este confuso mundo, se supone que los únicos que regresan a la tierra (es una creencia muy popular) son las ánimas, las ánimas de aquellos muertos que murieron en pecado. Y como era un pueblo en que casi todos morían en pecado, pues regresaban en su mayor parte. Habitaban nuevamente el pueblo, pero eran ánimas, no eran seres vivos.

En Pedro Páramo no hay un relato lineal de la historia; los recuerdos fragmentados, las distintas escenas dislocadas en el tiempo y el espacio, la eliminación del narrador, la forma dialogada, la sustitución de lo descriptivo por la evocación y la alusión, los monólogos de personajes vivos y muertos y, en fin, lo fantástico o fantasmagórico unido a la más cruda realidad, todo se entremezcla y se confunde impregnado por el poso del polvo, de la añoranza y de la muerte. El lector inteligente y preparado se encuentra estupefacto ante un aparente rompecabezas que deberá recomponer, con cuidado y atención, para que al final pueda sentir el placer de la lectura creativa, comprensiva y totalizadora de esta obra maestra de la narrativa contemporánea.

Hay que destacar la extremada concentración expresiva, al reducir a lo esencial una obra que, según el propio autor, en una primera versión doblaba en páginas a la publicada. Todos los estudiosos de Pedro Páramo hacen hincapié en el rigor estilístico de su autor. Es Rulfo, como dice José Miguel Oviedo, un autor astringente, parco, lacónico, capaz de decir mucho con pocas palabras, y con frecuencia mediante los silencios, lapsos, entrelíneas y sutiles sugerencias de su prosa, que parece tan austera y desnuda como el duro paisaje que describe. Un ejemplo lo encontramos en la misma escena inicial de la novela:

“—¿Y a qué va usted a Comala, si se puede saber? —oí que me preguntaban.

”—Voy a ver a mi padre —comenté.

”—¡Ah! —dijo él.

”Y volvimos al silencio”.

En la novela realista predomina la descripción minuciosa para hacer llegar al lector todo lo que se refiere al ambiente y los antecedentes de los personajes. A esta descripción se añade el diálogo, vivo, coloquial, mediante el cual cada personaje queda definido y, además, un lenguaje sobrio, cuidado y, como acabamos de decir, siempre adaptado a la índole de los personajes.

Al hablar de “realismo mágico” nos referimos a una corriente —no exclusiva pero sí muy significativa— de la novelística hispanoamericana del siglo XX y que tiene como máximos representantes las novelas Pedro Páramo de Juan Rulfo y Cien años de soledad de Gabriel García Márquez. El realismo mágico consiste en la yuxtaposición de escenas y detalles de gran realismo con situaciones fantásticas. Lo maravilloso, lo asombroso e irreal se introduce en la desnuda realidad sin estridencias y sin diluir sus límites, como algo perfectamente natural, pero que no deja de producir asombro. El autor mágico-realista suele utilizar un estilo muy expresivo y personal, aunque se mantenga, en general, dentro de un tono objetivo, aparentemente sencillo, preciso y poco adornado.

En Pedro Páramo Juan Rulfo maneja con tal maestría y acierto la combinación de los dos planos, el real y el fantástico, que supuso la transformación de la narrativa realista de su época al ofrecer una visión mágica de la realidad en su verdad más desolada y desesperanzada.

“Pedro Páramo es una novela de fuerte y auténtica originalidad. Una novela que acusa una nueva sensibilidad y, para expresarla, echa mano de los más audaces recursos de la novela moderna. Agreguemos que, gracias a la estructura de la obra, gracias a su enfoque subjetivo y su concepción poética, el tema que trata —que es un tema de la realidad humana en lo general, mexicana en lo particular— cobra un aspecto fantástico, de alucinante irrealidad. Una novela hecha de la materia de que están hechos los sueños” (Mariana Frenk).

Los testimonios sobre la importancia y la categoría artística de Pedro Páramo son innumerables. Permítaseme espigar unos cuantos:

“Pedro Páramo es una de las mejores novelas de las literaturas de lengua hispánica, y aun de toda la literatura” (Jorge Luis Borges).

“Con sólo esta novela, de apenas 150 páginas, la escritura mexicana alcanzó su cota más alta, y México otorgó al arte universal una de sus mejores fábulas. Pedro Páramo es un hito, un resumen, la culminación de toda una literatura. No es de extrañar que desde entonces Juan Rulfo no haya publicado nada más. Rulfo salió del milagro como consumido para siempre” (Rafael Conte).

“La novela de Rulfo no es sólo una de las obras maestras de la literatura mundial del siglo XX, sino uno de los libros más influyentes de este mismo siglo” (Susan Sontag).

Terminamos con dos testimonios de Gabriel García Márquez, que siempre se proclamó un entusiasta y apasionado lector de Pedro Páramo: “Los cuentos de Rulfo son tan importantes como su novela Pedro Páramo que, lo repito una vez más, es para mí, si no la mejor, sí la mas importante, sí la más bella de las novelas que se han escrito jamás en lengua castellana. Si yo hubiera escrito Pedro Páramo no me preocuparía ni volvería nunca a escribir en mi vida”.

La segunda reflexión de García Márquez es un extracto del texto “Asombro por Juan Rulfo” o “Nostalgia de Juan Rulfo”, leído en un programa radiofónico el jueves 18 de septiembre de 2003, fecha en que se cumplió el cincuentenario de la primera edición de El Llano en llamas:

“Yo había llegado a México el mismo día en que Ernest Hemingway se dio el tiro de la muerte, el 2 de julio de 1961, y no sólo no había leído los libros de Juan Rulfo, sino que ni siquiera había oído hablar de él. Yo vivía en un apartamento sin ascensor. Teníamos un colchón doble en el suelo del dormitorio grande, una cuna en el otro cuarto y una mesa de comer y escribir en el salón, con dos sillas únicas que servían para todo.

Mi problema grande de novelista era que después de los libros que había publicado me sentía metido en un callejón sin salida y estaba buscando por todos lados una brecha para escapar. Conocí bien a los autores buenos y malos que hubieran podido enseñarme el camino y, sin embargo, me sentía girando en círculos concéntricos, no me consideraba agotado; al contrario, sentía que aún me quedaban muchos libros pendientes pero no concebía un modo convincente y poético de escribirlos. En ésas estaba, cuando Álvaro Mutis subió a grandes zancadas los siete pisos de mi casa con un paquete de libros, separó del montón el más pequeño y corto, y me dijo muerto de risa: “Lea esa vaina, carajo, para que aprenda”; era Pedro Páramo. Aquella noche no pude dormir mientras no terminé la segunda lectura; nunca, desde la noche tremenda en que leí La metamorfosis de Kafka, en una lúgubre pensión de estudiantes de Bogotá, casi 10 años atrás, había sufrido una conmoción semejante. Al día siguiente leí El Llano en llamas y el asombro permaneció intacto. El resto de aquel año no pude leer a ningún otro autor, porque todos me parecían menores.

No había acabado de escapar al deslumbramiento, cuando alguien le dijo a Carlos Velo que yo era capaz de recitar de memoria párrafos completos de Pedro Páramo. La verdad iba más lejos, podía recitar el libro completo al derecho y al revés sin una falla apreciable, y podía decir en qué página de mi edición se encontraba cada episodio, y no había un solo rasgo del carácter de un personaje que no conociera a fondo.

He querido decir todo esto para terminar diciendo que el escrutinio a fondo de la obra de Juan Rulfo me dio por fin el camino que buscaba para continuar mis libros, y que por eso me era imposible escribir sobre él, sin que todo esto pareciera sobre mí mismo; ahora quiero decir, también, que he vuelto a releerlo completo para escribir estas breves nostalgias y que he vuelto a ser la víctima inocente del mismo asombro de la primera vez; no son más de 300 páginas, pero son casi tantas y creo que tan perdurables como las que conocemos de Sófocles”.

 

LuvinaLuvina

Siempre resaltó Rulfo la estrecha relación que existía entre este cuento y su famosa novela Pedro Páramo:

“Luvina” creo que es el vínculo, el nexo con Pedro Páramo. La atmósfera creada en el cuento me dio, poco a poco, casi con exactitud, el ambiente en que se iba a desarrollar la novela.

“Luvina” fue más bien un ejercicio para entrar en un mundo un poco así, sombrío, siniestro más bien, con la atmósfera rara de Pedro Páramo. “Luvina” para mí era importante, porque “Luvina”, que se escribe Loobina, significa la raíz de la miseria.

El hecho de “Luvina” es casi general en todo el país; hay pueblos miserables y regiones donde no hay esperanza de esperanza. De manera que en “Luvina” tenía ya ciertos antecedentes para fijar los inicios de Pedro Páramo. Es el cuento que más se identifica o tiene parentesco con Pedro Páramo, puesto que los hombres no tienen rostro, la gente no tiene cara, las figuras humanas no se definen. Hay una ambigüedad; yo estaba trabajando con cosas realistas, aparentemente, pero en realidad eran producto de sueños, de fantasías.

Tenía los personajes completos de Pedro Páramo, sabía que iba a ubicarlos en un pueblo abrasado por el desierto, sabía cómo iba a transcurrir toda la novela; pero no sabía cómo iba a decirlo, me faltaban las formas. Y para eso escribí los cuentos de El Llano en llamas, para soltar la mano. En “Luvina” me nació aquel profesor que se va del pueblo abandonado que le cuenta al otro, que va a sustituirlo, lo que es aquello, se lo cuenta todo bebiendo (el otro no toma nada), bebiendo hasta caerse de borracho; aquella era la atmósfera que andaba buscando. Poco a poco fui encontrando las claves.

El ambiente de “Luvina”, su mundo fantasmagórico, proporciona a Rulfo —y anticipa— el de Pedro Páramo, porque el aire, el viento, las sombras, los murmullos y susurros misteriosos de seres que parecen fantasmas, como también el silencio, la desolación y la muerte son comunes a Luvina y Comala. Como se ha dicho, después de “Luvina”, un lugar moribundo en donde se han muerto hasta los perros y en donde la muerte es incluso una esperanza, sólo puede venir Pedro Páramo, el gran diálogo de los muertos.

Manuel Durán observa que cada cuento de Rulfo es distinto a los demás, tiene su ambiente y su ritmo peculiares. Cada uno de ellos es como una habitación de una casa. Pero esta casa tiene dos puertas, y por ambas salimos hacia otra mansión que es Pedro Páramo. La puerta principal es, probablemente, el cuento “Luvina”, y esta puerta se abre directamente hacia el reino oscuro de la Comala de Pedro Páramo.

Julio Ortega recogió la siguiente historia que le contó Rulfo, una especie de sueño o pesadilla del propio autor en la que se encuentra perdido en el mundo mágico-onírico de un pueblo que lo mismo podría haber sido Luvina que Comala:

“Un día llegué de noche a un pueblo. En el centro había un árbol. Cuando me encontré en medio de la plaza, me di cuenta de que aquel pueblo, en apariencia fantasma, en realidad estaba habitado. Me rodearon y se fueron acercando hasta que me amarraron a un árbol y se fueron. Pasé toda la noche ahí. Aunque estaba algo perplejo, no estaba asustado pues ni siquiera tenía ánimo para ello. Amaneció y poco a poco aparecieron los mismos que me habían amarrado. Me soltaron y me dijeron: “Te amarramos porque cuando llegaste vimos que se te había perdido el alma, que tu alma te andaba buscando, y te amarramos para que te encontrara”.

¿Quién habla, a quién o con quién, en dónde habla y de qué? Éstas son las preguntas suscitadas por este intenso e inolvidable relato.

“Luvina” parece que comienza con una descripción impersonal del autor, el narrador omnisciente, pero poco a poco se va revelando que realmente no es él quien habla, cuenta o describe. En verdad, el narrador omnisciente sólo interviene muy contadas veces en todo el relato y, además con absoluta parquedad. Se convierte así en testigo de un larguísimo parlamento o monólogo y sólo se permite servir de enlace para ir creando el ambiente con breves acotaciones a la voz que domina el relato: “El hombre aquel que hablaba se quedó callado un rato, mirando hacia fuera”; “Bebió la cerveza hasta dejar sólo burbujas de espuma en la botella y siguió diciendo...”.

La mayoría de las narraciones de Rulfo están contadas en primera persona por un narrador presencial que además suele ser el protagonista del relato. Es este narrador el que transmite al lector su visión del mundo, de las cosas y de los hechos con una perspectiva casi siempre desoladora. En “Luvina”, el narrador o voz que habla es la del personaje protagonista que monologa absorbentemente en primera persona desde el principio al fin del cuento. Su figura es intencionalmente vaga, ya que no está descrito o caracterizado y ni siquiera tiene nombre. A través de sus palabras, y sólo muy aleatoriamente, sabremos que fue un maestro rural, casado y con tres hijos, que hace ya un tiempo impreciso pasó más de quince años en San Juan Luvina y fue aquella una experiencia tan negativa que quedó obsesiva e imborrable en su recuerdo, marcó para siempre su vida y lo dejó derrotado y destruido.

Como bien se ha observado, este narrador protagonista del cuento de Rulfo es una transposición del personaje típico de muchas mitologías que regresa del infierno y, a la entrada de éste, cuenta, a los incrédulos viajeros que se disponen a emprender el mismo recorrido, las dificultades y los horrores que encontrarán en su destino.

¿Quién es el narratario, el interlocutor u oyente a quien se dirige la voz del narrador? Se trata de un —todavía más— misterioso personaje, también sin nombre, sin rostro, sin palabra —por lo tanto no interlocutor—, y sin acción. Nada más sabremos, por unas breves alusiones del protagonista, que se trata del nuevo maestro destinado al pueblo de Luvina, como dice Luis Leal, parece un ser irreal; más que un personaje, es una sombra, más que hombre de carne y hueso parece un desdoblamiento del mismo maestro narrador, quien, en vez de pensar, habla a solas en voz alta.

El escenario donde el narrador relata la historia al misterioso oyente es una cantina o una tienda, como dice el texto. Allí el protagonista, además del monólogo continuo, pide cerveza a Camilo el cantinero, se levanta de la mesa, grita a los niños que alborotan fuera, bebe la cerveza tibia “que agarra un sabor como a meados de burro”, pide unos mezcales y, al final, se queda dormido, derrumbado encima de la mesa.

El lugar parece alejado de Luvina y todo lo que ella significa. Hay una intencionada contraposición entre el “allá”, el “arriba” del pueblo de Luvina, que es, como veremos, el reino de la muerte y el gran escenario de la desolación, donde todo es ceniciento, gris, seco, “pelón, sin un árbol, sin una cosa verde para descansar los ojos”; y, en cambio, el “aquí”, el “abajo” desde el que el narrador-protagonista cuenta y que es un lugar con esperanza de vida, como un oasis en que el agua del río, el rumor del aire, los gritos y los juegos de los niños... fluyen vitalmente:

“El hombre aquel que hablaba se quedó callado un rato, mirando hacia fuera. Hasta ellos llegaban el sonido del río pasando sus crecidas aguas por las ramas de los camichines, el rumor del aire moviendo suavemente las hojas de los almendros y los gritos de los niños jugando en el pequeño espacio iluminado por la luz que salía de la tienda... Y afuera seguía avanzando la noche”.

Pero vayamos ya al relato propiamente dicho. ¿Qué es lo que cuenta el maestro de aquel pueblo llamado San Juan Luvina? Por cierto, un pueblo que existe realmente en la Sierra Juárez del Estado de Oaxaca, un lugar de encinas y coníferas, de clima frío y lluvioso, que Rulfo conoció. El nombre le gustó y se lo aplicó al pueblo literariamente recreado de su cuento, que nada tiene que ver con el Luvina real.

El título mismo, “Luvina”, ya centra la atención en el pueblo, no en los personajes y menos en la acción. Porque, hay que decirlo desde el principio, “Luvina” es un cuento de ambiente, apenas sin acción.

El motivo que se repite y se convierte en el tema predominante del cuento, que se anuncia ya desde el primer párrafo y se mantiene hasta el final, es la tristeza, el desconsuelo, y la desolación del pueblo de Luvina; un lugar, árido, moribundo y fantasmal donde hasta los perros han muerto, y donde la muerte es lo único que esperan fatídicamente sus habitantes “sentados en sus puertas, con los brazos caídos... Solos, en aquella soledad de Luvina”.

“Por cualquier lado que se le mire, Luvina es un lugar muy triste. Usted que va para allá se dará cuenta. Yo diría que es el lugar donde anida la tristeza. Donde no se conoce la risa, como si a toda la gente le hubieran entablado la boca. Y usted, si quiere puede ver esa tristeza a la hora que quiera. El aire que allí sopla la revuelve pero no se la lleva nunca. Está allí como si hubiera nacido. Y hasta se puede probar y sentir, porque está siempre encima de uno, apretada contra el viento, y porque es oprimente como una gran cataplasma sobre la viva carne del corazón”.

Después de la tristeza, el otro importante motivo, muy relacionado con aquella y continuamente repetido, es el viento que azota inmisericorde a Luvina. Un viento como una pesadilla que amenaza con sus aullidos, y negro como ave de mal agüero; un viento que se oye y casi se ve, que actúa como un personaje protagonista, incluso personificado, con sus manos de aire; que rasca como si tuviese uñas, escarba debajo de las puertas y se mete dentro de uno, como un fantasma o un demonio o corre en las noches de luna por las callejuelas del pueblo, llevando a rastras una cobija negra, como si de la misma muerte que escondiera su guadaña se tratase.

“Ya mirará usted ese viento que sopla sobre Luvina. Es pardo. Dicen que porque arrastra arena de volcán; pero lo cierto es que es un aire negro. Ya lo verá usted. Se planta en Luvina prendiéndose de las cosas como si las mordiera. Y sobran días en que se lleva el techo de las casas como si se llevara un sombrero de petate, dejando los paredones lisos, descobijados. Luego rasca como si tuviera uñas: uno lo oye a mañana y tarde, hora tras hora, sin descanso, raspando las paredes, arrancando tecatas de tierra, escarbando con su pala picuda por debajo de las puertas, hasta sentirlo bullir dentro de uno como si se pusiera a remover los goznes de nuestros mismos huesos. Ya lo verá usted.

”Dicen los de allí que cuando llena la luna, ven de bulto la figura del viento recorriendo las calles de Luvina, llevando a rastras una cobija negra; pero yo siempre lo que llegué a ver, cuando había luna en Luvina, fue la imagen del desconsuelo... siempre.

”¿No oyen ese viento? —les acabé por decir—. Él acabará con ustedes”.

La acción discurre muy lentamente sin seguir exactamente la fórmula preceptiva de presentación, núcleo y desenlace, al adoptar el autor un planteamiento cargado de recurrencias que mantienen un ritmo continuo en la historia y que provoca en el lector una sensación de desasosiego y agobio contagiada por la del propio protagonista narrador y por la realidad que está describiendo. Los personajes, los habitantes de Luvina, son sombras borrosas desdibujadas en aquel ambiente fantasmal y asoladas por el clima extremo y la tierra inhóspita. En fin, toda la narración, las descripciones y los diálogos están impregnados de la sequedad, la desolación, la tristeza y la muerte de aquel lugar maldito que se llama Luvina.

Hay en este relato una crítica social y política, puesto que tanto el hombre que va a ir a Luvina como el que regresó de aquel pueblo son maestros rurales llenos de las “ilusiones educativas” propias del gobierno mexicano de los años cincuenta. “En esa época tenía yo mis fuerzas... Usted sabe que a todos nosotros nos infunden ideas. Y uno va con esa plasta encima para plasmarla en todas partes”, comenta el maestro protagonista. Rulfo muestra el absurdo de la política educativa de un gobierno que desconoce la extrema pobreza y abandono de muchos de sus gobernados. Las promesas que el gobierno mexicano ha hecho durante mucho tiempo, promesas de prosperidad e igualdad para todos, los habitantes de Luvina ya hace mucho tiempo que no se las pueden creer.

“—¿Dices que el Gobierno nos ayudará, profesor? ¿Tú conoces al gobierno?

”Les dije que sí.

”—También nosotros lo conocemos. Da esa casualidad. De lo que no sabemos nada es de la madre del Gobierno.

”Yo les dije que era la Patria.

”...Y me dijeron que no, que el Gobierno no tenía madre.

”—Y tienen razón, ¿sabe usted? El señor ese sólo se acuerda de ellos cuando alguno de sus muchachos ha hecho alguna fechoría acá abajo. Entonces manda por él hasta Luvina y se lo matan. De ahí en más no saben si existe”.

Como afirmó Seymour Menton: “Los cuentos de El Llano en llamas, con una sola excepción, son esencialmente realistas. Esa excepción que el mismo Rulfo reconoció, es “Luvina”, magnífico ejemplo del realismo mágico. La visión purgatorial de San Juan de Luvina es tan impresionante como la visión infernal de Comala en Pedro Páramo”.

Luvina es una ficción literaria pero muy real, un pueblo del México más profundo y pobre, con sus gentes abandonadas, fatalistas, sin ninguna ilusión y sin ninguna esperanza. Pero también es un lugar irreal, mágico, poblado no de cadáveres como la Comala de Pedro Páramo, pero sí de sombras, ruidos y susurros misteriosos, de seres que parecen fantasmas. Un lugar envuelto en una atmósfera de irrealidad por el incesante viento aullador, el viento “negro” que se pasea como un personaje fantástico y amenazador, creando una atmósfera tan desoladora que hará exclamar al narrador-protagonista: “¿En qué país estamos?”.

Los principales recursos estilísticos de “Luvina” son la repetición insistente de ideas y palabras en boca del hablante incluso dentro del mismo párrafo que, aparte de ser muy expresivas, crean un ritmo lento que ralentiza el paso del tiempo. Otros recursos son el uso continuo de los símiles o comparaciones y un vocabulario popular que, mediante coloquialismos, mexicanismos, expresiones populares y las elipsis proporciona el colorido del habla local. Por último son de notar las imágenes de gran expresividad en boca de este maestro rural, que más que describir, evoca una realidad muy dura con una forma narrativa de gran belleza

“Luvina” es, tal vez, la más acertada expresión literaria, la más amarga y desolada, que pueda darse de un pueblo y unas gentes, de un clima y un territorio. Y al finalizar la lectura nos damos cuenta de que todo el abrumador peso del relato cae implacable y únicamente sobre la persona del maestro rural. Las últimas palabras que pronuncia este oscuro protagonista narrador, antes de caer definitivamente derrumbado sobre la mesa de la cantina, son la patética y amarga aceptación del vacío y la destrucción de un hombre que ya no tiene nada en qué agarrarse. Y esa misma derrota también se apoderará, inexorablemente, de ese otro personaje casi irreal, el nuevo maestro que se dirige a Luvina.

“San Juan Luvina. Me sonaba a nombre de cielo aquel nombre. Pero aquello es el purgatorio. Un lugar moribundo donde se han muerto hasta los perros y ya no hay ni quien le ladre al silencio; pues en cuanto uno se acostumbra al vendaval que ahí sopla no se oye sino el silencio que hay en todas las soledades. Y eso acaba con uno. Míreme a mí. Conmigo acabó. Usted que va para allá comprenderá pronto lo que le digo...”.

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Como ya hemos indicado, los más valorados cuentos de El Llano en llamas, además de “Luvina”, son “¡Diles que no me maten!” y “No oyes ladrar los perros”. Terminamos con unos breves comentarios sobre ellos.

El escritor búlgaro Elías Canetti valoró con estas palabras el cuento “¡Diles que no me maten!”: “No he conocido cuento más perfectamente construido, más conmovedor y más entrañable. Es difícil encontrar un cuento en donde la emoción, la inteligencia y la expresión se junten y constituyan un heroísmo literario”.

Rulfo proyecta en este cuento algunos recuerdos familiares. Su padre, Juan Nepomuceno —don Chano— tuvo unas palabras recriminatorias con un vecino suyo, llamado Guadalupe Nava, por haber metido el ganado en las tierras de aquél y le exigió que no volviera a hacerlo. A Lupe Nava, que era un jovenzuelo borracho y pendenciero, pero un tanto creído por ser hijo del presidente municipal de Tolimán, aquellas enérgicas palabras le parecieron humillantes y, sin más motivo, asesinó a don Chano, disparándole por la espalda. Por cierto, el asesino nunca fue detenido.

En el relato se advierten tan curiosas coincidencias con el suceso familiar descrito, que no se puede dudar de que Rulfo lo tuvo muy presente al escribir el cuento. Don Lupe Terreros es asesinado por Juvencio Nava, porque aquél le negó el pasto para los ganados y le mató un novillo que había entrado en sus tierras. Así pues, el suceso histórico fue muy parecido e incluso el nombre y apellido del asesino real se mantiene, aunque bifurcado en los dos protagonistas del cuento.

Se trata de una dramática historia de muerte, culpa y venganza. El ahora viejo y derrotado Juvencio tuvo que matar entonces a don Lupe Terreros “porque siendo su compadre, le negó el pasto para sus animales”. El coronel Guadalupe Terreros tiene que matar ahora al asesino de su padre. Y Justino, el hijo del viejo Juvencio, no podrá hacer nada por su padre, sólo llevar, echado sobre el burro, su cuerpo muerto, acribillado a balazos.

El relato está construido mediante cinco partes con marca de separación en el texto. La primera es un diálogo sin ningún preámbulo entre Juvencio y Justino. La segunda es una descripción narrativa en tercera persona, y en la que se comienza a explicar, desde el presente, el suceso desencadenante. La tercera es un monólogo en primera persona del propio Juvencio en el que sigue narrando lo sucedido, monólogo que deja paso sin solución de continuidad a una larga narración en tercera persona, que completa la historia antigua. La cuarta parte, en presente, es un diálogo entre el coronel, un soldado y Juvencio, pero sin que el primero se digne dirigirse directamente al asesino de su padre. Y, por fin, la última parte es una narración con la que el autor omnisciente deja cerrada la historia. Las cinco separaciones son partes aparentemente dislocadas o fraccionadas pero que el lector recompone y completa fácilmente en la lectura de la historia. La primera parte, en un orden cronológico o lineal, ocuparía la cuarta o penúltima.

El título del cuento, que sintetiza el aspecto dramático del relato, es el ruego angustioso de Juvencio repetido como leitmotiv dos veces, en la primera parte dirigido a su hijo y en la cuarta al coronel.

La focalización o punto de vista, el monólogo interior, el perfecto ensamblaje entre narración y diálogo, los recursos de retroalimentación o flash-back, la estructura de final cerrado, además del logrado análisis del protagonista y la acertada incorporación del habla popular mexicana, característica siempre patente en la narrativa rulfiana; todo ello organizado e integrado con originalidad y acierto, da como resultado un relato en estado puro al que nada le sobra ni nada le falta.

 

El extraordinario cuento “No oyes ladrar los perros” brinda un ejemplo paradigmático del arte de Rulfo. Se trata de una conmovedora parábola de amor paternal en la que vemos a un viejo cargando sobre sus hombros el cuerpo herido del hijo bandolero y tratando de salvarle la vida, mientras reniega de él por la vergüenza que le causa. La enorme concentración dramática que alcanza el texto no sólo se debe a su brevedad, sino a la forma austera de su composición; los sucesos son mínimos, pues todo se reduce a la contemplación de esa terrible imagen física de dos cuerpos entrelazados en su penosa marcha nocturna, cada uno con su propia agonía, pero con un doloroso lazo común; el del padre e hijo. El narrador se coloca, en un arranque in media res, ante una situación que prácticamente no cambia —sólo empeora— y que es intolerable.

Al principio no entendemos bien lo que está pasando y menos la razón por la cual el padre lleva sobre sí al hijo adulto. Pero la imagen es poderosa y lo dice todo: los dos hombres forman un sólo cuerpo, una figura contrahecha en la que el que va “arriba” no puede caminar y el que va “abajo” no puede ver. El desolado y hostil paisaje, que parece dibujado con tintas expresionistas, también divide el mundo en dos partes: la espectral luz de la luna allá arriba, la tierra envuelta en sombras allá abajo.

Se diría que la imagen del padre y el hijo físicamente soldados expresa la más intensa piedad, pero el diálogo —filoso, lleno de rencores y distancias— nos revela que ese amor está rodeado de repudio; por eso el padre no vacila en añadir a la agonía del hijo las duras palabras que tiene que decirle. En su descargo cabe advertir que no hay otra salida: el hijo está muriendo y tiene que escuchar al padre ahora. El monstruoso —y humanísimo— ser que crean acoplados es la más patética objetivación que pueda pensarse de la relación paterno-filial y, en este caso, de su ambivalencia. El lugar común de que los hijos son una “carga” para los padres está aquí concretado en una alegoría sin duda trágica y desgarradora que reencontraremos en Pedro Páramo. Pero el simbolismo del cuento evoca también otras alegorías de origen mitológico, bíblico o estético: la oveja descarriada del Evangelio que el pastor lleva sobre sus hombros, el Vía Crucis de Cristo y su clamor al sentirse abandonado por el Padre, “La Pietá” de Miguel Ángel, el verso de Vallejo que dice: “Un cojo pasa dando el brazo a un niño”, etc. Agreguemos que el final nos niega la certeza de la muerte del hijo: el narrador no nos dice que las gotas que caen sobre el viejo son de sangre; sólo que eran “gruesas gotas como lágrimas” (José Miguel Oviedo, o.c., págs. 71-72).

 

Bibliografía consultada

  • Blanco Aguinaga, Carlos. Introducción a Juan Rulfo, El Llano en llamas. Madrid, Cátedra, 1993, págs. 11-31.
  • González Boixo, José Carlos. Claves narrativas de Juan Rulfo. Colegio Universitario de León, 1980.
    —. Juan Rulfo, en Historia de la literatura latinoamericana. Barcelona, Planeta-De Agostini, 1985. págs. 89-104.
  • Gordon, Donald K. Los cuentos de Juan Rulfo. Madrid, Playor, 1976. págs. 91-102.
  • Leal, Luis: “El cuento de ambiente: ‘Luvina’, de Juan Rulfo”. En Helmy F. Giacoman, Edit., Homenaje a Juan Rulfo, Nueva York; Las Américas Publishing Co., pp. 91-98. (http://www.literatura.us/rulfo/luisleal.html).
  • Oviedo, José Miguel. Historia de la literatura hispanoamericana. “4. De Borges al presente”. Madrid, Alianza, 2001, págs. 68-75.
  • Sommers, Joseph. La narrativa de Juan Rulfo. Interpretaciones críticas, México; Secretaría de Educación Pública, 1974.