Letras
Literatofagia

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“El Universo está hecho de historias, de arreglos finitos de palabras y no de átomos”, leyó en la tercera línea del reportaje. La afirmación era de una tal Muriel Reiner, física eminente quien, de acuerdo con la noticia, había logrado derrumbar en los últimos años las teorías de Huygens y Howkings acerca de las relaciones entre materia y energía. Dejó reposar el diario a su lado y meditó unos minutos sobre la frase. Acto seguido, tomó de la mesa de herramientas la tijera de puntas largas. Con tres giros precisos recortó las Haches. Las masticó lentamente, con curiosidad. —Tan mudas como insípidas —pensó. Luego probó la U, que se enredó en el borde de su lengua antes de deslizarse hacia la garganta. Reconoció en ella el gusto salitre de los sollozos ahogados en la adolescencia. La A le supo a orgasmo y con la S tragó un sorbo del viento que solía colarse entre las tejas. Cuando al masticar la T se deslizó por su garganta un hilillo de sangre, llegó con la náusea el recuerdo de las vergüenzas de la infancia y, ante el riesgo inminente de indigestión, decidió que por el momento había tenido suficiente de aquel experimento.

Al día siguiente era domingo. Se levantó temprano y compró los principales diarios en el kiosco de la esquina. Regresó a casa, se sirvió una taza de café tras otra y se dedicó a engullir todas las letras de los reportajes culturales de la prensa nacional y la mitad de la sección deportiva. Precavido, apenas se atrevió a ingerir con cautela una que otra palabra de la página de sucesos y un par de “whiskys” de la reseña de sociales. Al llegar la noche reparó en que se sentía lleno y satisfecho, pese a haber obviado la cena. Resultaba curioso. De niño había preferido siempre en la sopa los anónimos fideos que no exigían misa —esta es la A, mira las dos patitas de la A, repite A— antes de su funeral. Sonrió pensando en lo que opinaría su madre ante tan reciente cambio de actitud.

Durante la jornada laboral del lunes descubrió, complacido, los beneficios adicionales de la particular dieta de fin de semana. Corrigió el doble de los artículos en la mitad del tiempo que solía emplear para esta tarea. A media tarde substituyó la merienda por algunas páginas de la última Selecciones del Reader’s Digest. En la noche escribió tres capítulos de una novela pospuesta por varios años. El martes se aventuró a eliminar los alimentos comunes del desayuno. El miércoles almorzó un folleto publicitario que le entregaron en el metro. Al final del mes su refrigerador estaba lleno, pero no quedaban en su casa revistas o periódicos que no hubiesen formado parte, parcial o completamente, de sus comidas.

Con el pasar de las semanas observó cómo sus gustos gastronómicos se refinaban. Cada vez le resultaban más pesados los alimentos vulgares y notaba, al mismo tiempo, que se incrementaban sus requerimientos literarios. Durante el tercer mes decidió limitar la ingestión de literatura light. Organizó su biblioteca y comenzó a anotar el efecto de distintos autores sobre su digestión. Hizo una clasificación por tipos de menú. Para los días de semana Dickens, Flaubert, Góngora, Cervantes y Borges, excepto a la hora de la cena. Cortázar y García Márquez eran delicias para la merienda. Los fines de semana se aventuraba con platos más fuertes: Faulkner, Wolf, Nietzsche, James, Gombrowicz, Chéjov. Al año había acabado su novela y comenzaba, sin embargo, a aburrirse de la monotonía de la letra impresa.

Probó entonces a utilizar sus propias palabras como alimento. Ante la recurrente parquedad, que lo dejaba con apetito, ejercitó la retórica: bebo de esta copa, bebo el vino contenido en esta copa, trago el líquido alcohólico que proviene de la fermentación de la uva, el cual reposa en este vaso de cristal transparente; hago descender por el gaznate el condensado y alcohólico fluido producto de la transformación acaecida por obra de una enzima del jugo del fruto de la vid, vertido previamente en un utensilio hueco, de tallo alargado, hecho de una quebradiza materia de silicatos alcalinos.

Por aquellos días renovó también su biblioteca y tropezó con una vieja libreta de notas que lo llevó a pensar nuevamente en la frase que dio inicio a su cambio de rutina alimenticia: “El Universo está hecho de arreglos finitos de palabras...”. La palabra nos fue dada en el principio —meditó— antes que todo lo demás, para apoderarnos de los objetos y crear entes nuevos. Luego, para aprovechar al máximo sus propiedades, debemos cosechar el sentido que encierran, arrebatándoles los nombres a las cosas, alimentándonos de sus historias y creando para ellas otras nuevas.

De un día para otro los objetos comenzaron a desaparecer de las habitaciones de la casa, o a sufrir transformaciones tan sorprendentes como incesantes. La cama grande que ocupaba el centro del cuarto se convirtió de pronto en una d-ama t-u-e-rt-a que l-o ce-r-ca-ba cada noche junto a la orilla del l-a-g-o en el que se había transformado la p-u-e-r-t-a. Exiliado a la sala, se encontró pronto durmiendo en el suelo, sorteando sin mucho éxito los orificios abiertos en el piso por la ausencia de algunas láminas de madera ingeridas al descuido en días pasados. A tiempo se detuvo, dada la amenaza cierta de encontrarse en el corto plazo a la intemperie.

Fue entonces cuando se decidió por una forma de sustento, a su juicio, menos autodestructiva. Empezó a comerse sus pensamientos. Si a diario generamos más de 5.000.000 pensamientos; y de éstos, son en realidad útiles aproximadamente 100.000, qué daño podría hacer transformar en energía algunos de aquellos que no contribuyen significativamente al desarrollo de las actividades diarias. El problema radicaba aquí en que con su refinado gusto por estructuras más y más complejas desde el punto de vista lingüístico, había crecido también su apetito. Los pensamientos se sucedían y no había tiempo alguno para decidir si eran o no relevantes, eran desviados rápidamente hacia la boca y de ahí al estómago, sin más.

Había digerido más de 20 millones de pensamientos la mañana en la que ocurrió. Despertó, encendió la televisión y no logró entender el idioma en el que una jovencita trataba de vender una máquina para quemar calorías sin esfuerzo. Miraba los movimientos de la mujer. Intuía que se trataba de un micro publicitario, pero por más esfuerzo que hacía aquellos sonidos resultaban ininteligibles. Buscó en su biblioteca hasta dar con la respuesta. Leyó en voz alta, intentando reconocer su ritmo: Afasia, enfermedad que aparece bruscamente afectando la memoria e interpretación del lenguaje, la memoria del lenguaje; afasia, enfermedad que afecta, fasi, a.