Sala de ensayo
“Cubos”, de Rob Day
Las nuevas formas
del totalitarismo cultural
¿Qué es bien, qué es cultura,
qué es arte, qué es industria?

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Con seguridad la organización política de la hélade ignoraba lo que significa en la semántica “post-post-moderna” el termino “industria y administración de bienes culturales”: la noción de bien se asociaba desde el punto de vista platónico con el de verdad y éste con el de belleza: “ la verdad no es sino reflejo de la belleza”, apotegma que la tardomodernidad ignora olímpicamente: el trípode platónico iba a determinar la noción de justicia y de felicidad sobre la cual reposa la ética aristotélica, aun más ignorada por la época que nos toca vivir: ¿debemos preguntarnos ahora nuevamente que es un “bien” desde el punto de vista del valor?

Para el hombre de la organización técnica de la producción planetaria, es el artefacto de consumo que “garantiza racionalmente” la previsibilidad y estabilidad de las políticas de consumo de una complicada ortopedia que incluye —luego de la revolución industrial— fundamentalmente a la revolución de los medios de comunicación: el arte pasa a ser “mercancía” valorada según las alzas y bajas de los mercados, incluyendo en éstos la alimentación, el turismo, la investigación tecnológica, la gastronomía y un campo indelimitable de objetos de consumo, en la cual se borran las diferencias entre “esencia del arte” y cultura.

Pero el mercado de bienes cuya administración consiste en la producción cada día mayor de objetos considerados “bienes de consumo” tabulan con las mismas medidas y sólo según los parámetros del mercado, así una edición de los clásicos del teatro griego llevados a la pantalla o la televisión pertenece al mismo ámbito que un partido de fútbol, olvidando que el texto griego pertenecía como tal “bien” al concepto de “Paideia” que sostenía el concepto del arte griego como normativa de “educación”: la idea de “bien” queda entonces “indeterminada” y en consecuencia “in-definida” en tanto pertenezca solo al ámbito de lo que según las demandas impuestas por el consumo debe atenerse a primitivas leyes reflexológicas.

 

Arte y cultura

Francis Jamenson vuelve a poner en evidencia el corte entre “arte y cultura”, no resuelto ni por vía de mediación dialéctica entre vida social y cultura, pues, sin adentrarnos en abismos ontológicos, la gran literatura europea, o parte de ella, tardó a veces —el caso paradigmático de Hölderlin— ciento cincuenta años para integrar el mercado de valores bursátiles de las grandes editoriales del mundo: este ejemplo pues para la literatura europea de fines del siglo XIX tanto como para las otras artes (Van Gogh, Camilla Claudel, y muchísimos más) que luego de décadas movieron el marcado de cotizaciones de remates de obras de arte en millones de dólares o en la actualidad de euros: la contradicción se agudiza cuando nos preguntamos acerca de qué es el arte: ¿son “lo mismo” Andy Wahrol que Orson Welles más Matisse?

La respuesta de los mercados y de ciertos teóricos no se hace esperar: es aquello que desde el punto de vista de la “industria” puede atraer la atención del gran publico y a la vez producir suficiente dinero para permitir las megacorporaciones que dirigen la industria cultural, contribuir al fisco con cuantiosas retenciones impositivas: esto y no otra cosa constituye una industria que merezca el nombre de tal: si el consumo de “bienes culturales” desde el video-porno a los video-games son equivalentes al remate de un Turner en Sotebish todo cabe en una misma estantería: tanto el rey Lear como Homero Simpson, una novela de William Faulkner —que logró vender dos mil ejemplares de su primer título antes de que se le otorgara el Nóbel— o El silencio de Bergman, estrenada en Nueva York en un cine “porno”, como las filmaciones digitalizadas de escenas de prostitución infantil que mueven en el mercado millones de dólares.

La industria tiene un solo parámetro: se expande o se contrae, cotiza o no, es taquilla o no. No existen políticas de Estado que puedan revertir este dilema fijado aun más por la creciente estratificación económica y “cultural” que compone nuestra sociedad.

Alemania invierte euros en subsidiar su industria cinematográfica: 170 películas al año, de las cuales de distribuyen veinte sin grandes ganancias: Estados Unidos —vía adecuados sistemas de producción, distribución y marketing— invierte en un filme de acción doscientos diez millones de dólares y recauda quinientos cincuenta millones de dólares en taquilla (un promedio de siete mil millones de dólares de total de taquilla por año) con un total de consumo de “bienes culturales” de alrededor de cincuenta mil millones de dólares anuales.

Más del 60 por ciento del consumo de “bienes culturales del planeta” se fagocitan los mercados de los países del llamado primer mundo. Sólo Londres recauda siete mil millones de euros anuales en remates de obras de arte en un mundo donde una torta de milhoja imitando la Torre Eiffel puede dar ganancias en el mercado —si no equivalente— al costo del Pensador de Rodin.

La escritora más traducida a todas las lenguas es la señora Ágata Christie y el “boom” de las últimas décadas el fabulario de Harry Potter, los muñecos terroríficos, o el cine de artes marciales. Todo indica que una Nueva Forma de Imperialismo, el Cultural, es aquel sobre el cual pivotea redireccionada la red de comunicaciones con la cual se domestican los mercados marginales, se producen nuevas formas de alienación y —vía transculturalización— se domina políticamente a los países marginales. Como subsidiar los “mercados internos de cultura” si estas medidas son absurdamente ineficaces incluso para Europa, significa que aún debemos esperar que un nuevo Colón descubra el modo de restaurar, vía quiasmo (ruptura), la diferencia abismal entre el “bien artístico” y el bien cultural como valor propuesto como paradigma de nuestra tardomodernidad.